Vuelve el nazismo (1)

¿Qué es el nazismo? Un sistema basado en la negación de los derechos humanos a ciertos humanos mediante la violencia del Estado. De un Estado que recibe su legitimidad precisamente de esa capacidad de trazar un círculo dentro del cual están los suyos y los otros fuera. ¿Qué otros? Depende de las circunstancias, pero lo importante es esa inclusión y exclusión que hace a alguna gente sentirse protegida y justificar la violencia con quienes, por ser otros, pasan a ser alienígenos, y por tanto todo vale para mantenerlos a raya. Pero la frontera es movediza.

El dramaturgo alemán Bertolt Brecht señaló en tiempos de Hitler que “primero son los judíos, luego los gitanos, luego los homosexuales, luego los comunistas. Y luego tú”. ¿Por qué yo? Pues porque te opones al Estado y por tanto eres sospechoso de complicidad. Por ejemplo, en Hungría han aprobado una ley que condena a cárcel a quienes ayuden a inmigrantes indocumentados. Cuando perdemos nuestra humanidad según lo que decida el Estado (porque el Estado hace y deshace las leyes) todo es posible. Sobre todo porque para que el nazismo viva tiene que habitar nuestras mentes, alimentado por ese miedo al otro del que nacen las barbaries. Cuando Matteo Salvini, el nazi ministro del Interior italiano, llama a los refugiados del mar “carne humana” los niega como seres humanos. Cuando una periodista húngara zancadillea a una niña pequeña huyendo con su padre de las cargas de la policía fronteriza, está violando su inocencia. Y cuando cada vez más europeos se movilizan en favor de partidos cuyo programa es precisamente la negación del otro, están cavando la tumba del sueño de una Europa basada en valores solidarios de civilización. Porque lo que se aplica a los otros también se va aplicando a los inmigrantes europeos, como demostró el Brexit y como saben muchos inmigrantes españoles.

Y es que en el imaginario xenófobo-racista se confunden realidades muy distintas: inmigrantes, refugiados y minorías étnico-religiosas. Se aplica la exclusión y el término inmigrantes a personas nacidas en Europa, ciudadanos de un país europeo que pertenecen a minorías, en particular musulmanes. En Francia hay más de cinco millones de ciudadanos musulmanes, en la Unión Europea veinticinco millones. Y su proporción se incrementa por el diferencial de su tasa de natalidad. No vienen de fuera, esta es su casa. Pero se les exige asimilación cultural a los patrones dominantes. Por ejemplo, como vestirse para las mujeres. Negándoles un derecho fundamental: el derecho a su identidad religiosa a pesar de que la ciudadanía les otorga iguales derechos que a los demás. La islamofobia es el cáncer de las sociedades europeas, alimentada por prejuicios ancestrales. Son las manadas nativas quienes violan, no los moros. Todavía no hemos aceptado que Europa, como Norteamérica, es irreversiblemente multiétnica, multicultural y multirreligiosa. Lo pasaremos muy mal si seguimos estigmatizando a millones de conciudadanos.

Pero también es irreversible la inmigración laboral, tanto documentada como indocumentada. Y lo es porque el envejecimiento de la población europea requiere la renovación de la fuerza de trabajo y de la población en general. Sin la inmigración la población española ya habría iniciado su declive. Con consecuencias tales como la no sostenibilidad de la Seguridad Social, en la que el dato fundamental es mantener la relación entre activos y pasivos para financiar las pensiones. Y si somos cada vez más viejos pero también vivimos más, sólo la llegada de nuevos flujos jóvenes de trabajadores permite mantener el equilibrio. Mientras haya las enormes diferencias de desarrollo entre el norte y el sur del Mediterráneo, la presión migratoria continuará cualquiera que sea su costo humano.

Distinta es la cuestión de los refugiados. Refugiados de guerras y destrucción, sobre todo en Oriente Medio, en las que Europa tiene parte de responsabilidad. Fueron aviones franceses, guiados por radares estadounidenses, los que destruyeron el régimen de Gadafi y condujeron a Libia al caos actual. Y fue la intervención múltiple e injustificada en Irak y Siria lo que provocó el desplazamiento masivo de poblaciones que llamaron a las puertas de Europa para salvar sus vidas. Porque muchos refugiados vivían mejor en Siria o en Irak que en el éxodo actual. ¿Dónde están los principios de asilo del que nos beneficiamos los europeos, y en particular los republicanos españoles, cuando nos tocó a nosotros?

En fin, hay los refugiados del mar, esos miles (muchos menos de lo que parece) que se lanzan al Mediterráneo dispuestos a pagar con sus vidas su pasaje a una mejor existencia para sus hijos. Organizaciones humanitarias (y no mafias como se dice) intentan salvar a quienes están en peligro inminente y, de hecho, mueren en el empeño. Por su parte, los gobiernos se niegan a colaborar y se trasladan el problema mientras la gente muere. El PP que ahora critica el esfuerzo humanitario de Sánchez fue el que se negó en el gobierno a asumir la cuota de refugiados que le tocaba en el reparto europeo, de modo que menos del 10% de la cuota española de refugiados llegaron aquí, en comparación con el millón y medio en Alemania.

Entonces, ¿tendría que acoger Europa a la oleada de seres humanos cuyas vidas peligran? Pues, la verdad, es que sí, porque la alternativa es dejarlos morir. A partir del respeto al principio de socorrer a congéneres en riesgo de muerte, hay que articular políticas de cooperación europea, ayudas al desarrollo de otros países, mecanismos de acogida. Pero afirmando la humanidad de quienes llegan. Los esfuerzos de Sánchez, Macron y Merkel van en ese sentido. Pero chocan con otra oleada: la del nazismo en la sociedad que pervierte conciencias y alimenta demagogias políticas cada vez mas amenazantes, de Orban a Trump. Continuará.

Vuelve el nazismo (y 2)

MANUEL CASTELLS

El nazismo, más allá de coyunturas históricas, es un sistema de poder que articula ideología, política e instituciones para afirmar la prevalencia de una comunidad nacional en los términos definidos por el Estado. Su legitimidad proviene de una situación de emergencia en la que se justifica utilizar medios excepcionales para proteger a los que pertenecen a la nación contra las invasiones de los otros” Por eso cuando el primer ministro austriaco, Sebastian Kurz, líder de la Unión Europea a partir del 1 de julio, señala que su programa se centra en “proteger a Europa”, está definiendo Europa como una nueva nación en peligro, a imagen y semejanza de su programa de “proteger a Austria”, con el que llegó al poder mediante la alianza de su partido conservador OVP y el partido neonazi FPO.

No está solo en su cruzada para cerrar las fronteras de la Unión. Matteo Salvini, el fascista ministro del Interior de la Liga italiana, hoy partido mayoritario en los sondeos, acaba de afirmar, como informó este diario en una crónica de Anna Buj, que el proyecto es construir “la Liga de las Ligas de Europa”, contando con el apoyo del líder húngaro Viktor Orbán (que también habla de detener la invasión), así como de los dirigentes de Polonia, República Checa y Eslovaquia. A ellos se une la Baviera dominada por la CSU alemana, que ha provocado una crisis en la gran coalición de Merkel por el amago de dimisión de su jefe y ministro del Interior del Gobierno alemán, Seehofer, otro xenófobo. El ambicioso designio de Salvini es “unir los movimientos libres y soberanos de Europa”, tomando como referencia las elecciones al Parlamento europeo del 2019. Y para ello se enfrenta directamente a Macron y a Merkel, considerados traidores a la civilización europea.

Paradójicamente, los nuevos nazis se oponen a la Unión Europea para constituir un poder supranacional que limite la soberanía de cada una de las naciones. El punto de convergencia de este nuevo nazismo es la xenofobia, el rechazo a cualquier inmigración y, en particular, a los refugiados. Pero aún más la islamofobia, resucitando prejuicios históricos y pretendiendo excluir de la comunidad nacional a cualquier musulmán.

En una Europa aún recuperándose de los efectos de la crisis económica y las políticas de austeridad, temerosa del terrorismo islamista y aturdida por la velocidad de los cambios culturales y tecnológicos que experimentamos, la identificación del otro moviliza todos los reflejos defensivos y sirve de plataforma política, como tantas veces en la historia, a demagogos con el cuchillo entre los dientes. Porque la xenofobia se extiende a todos los países, a pesar de que se haya reducido notablemente el número de refugiados en las fronteras de la Unión. Y gana adeptos no sólo entre partidos de gobierno (Finlandia, ­Noruega) sino también entre partidos neonazis e islamófobos en todos los países, incluida Alemania, en donde Alternativa para Alemania ha pasado a ser la tercera fuerza política. Así como en países tradicionalmente tolerantes y acogedores como Holanda, Dinamarca o Suecia.

Puede pensarse que el problema se limita al control de la inmigración y, por consiguiente, no afecta a la dinámica política propia de cada sociedad. Sin embargo, la xenofobia, con su sempiterno acompañante el racismo, descompone la convivencia en sociedades que ya son multiculturales. Al tiempo que las tendencias autoritarias siempre latentes en el Estado aprovechan el miedo que anida en la ciudadanía y la alarma contra esta invasión, ficticia, del otro, para incrementar el poder burocrático y limitar las libertades. Por ejemplo, la Unión Europea ha advertido al Gobierno de Polonia por estar socavando la independencia del poder judicial y controlar cada vez más a los medios de comunicación.

Una situación semejante se está dando en Hungría. Y donde no llega el Estado, en un ambiente xenófobo, llegan las bandas de energúmenos amenazando a quienes defienden los derechos humanos. Es más, el nazismo, apoyado en el odio al extranjero, se extiende rápidamente a todos los ámbitos represivos tradicionales, en particular a la familia patriarcal y a la estigmatización de la homosexualidad. Salvini, el autoproclamado nuevo Duce, exige que la familia se base exclusivamente en la relación entre un hombre y una mujer, lo cual tiene repercusiones legales y fiscales.

¿Por qué no observamos un fenómeno semejante en España? Mucha de esta tensión estaba contenida en el Partido Popular, que ha desempeñado un papel de amortiguador, excepto en algunos líderes locales en Catalunya con pronunciamientos xenófobos. Pero hay distintas expresiones, como Plataforma por Catalunya en Vic o la prohibición de la burka en algunos municipios. En el ámbito español, el partido Vox, explícitamente xenófobo, por primera vez vuelve a aparecer en las encuestas nacionales de intención de voto.

Aprovechando la crisis con Catalunya, hay un repunte del nacionalismo español extremo que también se alimenta de la xenofobia latente en muchos sectores. Y se atisban amagos de utilización política del rechazo a los refugiados en pronunciamientos de dirigentes del Partido Popular y de Ciudadanos que ponen en cuestión la política humanitaria de Pedro Sánchez, para alentar los bajos instintos de la ciudadanía en su intento de recuperar un poder que creían atado y bien atado.

Hay quienes sugieren atenuar la defensa de los principios de humanidad para no exacerbar la xenofobia y alimentar el nazismo. La experiencia histórica demuestra lo contrario. Hay que enfrentarse a estos embriones de monstruos antes de que crezcan. Empezando por cada uno de nosotros, en cada conversación en nuestro entorno, corrigiendo errores, denunciando mentiras y teniendo el valor de decir que aún siendo españoles o catalanes no por eso dejamos de ser humanos. Y por tanto nos solidarizamos con otros humanos en peligro. Si así actuamos, el nuevo nazismo no pasará.

LA VANGUARDIA