Tabàrnia

Uno de los personajes de ‘Incierta Gloria’ explica que durante la guerra civil una empresa colectivizada insertó un anuncio en la Publicidad para encontrar un socio capitalista. La anécdota es real, como lo es la de aquella otra empresa colectivizada, donde uno de los nuevos gestores dijo a sus compañeros: ‘Ahora podremos subirnos el sueldo todo lo que queramos’. El tiempo no pasa en balde, pero la tontería es eterna. Con motivo de los acontecimientos del pasado octubre, la cadena de televisión Arte emitió un reportaje sobre la fractura de la sociedad catalana a raíz del referéndum. El reportero entrevistaba, entre otros, a una familia del cinturón de Barcelona. En esta entrevista llama la atención el relevo ideológico entre generaciones, como si la experiencia no contara. Los padres son parte del aluvión migratorio de los años 60-70, pero los hijos ya han nacido en Cataluña. El 8 de octubre estos jóvenes tomaron la bandera española para ir al centro a sumarse a la manifestación unitarista. Ni la escuela (que supuestamente adoctrina), ni la convivencia con los autóctonos (que poco o mucho les habrá influido), ni los medios de información catalanes (que pueden ser despreciados pero no ignorados) les han suscitado un mínimo sentimiento de pertenencia a la cultura que rodea los barrios y las ciudades que ellos han transformado con su presencia. En estos jóvenes no encontrarán ningún signo de identificación con el país, salvo una vacía afirmación de catalanidad subordinada y en definitiva accidental, una identidad que esgrimen nominalmente cuando hay que neutralizar el sentido de lo que históricamente ha sido y es la catalanidad. Invocan desvergonzadamente la ‘Cataluña real’ o ‘la Cataluña de todos’ para arrasar lo que aún subsiste de la personalidad de un país milenario. Estos catalanes sobrevenidos contemplan el territorio como un erial que les esperaba precisamente a ellos para convertirse en lo que aspiran a hacer: una sociedad a imagen y semejanza de la que abandonaron sus padres o sus abuelos, sin darse cuenta de que el incentivo que les trajo y les retuvo aquí era justamente la diferencia que combaten. El ideal de una Cataluña sin catalanes, o, lo que es igual, una Cataluña españolizada, es, más o menos, como el de una empresa que se ha deshecho del ‘socio capitalista’, una cucaña donde unos seudo-catalanes de invencible vocación provinciana podrían subirse el sueldo tanto como quisieran antes de quebrar.

Esto, que vale para España en su afición de matar la gallina ponedora, vale aún más para el presunto país de Tabàrnia. La simple idea de la segregación de barrios del entorno de Barcelona es una payasada alegremente representada por el bufón de la corte, que adecuadamente reside en Madrid. Una farol en el que no cree ni quien lo ha inventado. Una farol por otra parte no muy original, pues en plena guerra civil los anarquistas ya habían colgado aquella ignominiosa pancarta a la entrada de Collblanc con la leyenda: ‘¡Cataluña termina aquí! ¡Aquí empieza Murcia!’ ¡Tan poco que les habría costado volver a Murcia! El mismo hecho de no volver ya desenmascaraba su insolencia y desinflaba su pretensión, nunca llevada a cabo, pues años después en ese barrio no quedaba nada murciano.

El tiempo pasa, sí, pero a ciertos efectos parece que no se moviera. Murcia ya no es un referente de ruptura en Cataluña y ha sido necesario inventarse una provincia inexistente para referenciar una falsa nostalgia fruto del resentimiento de la propia diferencia. Pero la integración, a la que algunos renuncian de forma tan violenta, la han tenido siempre al alcance, como la puerta de la ley a la parábola de Kafka, que sólo se cierra cuando muere el interesado. Como aquellos murcianos de los años 20 y 30, de los que no queda ni rastro ni mención, muchos españoles llegados a Cataluña en los años 60 y 70 terminaron haciendo lo más decente que puede hacer el emigrante: integrarse en la sociedad de acogida. Por lo menos, procurar integrar en ella a los hijos, que también son hijos de donde nacen. Nada de más tétrico que preocuparse en hacer ciudadanos del pasado, condenándolos a ser extranjeros en su entorno. Nada más cínico que convertirlos en peones del genocidio cultural perseguido por el Estado. Ni nada más ridículo que revolverse contra la concreción de la vida allí donde uno la encuentra, oponiéndole una trascendencia fatua, como hace quien para parecer más alto trepa sobre el taburete de identidades superpuestas en orden de abstracción creciente (‘yo soy catalán, español y europeo’) y terminan identificándose como tabarneses, o como charnegos, que es la forma definitiva de hacerse el despistado. El problema es que esta pirámide invertida no se soporta. No hay una identidad europea superior a la catalana; existe la modalidad catalana de europeidad. Después de todo, los exhibicionistas de identidades expansivas, los superidentitarios, se embarcan en una desrealización progresiva, sustituyendo la realidad por un concepto. No es ninguna otra cosa la fantasmada de Tabàrnia.

En estos casos, la ficción se revela como la esencia de la propia biografía. Aquel buen padre de familia entrevistado por Arte afirmaba sin sonrojarse que ellos, los de fuera, habían hecho Cataluña. Lo sustanciaba diciendo que cuando él llegó no había nada, salvo unas casas de pescadores. En algunos ambientes el mito de la Cataluña construida por los inmigrantes ha alcanzado la condición de dogma. La pregunta consiguiente se plantea sola: ¿cómo es que no levantaron esta misma Cataluña allí donde estaban, sin necesidad de mudar de país? Si por construir se entiende literalmente poner ladrillos y hacer encofrados, hay que convenir que, efectivamente, los inmigrantes levantaron muchas casas y transformaron pueblos en ciudades urbanísticamente muy dudosas. Será Tabàrnia el purgatorio de los pecados urbanísticos cometidos por un infausto intercambio, bendecido por el régimen franquista, entre capital catalán y miseria española?

Con el tiempo muchos de los inmigrantes procedentes de aquellas olas se solidarizaron con un país que los aceptaba y, para la mayor parte, los trataba con consideración. En muchos casos el agradecimiento anidó en los corazones y los cerebros, y hoy, a través de los hijos y los nietos, devuelven al país la oportunidad y el respeto que recibieron. Muchos de los que el pasado octubre pusieron la cara entre las porras y las urnas para defender la democracia de todos llevaban apellidos de origen español, y si los había de primera generación, aquel gesto de amor al país y de respeto a su gente los arraigó definitivamente.

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