Un pragmatismo ingenuo

Interesantes y paradójicos, los tiempos que vivimos, en los que no hay nada políticamente más iluso que la defensa de las posiciones llamadas «pragmáticas» y nada más útil que hacer frente a los desafíos. Tiene gracia, porque los que ahora piden con urgencia un «gobierno efectivo» son los mismos que tratan de ingenuos a quienes confiábamos en la posibilidad de una ruptura democrática, de la ley a la ley. Y, aún, resulta desconcertante que sea la obsesión de efectividad lo que encalla el tablero político parlamentario, mientras que lo que lo mueve es la respuesta europea -que se suponía inútil- a la resistencia radical.

Que los que en octubre pasado hicieron el «golpe de autonomía» arrebatando al pueblo de Cataluña -los mismos que en España tardaron diez meses en formar gobierno, con repetición de elecciones incluida-, ahora nos apremia a tener un gobierno efectivo, es tan cínico como comprensible. El 155 les quema los dedos, y confían en que el gobierno que nos quieren imponer -tras encarcelar o forzar a exiliarse a quienes legítimamente votamos el 21-D- lo sea todo menos efectivo. Saben que la aceptación resignada por parte del Parlamento de la usurpación de los derechos civiles y políticos de los líderes que legítimamente deberían presidir el gobierno pesaría tanto que su acción lo sería todo menos efectiva. Como ha advertido Aznar en Valencia, el restablecimiento de la autonomía es una quimera. Y las peticiones de diálogo con el Estado, no nos engañemos, ya no serán para volver a hablar de pactos fiscales o reformas de la Constitución -que tampoco quieren-, sino para negociar la secesión y repartir pasivos y activos.

En cambio, encuentro menos comprensible que desde posiciones soberanistas se confíe en este tipo de pragmatismo que yo veo estéril, por imposible. Me recuerda los mismos mecanismos mentales que, cuando la vía autonómica ya se había demostrado cerrada a cal y canto, cuando ya era una vía muerta visto el fracaso del intento de reforma del Estatuto de 2006, aunque permitían defenderla y confiar que el Estado se daría cuenta del irreparable paso en falso que estaba a punto de dar de la mano del TC.

Ahora bien, si algo me rebela de las vías llamadas pragmáticas no es ni su ingenuidad, ni lo que puedan tener de autoengaño. No: lo que realmente me indigna es que, tal vez sin conciencia, desprecian el sacrificio de quienes han acabado en la cárcel y el exilio, el de todos los cargos del gobierno y la administración investigados, el de los cientos de alcaldes investigados o el de los cargos cesados, y desprecian el valor de los más de dos millones de votantes que los empujaron a esta durísima situación.

El tiempo hará balance -y quizás justicia- de tanto sacrificio. Pero, hasta que no llegue ese día, no es aceptable tirar todo el dolor a la papelera de la historia, que diría aquel. Al contrario, tengo el convencimiento de que este sufrimiento no sólo tiene un sentido político positivo, sino que es de una gran eficacia. Los efectos de la represión política no habrán sido sólo un daño colateral a lamentar, sino el alto precio pagado para alcanzar un no menos alto objetivo político. Aún más: creo que este es un coste necesario sin el cual ninguna victoria será posible. Y, en cualquier caso, no se puede reducir el sacrificio de todos estos hombres y mujeres a un mero error de cálculo sino que debe entenderse como la asunción voluntaria de un riesgo del que eran plenamente conscientes.

Es por todo ello que responder al valor de unos con la resignación «pragmática» de otros haría inútil el sacrificio y lo convertiría en una mera autoinmolación absurda, que es lo que quiere el adversario.

ARA