Turismofobia

Desde hace aproximadamente un año, en Barcelona, cada vez que en cualquier pared del casco antiguo aparece alguna pintada con el texto «Tourísts go home» o algo similar, determinados medios de comunicación se rasgan las vestiduras. Si uno o dos ociosos o frikis cuelgan en YouTube un vídeo en el que muestran cómo pinchan las ruedas de una bicicleta de alquiler, los defensores del orden claman que los «radicales» quieren acabar con la principal actividad económica de la ciudad. Y si, como sucedió el verano pasado, cinco activistas lunáticos -lunáticos y equivocados, tal como dije en ese momento- atacan un bus turístico, entonces ya hay gente (columnistas, políticos o bien hoteleros) que hablan de «terrorismo» y, a través de la CUP, lo aprovechan para acusar a todo el independentismo de querer matar la gallina de los huevos de oro.

Y sí, es posible que algún visitante impresionable se sienta golpeado por una pintada antiturismo; y sin duda las tres decenas de pasajeros que viajaban dentro del bus atacado en 2017 pasaron unos minutos desagradables, que por suerte no se han repetido en las ‘performances’ de hoy, de carácter pacífico. Pero hay situaciones que incomodan, perjudican y enfadan infinitamente no sólo a unas decenas, sino a cientos de miles de personas, tanto forasteros como locales. Y, sin embargo, ningún guardián del ‘statu quo’ no se escandalizan ni suele denunciarlo, ni en la tribuna institucional ni en el terreno mediático.

Pienso, por ejemplo, en el problema de Vueling. Hace meses que los vuelos de la compañía hegemónica en el aeropuerto de Barcelona acumulan retrasos de salida y de llegada; los retrasos de 60, 90 o más minutos son tan habituales que, cuando la demora es de media hora, los pasajeros se sienten unos afortunados. Eso por no hablar del mísero ahorro de costes consistente en no utilizar ‘fingers’ y obligar a los usuarios a incómodos y largos desplazamientos en autobús hasta el otro extremo de la pista. Así se entiende fácilmente la noticia que recogía el ARA el lunes 2: según cifras de Eurocontrol, el Prat es el aeropuerto europeo que acumuló más retrasos durante el mes de mayo, en espera de los datos de junio. ¿Esto no es turismofobia?

En esta materia, el panorama para los próximos dos meses no parece muy optimista: a los problemas estructurales de Vueling hay que añadir la convocatoria de una huelga de los tripulantes de Ryanair para finales de julio, y sobre todo el paro previsto del personal de tierra de Iberia (facturación, embarque y desembarque, carga y descarga de equipajes…) durante lo que los franceses llaman ‘la chasse croisé’ de julio-agosto. Todo ello, sin perder de vista a los simpáticos controladores aéreos de Marsella…

Pero no son sólo empresas privadas las que castigan a los turistas que el área de Barcelona recibe o emite. También hace su papel el ministerio de Fomento a través de la delegación de Carreteras del Estado: sin ir más lejos, que el pasado viernes, día 6, a las doce de la noche la calzada de la autovía B-23 en dirección a Molins de Rei tuviera cortados por obras tres de los cuatro carriles, lo que provocaba atascos inverosímiles a esas horas, es una situación inimaginable en cualquier otra área metropolitana y aeroportuaria similar de la Europa occidental.

Los hoteleros barceloneses se manifiestan preocupados por la caída del empleo en sus establecimientos y por la pérdida de calidad que aseguran que observan en el turismo que recibe la ciudad; y critican -a mi juicio, con toda la razón- la competencia desleal de los apartamentos turísticos. Pero, en cambio, no veo que se pongan serios ante la actuación ya cronificada de Vueling, o que exijan a Iberia evitar al precio que sea necesario la anunciada huelga de su personal de tierra. Y, claro, resulta difícil que el aeropuerto más impuntual de Europa atraiga visitantes de gran calidad, si saben que corren el riesgo de quedarse colgados en un vestíbulo durante horas, esperando que salga su vuelo retrasado o que aparezcan sus maletas.

La semana pasada se presentó en sociedad una nueva plataforma cívico-vecinal que se llama ‘Nosotros, Barcelona’ y que encabezan una decena de mujeres relevantes en diversos ámbitos. Inspirada, al parecer, por el Gremio de Restauración de la ciudad, su manifiesto fundacional viene a reclamar al Ayuntamiento una gestión más ‘business-friendly’ y, entre otras cosas, considera imprescindible condenar cualquier acto de violencia contra el turismo o contra cualquier actividad económica (siempre que sea legal, supongo). Es decir, que aquellos incidentes del 2017 de la bicicleta pinchada y el bus asaltado siguen sirviendo de espantapájaros…

Comparto sin reservas el rechazo a cualquier violencia; y, al mismo tiempo, me pregunto si es más grave, más agresivo, el ridículo ‘bicicleticidio’ del verano pasado o el maltrato moral, el desprecio psicológico y el cabreo que han acumulado y acumularán miles y miles de viajeros en el aeropuerto barcelonés. Porque, con franqueza, distinguidas señoras de ‘Nosotros, Barcelona’, cargar contra Arran, la CUP e incluso la alcaldesa Colau no es difícil. Hacerlo contra Vueling, Iberia, Aena, Fomento, etcétera, esto ya tendría más mérito.

ARA