Gernika 1937 y la diócesis de Vitoria

El atroz bombardeo de la villa de Gernika, ejecutado por la Legión Cóndor alemana y la Aviación Legionaria italiana el 26 de abril de 1937, precedido por el de Otxandio el 22 de julio de 1936 y luego de Durango el 31 de marzo, fue uno de los episodios más trágicos de aquella injusta sublevación militar franquista contra el régimen republicano legítimamente establecido que destruyó el símbolo de la identidad de Euskal Herria y pretendió aniquilar toda resistencia vasca; pero que no logró sus objetivos fascistas. Su 80 aniversario reaviva la memoria de aquella criminal acción de guerra contra un pueblo indefenso y las falsedades encubridoras que siguieron a aquella masacre, atribuida por Franco a los “rojos-separatistas”. Entre ellas es importante recordar las posiciones contrarias que suscitó en la diócesis vasca de Vitoria que, entonces, incluía a Bilbao y San Sebastián.

El 11 de junio de aquel año, un sector del “clero vasco representado por el delegado episcopal y los párrocos de Bilbao y de los pueblos bombardeados por los facciosos”, hacía público un escrito en el diario Euzkadi “restableciendo la verdad sobre los inhumanos bombardeos de Durango y Guernika”. Firmado por varios sacerdotes, entre otros por el delegado episcopal, Ramón Galbarriatu, y por testigos oculares, estaba dirigido al papa Pio XI. Relataba la atrocidad de aquellos hechos y negaba su autoría atribuida al Gobierno vasco y sus soldados. Este escrito fue llevado a Roma por dos de los sacerdotes firmantes, Pedro Menchaca y Agustín Isusi. Allí se encontraba, ya desterrado, Mateo Múgica, obispo de Vitoria, quien les recomendó al cardenal Pacelli (futuro Pío XII) para que les recibiera y escuchara.

En contra de aquella denuncia de sacerdotes vascos, el Cabildo Catedral de Vitoria, con “unanimidad”, no tardó en enviar una carta al “Cardenal Primado de las Españas” denunciando la presunta representatividad de los firmantes del escrito. Achacándoles no protestar contra el “contubernio rojo separatista”, causa de “horribles asesinatos y sacrílegas profanaciones”, rechazaban la atribución de aquellos bombardeos “al Ejército salvador de nuestra Patria… Aquel ataque sólo debe ser imputable a quienes los dedicaron para usos profanos y guerreros”.

El cardenal acogió gustoso aquella carta y la trasmitió al Papa, como única verdad de lo ocurrido y de sus responsabilidades, “expresada con la serenidad y autoridad de la primera entidad eclesiástica de la Diócesis, como es el Cabildo Catedral”. En realidad, la primera autoridad era entonces el vicario general, Antonio Pérez Ormazábal quien, por su parte, pedía oraciones para que “el Señor se digne conceder a nuestro glorioso Ejército la victoria completa y definitiva sobre los enemigos de nuestra Religión y de nuestra Patria” … contra “esa bestia (el comunismo) que allí donde ha logrado posar su maldita planta no ha dejado mas que destrucción, ruinas y exterminio”. El mismo vicario reconocía, sin embargo, con motivo del mes de junio dedicado al Sagrado Corazón, aquella “lucha sangrienta entre hermanos… deje tras de sí un cúmulo enorme de odios”.

Por supuesto, en los boletines oficiales diocesanos de aquellos meses no apareció la más mínima mención a Durango y Gernika cuando, a los dos días de la destrucción de esta última villa, se celebraba con especial solemnidad la fiesta de San Prudencio, “ángel de la Paz” y se ponía la primera piedra de la supuesta casa del santo.

La jerarquía española, por su parte, bendecía la cruzada y guerra santa de Franco. En su Carta Colectiva del Episcopado Español (1.7.1937), firmada por la casi unanimidad del episcopado, salvo Mateo Múgica, el cardenal de Tarragona, Vidal i Barraquer, y Javier Irastorza, obispo de Orihuela, la calificaba como “movimiento cívico-militar… de sentido patriótico… para levantar a España y evitar su ruina definitiva… y como la garantía de la continuidad de su fe y de la práctica de su religión”.

El obispo de Vitoria, exiliado en Roma, ya había denunciado “la destrucción por los nacionales de las villas de Durango, Guernica, Munguía, Galdacano, por espantosos bombardeos destructores e incendiarios” y “los planes de exterminio que el ejército nacional preparó desde su levantamiento contra todo los que fuese o le pareciese que era nacionalismo vasco y hasta su idioma o lenguaje”. Sin embargo, ante un pueblo masacrado y reprimido tras la victoria franquista, su sucesor inmediato, Francisco Javier Lauzurica (1937-1943), nombrado administrador apostólico de la Diócesis de Vitoria, obispo de Franco, se expresó de la siguiente manera en su primera pastoral: “Así mismo deseamos vuestra total incorporación al movimiento nacional, por ser defensor de los derechos de Dios, de la Iglesia Católica y de la Patria, que no es otra cosa que nuestra madre España” (septiembre, 1937). Y no dudaba en afirmar: “Soy un general más a las órdenes del Generalísimo para aplastar al nacionalismo”.

Otxandio, Durango, Gernika, fusilamientos (recordábamos hace unos días, en un emotivo acto, a los 16 presos ejecutados en el puerto de Azazeta), encarcelamientos, destierros, persecuciones, quedaban impunes y legitimados o silenciados por un sector de la Iglesia, colaboradora y promotora d un beligerante nacionalcatolicismo. Mientras tanto, sacerdotes y laicos que, junto a tantas mujeres y hombres, lucharon, fueron encarcelados o murieron por defender a Euskal Herria, fieles al simbólico árbol de aquella villa masacrada por el odio y la venganza, quedaban sometidos a una dolorosa y larga represión.

Ante aquellos crueles acontecimientos, nuestras diócesis vascas, ahora enmarcadas por decisiones políticas en provincias eclesiásticas diferentes (Burgos e Iruñea), deben ser hoy memoria honesta, exigencia de verdad y reparación de todas las víctimas, camino de reconciliación y petición de perdón por aquellos silencios eclesiásticos culpables ante los crímenes contra Euskal Herria; y también, de reconocimiento de todas aquellas personas que durante la represión del franquismo lucharon por la libertad de su pueblo y fueron represaliadas por la misma institución diocesana.

Estamos viviendo estos días la esperanza generada por el desarme de ETA que abre nuevas perspectivas de avance en la resolución definitiva del conflicto. Desde el símbolo de libertad, dignidad e identidad de Euskal Herria que representa Gernika, en estos decisivos y cruciales momentos y desde la verdad íntegra de las causas y consecuencias del conflicto político, la Iglesia vasca sigue teniendo una específica responsabilidad, en fidelidad al evangelio, para reconocer el dolor causado a tantas víctimas, avanzar en la reconciliación, ayudar a sanar las heridas personales y sociales, contribuir a lograr la paz desde la justicia.

En este 80 aniversario, en solidaridad hoy con tantos otros Gernikas víctimas de un mundo en conflicto, de una “economía de exclusión e inequidad que mata”, en frase del papa Francisco, genera guerras interesadas para su beneficio y provoca millones de migrantes y refugiados, Euskal Herria quiere ser tierra de acogida para estas nuevas víctimas y seguir luchando por lograr la paz desde la justicia entre todos los pueblos de la tierra.

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