Todo, porque somos una nación

Hace un par de semanas Héctor López Bofill publicó un artículo en ‘El Punt Avui’, «Nacionalizar Cataluña», en el que reivindicaba la inexcusable cimentación nacional de la aspiración a la independencia. Estoy tan de acuerdo que me propongo extenderme en esta idea, que, además, me permite hacer memoria sobre el porqué de las cosas y nos recuerda cuál debe ser el objetivo final e irrenunciable.

López Bofill denunciaba el actual discurso que supedita la soberanía a su legitimidad democrática, condicionándola a los resultados de un referéndum. Y también lamentaba el supuesto de un independentismo no nacionalista que -esto lo digo yo-, siendo más táctico que otra cosa, para hacerse querer busca argumentos en las ventajas sociales y en la república como modelo de Estado. Tiene razón. Primero, porque el derecho a la autodeterminación de los catalanes no se agota en un referéndum, se gane o se pierda, sino en nuestra condición nacional sostenida a lo largo del tiempo -y tiempos muy difíciles- por una terca voluntad colectiva. La nación, en una expresión de Herrero de Miñón que siempre me ha gustado, es el a priori de la democracia. No hay democracia sin un pueblo que se quiera gobernar a sí mismo. Invertir el orden de los factores es confundir el derecho a la soberanía con el procedimiento necesario para que sea reconocida por terceros. Es decir, si al final de este proceso no se alcanzara la independencia, no por ello perderíamos el derecho mientras siguiéramos luchando por la nación de los catalanes. El derecho a la soberanía política sólo podría extinguirse con la desaparición de la nación.

En segundo lugar, es cierto que la humillación a la que nos sometió España con el fracaso de la reforma del Estatuto, además del inmemorial y sistemático maltrato económico, desencadenó el abandono del victimismo en que se refugiaba el catalanismo autonomista y la superación de los miedos que se derivaban del mismo. El abuso hizo ver con claridad que la Constitución era una ratonera y el Estatuto una vía muerta, como escribí en ‘El camino de la independencia’ (2003). Ahora bien: todo esto no habría derivado en una clara aspiración a la independencia si no fuera por la previa condición nacional, sostenida principalmente -como ahora se olvida- por la lengua y la creación cultural, gracias a una sociedad civil incombustible. Una condición, la de ser nación, que es lo que España impidió que fuera reconocida a toda costa en la reforma del Estatuto. Ser o no ser nación es el meollo del conflicto, como saben muy bien en España, mientras que aquí hay quien aún no lo quiere entender.

He repetido de vez en cuando que querría la independencia incluso si España nos tratara con besamanos y también, si fuera el caso, si nos hubiera de traer unos años de dificultades económicas. Sé que el país acabaría saliendo con éxito: creo profundamente en este admirable país. Pero la emancipación -la personal y la nacional- no tiene precio. O mejor dicho: al ser el fundamento de toda dignidad, es tan valiosa que merece los mayores sacrificios. Si, además, la independencia lleva la esperanza de más democracia, más justicia social, más prosperidad y más libertad, ciertamente es un buen aliciente que puede ayudar a decidir a los más temerosos.

Así pues, no perdamos de vista que no hemos llegado donde estamos por avidez económica, ni nos han llevado unas luchas sociales que, por si alguien se engaña, no acabarán con la independencia. Estamos porque hemos querido ser una nación a todos los efectos. Nuestro grito revolucionario, lo que nos ha guiado hasta aquí, siempre ha sido «¡Somos una nación!» Un Estado sin nación -un aparato de poder sin pueblo- sería políticamente insostenible. No hay ninguno en el mundo, nadie renuncia a la nación. El Estado necesita la nación. Pero, tengámoslo también muy claro: sólo la nación puede domesticar al Estado y evitar que se convierta en un monstruo.

http://m.ara.cat/opinio/Salvador-Cardus-tot-perque-som-nacio_0_1700229969.html