Un derecho permanente a decidir

La semana pasada hice un tuit irónico que decía: «Con esto del Castor debería ser suficiente para justificar que los españoles se quisieran independizar de España». Estábamos -y estamos- en medio de un clima informativo marcado por un nuevo informe del MIT que certificaba lo que ya todo el mundo sabía: la enorme peligrosidad sísmica del almacén de gas Castor. Además, se acababan de descubrir nuevos implicados en el asunto de corrupción vinculado al Canal de Isabel II de la Comunidad de Madrid, que incluye turbias presiones entre los grupos periodísticos que están envueltos en el mismo. Un asunto que, si se llega a saber completo, podría ser más escandaloso que todos los que le han precedido y que, si los aparatos represivos del Estado y sus cloacas no lo evitan, ahora sí, podría ser el golpe de gracia definitivo al partido que gobierna España.

Menciono estos dos casos porque son un indicador no de las miserias y codicias personales de otros casos más cercanos, sino de un sistema generalizado de corrupción política, de la debilidad de los controles democráticos para impedirla y, en definitiva, de la sumisión del Estado español a algunos putrefactos poderes económicos. Aquí no estamos sólo ante unos sátrapas codiciosos, que también, sino de una manera de ejercer el poder que se ha beneficiado de una cultura empresarial perversa. Genuflexiones contractuales a empresas constructoras que no asumían ningún riesgo, y utilización de empresas públicas para crear redes mafiosas con capacidad para corromper la independencia de los poderes propios del estado de derecho. Y todo ello bajo el aguacero de una crisis global que, al menos, habrá servido para desnudar los vicios locales.

Pero volvamos al tuit. Siguiendo las tesis otras veces mencionadas aquí de la ‘learned helplessness’ (la ‘indefensión aprendida’) de Martin Seligman, la del ‘banal nationalism’ de Michael Billig o la de la violencia simbólica de Pierre Bourdieu, es obvio que los estados crean un sentimiento de dependencia que parece natural y que, por tanto, no se pone nunca en discusión. A pesar de la brutalidad de los casos mencionados, los responsables de estos crímenes políticos parecen estar inmunes. Ni los ministros responsables de los contratos -Montilla, Clos, Sebastián, Soria…- del Castor (brutales sus declaraciones quitándose las pulgas de encima), ni el mismo Florentino Pérez (que ahora se muestra muy sensibilizado hacia la pobreza infantil), ni la señora Cifuentes (presente en las operaciones del Canal ahora investigadas), se sienten responsables. ¡Y a los españoles ni se les ocurre que puedan escapar de este estercolero!

Me interesa el caso no sólo porque, en tanto que español provisional, estos casos afectan directamente a mi bolsillo, sino porque cuesta entender que, si bien a los españoles ni se les ocurra huir, este tipo de dependencia resignada también se da entre algunos catalanes que, ahora que pueden, no se ven capaces de emanciparse, o no ven su necesidad. El pesimismo político que socava la esperanza en un país mejor, ilustrado en la nefasta frase «Todos los políticos son iguales», es uno de los peores adversarios que tiene la independencia de Cataluña. Por eso mismo es la línea estratégica principal que siguen los adversarios tanto del referéndum como de la independencia: «¡No lo lograréis, sois unos incompetentes!» Cierto: si no se confía en que una República Catalana nos proporcionará un buen gobierno y una profunda regeneración democrática, ¿por qué deberían asumir riesgos?

No se trata, pues, de vender escenarios idealizados anticipadamente, que aún provocan más escepticismo, sino de confiar profundamente en que los catalanes, en cada elección futura, decidirán lo mejor en cada momento. Un derecho a decidir, pues, que no se acaba en un referéndum, sino que, precisamente, lo ejerceremos plenamente al día siguiente de que gane el sí.

ARA