Guerra de guerrillas

Las dos últimas legislaturas catalanas, la décima (2012-2015) y la undécima (2015-2017), han sido el escenario de una guerra de guerrillas, afortunadamente sólo institucional, entre, por una parte, el Parlamento y el gobierno de la Generalitat, acompañados de una fuerte movilización cívica del nacionalismo y, por otro, las Cortes Generales y el gobierno de la nación, acompañados hasta el final de la décima legislatura por el Tribunal Constitucional exclusivamente pero también desde este momento por la Fiscalía General, la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo.

El nacionalismo catalán, consciente del desequilibrio de fuerzas y de la consiguiente imposibilidad de librar un combate en campo abierto, ha puesto en práctica una estrategia de desgaste institucional del Estado que está afectando a todos sus órganos constitucionales más importantes: Cortes Generales, gobierno, Tribunal Supremo y Tribunal Constitucional. Esta estrategia ha tenido el coste de la suspensión del ejercicio del derecho a la autonomía.

A lo largo de las dos legislaturas, el nacionalismo ha adoptado incesantemente iniciativas legislativas y gubernamentales que pueden tener cabida en la legitimación democrática en abstracto pero que no tenían cabida en la legalidad democrática española. El nacionalismo ha jugado abiertamente la carta de la legitimidad frente a la legalidad. Nuestra reivindicación de la convocatoria de un referéndum es democráticamente legítima, aunque la legalidad española no lo permita. Desde un punto de vista lógico es la legalidad la que debe adecuarse a la legitimidad y no al revés. En consecuencia, el referéndum se debería poder celebrar.

La posición del gobierno de la nación, como era de esperar, ha sido la contraria. En democracia, legitimidad y legalidad coinciden. Actuar legítimamente supone hacerlo de acuerdo con lo previsto en el ordenamiento jurídico en cada caso. En consecuencia, el Gobierno ha reaccionado recurriendo todas las iniciativas nacionalistas, fueran del tipo que fueren y tuvieran la naturaleza jurídica que tuvieren. Inicialmente las recurrió al Tribunal Constitucional exclusivamente, que le ha dado la razón en todos los casos de manera absoluta. A partir del referéndum del 9-N y, sobre todo, a partir del referéndum del 1-O, el gobierno español recurrió a la Fiscalía General del Estado y, a través de la misma, a la Audiencia Nacional y al Tribunal Supremo. De una manera limitada, tras el 9-N de 2014. De una manera extraordinariamente intensa, después del 1-O del 2017.

Política por un lado. Justicia constitucional y justicia penal por el otro. Estos son los términos en que se ha librado la guerra de guerrillas en las dos legislaturas. El gobierno de la nación le pondría fin de manera provisional con la activación del artículo 155, cuya aplicación se tradujo en la destitución del Gobierno y en la disolución del Parlamento. El nacionalismo se quedaba, aparentemente, sin los instrumentos para seguir librando la guerra de guerrillas institucional. Se quedaba sin instituciones desde las que fustigar al Estado.

Es probable que con esta decisión el gobierno de la nación considerara que podría poner fin a las hostilidades y que, con una aplicación contenida del artículo 155, que se traducía en la inmediata convocatoria de unas elecciones, se podría abrir espacio para iniciar conversaciones, en que el nacionalismo, una vez comprobada la esterilidad de su estrategia en las dos legislaturas anteriores, aceptaría moverse dentro del marco constitucional.

Es obvio que no ha sido así. La guerra de guerrillas no ha dejado de ser practicada en ningún momento. Ni siquiera durante la campaña electoral. La fuga de Carles Puigdemont y varios consejeros a Bélgica fue un paso en la internacionalización del conflicto en el terreno judicial, que no ha hecho más que complicarse desde entonces y que todavía no está cerrado. El desgaste para la justicia española en general y para el Tribunal Supremo en particular no está siendo menor.

Pero ha sido tras la celebración de las elecciones el 21-D y la constitución del Parlamento cuando las acciones de guerrilla han aumentado de manera significativa. Todo el proceso de investidura ha estado y sigue estando dominado por estas acciones. La propuesta de candidatos en la cárcel. La autorización de la delegación del voto de candidatos en el exilio. La modificación de la ley para permitir la investidura en ausencia de Carles Puigdemont… Y lo que vendrá de aquí al día 22.

La erosión institucional empieza a ser muy notable. Cataluña sigue sin presidente y sin poder ejercer el derecho a la autonomía. No está nada claro, además, que la elección de un presidente, en caso de que se produzca, suponga el levantamiento automático del 155. En todo caso, vistos los movimientos que se están produciendo en el proceso de investidura, todo hace pensar que la guerra de guerrillas institucional se reiniciará cuando el nacionalismo haya recuperado la presidencia de la Generalitat.

La erosión no es menos notable en el Estado. El gobierno español ha perdido completamente la iniciativa y está a merced de lo que decida el Tribunal Supremo, que, a su vez, está en una situación comprometida, ya que se puede ver desautorizado por la justicia de varios países europeos. A las dificultades ya conocidas para justificar ante jueces europeos que la conducta de Carles Puigdemont es constitutiva del delito de rebelión se suman las que está encontrando para justificar el delito de malversación, que está teniendo como derivada un conflicto larvado entre el juez Pablo Llarena y la Guardia Civil y el ministro Montoro y la Inspección de Hacienda.

Y esto no ha hecho más que empezar. Una guerra de guerrillas es un suicidio institucional. Ni el Estado ni la Generalitat pueden ganarla. La Generalitat en ningún caso. El Estado sí, pero poniendo fin a la democracia en España.

ARA