Una ópera de tres centavos

En 1978, Robert DeNiro fue a visitar a Martin Scorsese a una clínica de desintoxicación en las afueras de Nueva York. DeNiro y Scorsese eran como hermanos. Habían filmado juntos Calles Peligrosas cuando nadie los conocía, habían alcanzado fama y gloria con Taxi Driver y venían de ser despedazados por hacer New York, New York. DeNiro no había padecido tanto porque él era el actor nomás, y New York New York era evidentemente una película de director, pero Scorsese había padecido un colapso triple: el fracaso de su película, la intempestiva partida a Europa de Isabella Rosellini, su novia de entonces, y su adicción a la cocaína. DeNiro no sabía con qué iba a encontrarse pero igual fue con un libro bajo el brazo. Scorsese lo esperaba con otro libro para regalarle. Los dos pensaban lo mismo: en el traslado al cine de ese libro que tenían entre las manos estaba la oportunidad de ambos para volver a la buena senda, a los buenos tiempos. El libro que Scorsese tenía para DeNiro era La última tentación de Cristo, de Kazantzakis. El que DeNiro le dio a Scorsese era la autobiografía del boxeador Jake LaMotta.

Dos días después DeNiro volvió a la clínica y le dijo a Scorsese que el libro de Kazantzakis no le decía absolutamente nada. Scorsese le contestó que a él le pasaba exactamente lo mismo con el de Jake LaMotta. Scorsese quería que Travis Bickle hiciera de Cristo, era una idea potentísima pero él estaba demasiado débil para defenderla. Y DeNiro tenía miedo de colapsarlo si le decía lo que realmente pensaba: porque, sin decirle nada, ya había pagado de su bolsillo los derechos para llevar al cine la vida de Jake LaMotta y no se le ocurría ningún otro director que pudiera filmarla.

“Pero yo no sé nada de box, nunca me interesó”, le decía Scorsese con un hilo de voz. DeNiro insistía, apelando al corazoncito itálico de su amigo: “Imagínalo como un gladiador que sale a la arena. Imagina toda esa gente que quiere verlo devorado por los leones”. Y le describía la capacidad sobrehumana de LaMotta para asimilar el castigo sin caer a la lona, las veces que había remontado con un KO providencial peleas que estaba perdiendo alevosamente por puntos. “Marty, sólo tú puedes transmitir lo que significaba LaMotta para nuestra gente. Te estoy hablando de un tipo que perdió cinco veces contra Ray Sugar Robinson y al final de cada pelea, con la cara tumefacta y sangrante, iba a abrazarlo y le decía al oído: Tampoco esta vez pudiste noquearme, Ray. Imagina un boxeador que pelea como si no mereciera vivir. Imagina lo que puedes hacer con la cámara cuando filmes cada golpe, las gotas de sudor y de sangre volando por el aire y salpicando los tapados de piel y los smokings de la gente en el ringside. Te estoy hablando de una ópera, Marty. Las peleas serán como las arias. Sólo tú puedes convertir esta historia en una ópera del Bronx”.

Hoy es difícil imaginar un DeNiro así, pero en aquel tiempo estaba prendido fuego: venía de hacer Taxi Driver y El Padrino, y mientras convencía a Scorsese hizo El Francotirador. A mí no me parece casualidad que, en El Francotirador, eligiera mal su papel y dejara que Christopher Walken se robase la película. Tenía toda la libido puesta en convencer a su hermano Marty para hacer juntos esa ópera del Bronx. Las palabras “ópera” y “Bronx” tocaron un punto neurálgico en la vapuleada humanidad de Scorsese. En New York New York había intentado que confluyeran sus ambiciones contrapuestas de ser un grande de Holywood a la manera de Vincente Minelli o John Ford y un transgresor a la manera de Fassbinder o Godard. La crítica le había hecho saber de mala manera que no se podía ser las dos cosas al mismo tiempo, pero él seguía creyendo que sí se podía, si el vehículo elegido era el correcto.

Recordemos aquellos tiempos: Bob Fosse acababa de filmar Lenny en blanco y negro, con Dustin Hoffman haciendo un Lenny Bruce monumental, y el gran éxito del año anterior había sido Rocky, una película de boxeo, una película de losers. En cuanto le dieron el alta a a Scorsese, DeNiro lo arrastró a un burlesque de la calle 47 donde La Motta hacía de patovica a cambio de que lo dejaran subir un rato al escenario, donde recitaba trozos de Shakespeare con su dantesco acento del Bronx, para las risotadas del público. DeNiro miró a su amigo. Scorsese ya estaba imaginando la película. Esa misma noche decidieron que había que filmar en blanco y negro, porque así era el box para el inconsciente colectivo norteamericano: como todos lo habían visto por primera vez, por televisión, en aquellas míticas peleas de sábado a la noche en blanco y negro.

Scorsese sabía que no cotizaba nada bien después de la catástrofe de New York, New York y de su internación para desintoxicarse. Pero tenía una película de boxeadores. Y tenía a DeNiro. Y tenía también a Paul Schrader, que era una garantía: venía de una racha de guiones exitosos desde Taxi Driver. Es decir que ya tenía su ópera de tres centavos. Schrader lograría sacar, de la tosca acumulación de confesiones que era el libro de La Motta, un guión que era un directo al plexo. Empezaba con un plano negro, ruido de gritos y muebles rotos y por encima un vozarrón que decía: “¡Acábenla de una vez! ¿Son animales o qué?” (El batifondo era La Motta fajando a su mujer embarazada). Y la última escena era en un calabozo, La Motta preso en Miami por chulear pibas de catorce, en su momento de mayor degradación, solo en aquel calabozo, donde procedía a masturbarse mientras murmuraba con la cabeza gacha: “No soy un animal, no soy un animal”.

Por supuesto, en el imaginario mundial, El Toro Salvaje es la película con la que DeNiro ganó un Oscar por engordar un millón de kilos para encarnar un LaMotta crepuscular, después de haber hecho todas las escenas del LaMotta boxeador con un cuerpo que era más fibroso y eléctrico que un cable de alta tensión corcoveando. La leyenda dice que DeNiro entrenó un año entero bajo la supervisión directa del propio LaMotta, que hizo más de mil rounds de guantes con sparrings que le bajaron varios dientes y a los que él les rompió una que otra costilla, que filmó contra reloj todas las escenas de LaMotta joven y a continuación se fue cuarenta días de caravana por trattorias de pueblo del norte de Italia, comiendo siete y a veces ocho veces al día hasta agregarle treinta kilos a su fibrosa osamenta de sesenta y cinco.

El Toro Salvaje es la última gran película de DeNiro y su último Oscar. Es también la última gran película americana de los años 70, además de ser la mejor película de box de todos los tiempos y la gran derrotada de los Oscar de 1980, donde perdió contra Gente como uno, y Scorsese cayó como mejor director contra Robert Redford. La leyenda dice que El Toro Salvaje perdió toda chance de Oscar cuando el loco John Hinckley quiso asesinar a Ronald Reagan bajo la influencia de Taxi Driver. Scorsese no quería ni ir a la entrega de los Oscars, finalmente asistió escoltado por agentes del FBI disfrazados de invitados, y se lo llevaron antes de que terminara la ceremonia. Había sido, una vez más, el gran derrotado de la noche. En el avión que se lo llevó de Los Angeles esa misma noche encontró consuelo releyendo por enésima vez su ejemplar recontrasubrayado de La última tentación de Cristo, sin saber que lo esperaban nueve años de penuria hasta plasmar en la pantalla grande esa preproducción mental que lo distrajo del fracaso en aquel vuelo nocturno de Los Angeles a Nueva York.

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