¿Y qué haremos con tanta fuerza?

La primera, mayor y más obvia novedad de la manifestación de este 11-S es que no hay novedad, que ha vuelto a ser como las anteriores. Es decir, que la gravísima represión sufrida este último año no ha afectado una capacidad de movilización que está consolidada tras siete años seguidos. O dicho de otro modo: la fuerza del independentismo ya no se demuestra por la excepcionalidad sino por un carácter permanente. Ilusionados o decepcionados; agradecidos o cabreados; desde el partidismo sectario o desde la demanda bienintencionada de unidad; desde la antipolítica o con ganas de dar la mano a nuestros políticos-héroes, la aspiración a la independencia no retrocede.

No se trata de una constatación independentista, sino de una evidencia empírica. Cuéntenlo, si quieren, con el número de horas que, entre todos, ayer dedicaron a manifestarse. Los participantes en la movilización están presentes con una gran diversidad de motivaciones y estados de ánimo que se constata en los gritos, la indumentaria -más allá de la camiseta oficial-, la poca o mucha disciplina a la hora de seguir la ‘performance’ del año o los aplausos a los diversos discursos generalmente largos, repetitivos, mucho más dramáticos que el estado de ánimo ambiental y, lo peor de todo, inaudibles para la gran mayoría. Suerte que este año la tradición anglosajona de los abogados vino a proporcionar momentos de gran estilo y emoción.

Sin embargo, dicho esto, la manifestación del 11-S también plantea más incógnitas que las que resuelve. La principal, la de saber cómo convertir en energía transformadora a través de la política institucional toda esta fuerza popular. En cierto sentido, la persistencia y magnitud de las manifestaciones son, al mismo tiempo, la constatación de un fracaso. Si se tratara de otro tipo de reivindicaciones, probablemente ya habrían producido cambios legislativos en el sentido de la aspiración reclamada por tanta gente. Con una sola ocasión hubiera bastado. Pero las concentraciones del 11-S expresan la realidad de un escenario político inamovible. El Estado español no puede responder si no es poniendo al descubierto su misma naturaleza colonial y represiva. Y las virtudes que han permitido hacer crecer el soberanismo, su carácter pacífico y democrático, le imponen unos límites que le otorgan una gran legitimidad pero una escasa efectividad. De modo que, si bien los de las vías pactadas han perdido toda credibilidad, los de la acción directa perderían su legitimidad en veinticuatro horas.

El otro gran desafío del 11-S -y del independentismo en general- es el del relato que lo acompaña, más retóricamente hinchado y con muchas contradicciones que capaz de generar uno propio y consistente. Obviamente, esto no es atribuible a la organización convocante, la ANC, sino a la misma dinámica heterogénea del independentismo cívico y político. En contra de lo dicho -que el 11-S sirve para esconder la división del sobiranismo-, yo creo que más bien lo exhibe más allá de lo que se corresponde con su realidad. La semana previa todos los implicados querían establecer su perfil, y al día siguiente todavía más. Desde mi punto de vista, ésta ha sido siempre una de las limitaciones de la ANC: demuestra una gran capacidad para movilizar y una habilidad justa para narrar, muy lógica atendiendo a su heterogeneidad interna. El caso es que, para bien o para mal, tampoco existe fuente alternativa alguna capaz de establecer un relato común capaz de cualquier hegemonía. Y lo digo para bien y para mal, porque no sé si un solo relato no sería más fácil de combatir que esta guerra de peleas, de naturaleza tan imprevisible.

En definitiva, la persistencia de la movilización del 11-S -y, no lo olvidemos, de todo el resto de concentraciones también masivas pero de naturaleza más reactiva y a la vez espontánea, y que este otoño no cesarán- asegura al independentismo una alta resistencia. Incluso desde la conciencia de que nadie sabe cómo habrá rematar la jugada, cómo se debería canalizar tanta fuerza o quién será capaz de encontrar el gesto democrático definitivo que dé salida a la aspiración mayoritaria de la ciudadanía más comprometida con el futuro de Cataluña y dispuesta a construirlo.

EL TEMPS