Sin novedad en el frente libanés

Se empeñan los analistas internacionales, cuando se trata de explicar países como Libano, en concentrarse en aspectos más generales de su política, olvidando, o lo que sería peor, desdeñando la realidad de la intrahistoria cotidiana de sus habitantes. En las últimas elecciones se destaca que con el éxito de la organización chií Hizbulah, aliada al presidente cristiano Michel Aoun y su Corriente Popular Libre, aumenta la influencia de Irán y de Siria, como si los libaneses no tuviesen cada día urgentes problemas que resolver, desde temas económicos como la muy arraigada corrupción de sus élites gobernantes hasta los cortes injustificables de la electricidad o la recogida de basuras, que hace un par de años provocó un gran movimiento de protesta convertido en el principio de la impugnación de su sistema político. Fue entonces cuando surgieron algunos grupos de la llamada sociedad civil que trataron de expresar su frustración, llegando a presentar sus candidaturas, que aspiraban a quebrar las prácticas de esta república basada en el sistema de reparto confesional, en las últimas elecciones municipales. Su fracaso se ha repetido ahora al imponerse la fuerza de los partidos tanto musulmanes como cristianos, los zaims o notables, los políticos de siempre, rompiendo las ilusiones de modificar el statu quo. Desde su independencia se estableció, refrendado por el acuerdo de Taif, que los escaños en el Parlamento se repartirían entre cristianos y musulmanes.

La inicial desconfianza del electorado sobre la posibilidad de cambiar las reglas del juego confesional se confirmó por su escaso interés el domingo pasado en ir a las urnas. Entre el electorado se contaban 800.000 jóvenes que podían por primera vez ir a votar. Señalaría que esta vez se presentaron 110 candidatas y que podría haber más mujeres que antes en la Asamblea Nacional de la plaza de la Estrella. La candidatura de la escritora Jumana Hadad y de Paula Yacubián es un significativo ­paso adelante en medio de la infranqueable cerrazón del sistema en vigor. De nuevo se han agostado las ilusiones de cambios. La costumbre de los “hombres llave”, en cuyas manos tribus y grandes familias depositan su confianza a la hora del escrutinio, la compra de votos, la intimidación a veces armada, no se ha podido extirpar. El disciplinado partido Hizbulah, con su aguerrida rama paramilitar, supo aplastar a los chiíes levantiscos que trataban de disputarle su hegemonía. Pocos días antes de estas elecciones, el Gobierno de Marruecos había acusado a Hizbulah de enviar armas al Frente Polisario en el Sáhara.

Muchos libaneses creen que Hizbulah, el Partido de Dios, al combatir en Siria con el ejército de El Asad contra los rebeldes, ha expuesto al país a las represalias de los grupos radicales suníes y ha ahondado las divergencias con la comunidad suní libanesa. Aun así, el Partido de Dios continúa siendo la primera fuerza política de Líbano, y su secretario general, el jeque Nasralah, tiene el mayor poder de convocatoria. “Las elecciones –ha dicho el diputado Nayaf Musaui– decidirán la identidad de Líbano”. Pero es precisamente esta pretensión lo que nunca aceptarán millones de libaneses que no quieren que Beirut sea el Hanói de Oriente Medio sino su Hong Kong, dada toda la gran variedad de sus estilos de vida y de sus religiones. Como escribía la poetisa Ethel Adnan, “en vez de comprar votos, de pronunciar hueros discursos, de alimentar el odio, sería conveniente que los candidatos tuviesen proyectos pragmáticos, y que nos hicieran saber con qué medios podrán ejecutarlos. Que no nos digan que quieran ser elegidos para proteger a los cristianos o velar por los intereses de los chiíes o de los drusos. La emigración de los jóvenes y menos jóvenes afecta a la vitalidad de todo el país, que se va despoblando de libaneses y rebosa cada vez más de extranjeros”.

Dos grandes temas aguardan al nuevo gobierno –que podría volver a presidir Saad Hariri–: la nauseabunda corrupción y la situación explosiva de más de un millón de refugiados sirios en un territorio de sólo 10.000 kilómetros cuadrados. Mientras que la comunidad internacional no tiene prisa de que regresen a Siria, los libaneses se afanan por que puedan ir retornando gradualmente a su país, temiendo que, como ocurrió con los palestinos, se implanten para siempre en su frágil república.

LA VANGUARDIA