Señores Reyes, ¡mando único!

Los procesos de emancipación nacional son nacionales. Es decir, son únicos, singulares y no son idénticos a ninguna otra situación ya que, en este caso, dejarían de ser nacionales. Se trata de una obviedad que, demasiado a menudo, olvidamos y tendemos a caer en un mimetismo alejado de nuestra realidad y, en ocasiones, nos limitamos a copiar y hacer seguidismo de lo que han hecho o hacen otros, casi al pie de la letra. Esto no quiere decir que no podamos aprender de otros y extraer lecciones útiles para nuestra causa, tanto en cuanto a desterrar los errores cometidos para no repetirlos, como para aprovechar los aciertos que, tal vez, pueden adaptarse a nuestra manera de ser y nuestras características como pueblo, como sociedad nacional diferenciada. Los combates por la libertad de la patria y la dignidad humana no son propios sólo de los procesos de descolonización o de las luchas por la independencia nacional en un contexto político diferente, sino que también se producen en el caso de la oposición a la ocupación de un país por otro, generalmente en el marco de un conflicto bélico.

Los procedimientos de liberación, lógicamente, son diferentes en todas partes, Pero sí -con la excepción de la separación de Suecia y Noruega, así como de Chequia y Eslovaquia, llevados a cabo por vías pacíficas y democráticas- en muchos otros casos han culminado con el acceso a la estatalidad independiente o bien con la expulsión del ocupante, mediante el uso de la fuerza, es decir, por la vía armada en forma de guerrilla o de ejército convencional o no. Desde Irlanda a Cuba, de Argelia a Mozambique pasando por Vietnam. O bien por Francia, durante la ocupación nazi, en plena II Guerra Mundial. En este caso se luchaba por recuperar la plenitud de la soberanía nacional y la independencia política como Estado. No se trataba, pues, exactamente, de un contexto clásico de opresión nacional sobre un pueblo que quería emanciparse y ejercer su derecho a la autodeterminación. Pero, en la práctica, una simple lectura de los textos surgidos de la resistencia francesa se inscriben en la lógica tradicional característica de los movimientos independentistas y las apelaciones a la libertad de la patria son las mismas y se revisten de la misma épica colectiva y simbólica.

En los maquis de la resistencia francesa no sólo participaron franceses, sino también luchadores de otros países, convencidos de que la libertad de Francia era indispensable para el triunfo de la libertad y la derrota del fascismo en todas partes. Así, junto a los y las resistentes con la boina característica, se unieron al mismo combate republicanos huidos del franquismo, antifascistas italianos, antinazis alemanes, inmigrantes polacos, ucranianos y armenios, entre otros, como los catalanes Joan Baptista Bellsolell, director de cine y tirador de precisión contra capitostes nazis o el maestro Lluís Gausachs, futuro secretario de Josep Tarradellas. Desde el punto de vista ideológico y de creencias, la resistencia francesa integró judíos, protestantes y católicos, demócrata-cristianos, socialistas y comunistas e, incluso, antiguos colaboradores del régimen colaboracionista de Vichy, como François Mitterrand. Todos ellos tomaron las armas en defensa de Francia, sin preguntarse mucho qué votaban sus compañeros o qué religión profesaban si es que tenían alguna. Sabían contra quién y contra qué luchaban y a favor de qué causa exponían sus vidas. Distinguían entre el enemigo a vencer, perfectamente identificado e identificable, y los adversarios electorales a superar en el futuro de normalidad democrática, adversarios que, en aquellos momentos, eran compañeros de trinchera. El héroe de la resistencia francesa fue Jean Moulin, nacido en Béziers, occitanoparlante e hijo de un poeta en esta lengua, ambos de ideología radical-socialista. Fue a él a quien el general De Gaulle encargó la unificación de mando de la resistencia al invasor nazi. El general Charles De Gaulle dirigió la acción de las Fuerzas Francesas Libres desde el exilio, ya que no podía hacerlo desde su propio país.

No todo el mundo que lucha por la libertad de su país tiene el mismo modelo de sociedad, ni comparte una misma ideología política, ni adopta un criterio idéntico sobre la cuestión religiosa y la laicidad, pero sí que todo el mundo confluye en un objetivo: la independencia del propio país. Sin embargo, si se quiere convertir en realidad esta aspiración es absolutamente imprescindible disponer de un mando único. Así ha sido en Cuba y en Vietnam, en Angola, en Argelia y Francia, en todas las partes del mundo que han luchado por lo mismo que se supone que luchamos nosotros. Continuar funcionando con ‘cada maestrillo tiene su librillo’, como hasta ahora, yendo cada uno a la suya, es garantía segura de derrota, de desorientación y de desánimo permanente. Necesitamos un mando único, capaz de coordinar la acción de un movimiento independentista felizmente plural, pero cuya pluralidad no puede convertirse en sinónimo de improvisación, ‘amateurismo’, desorganización y fracaso. Si el objetivo es, de verdad, el mismo, no debería ser tan difícil disponer de una estrategia unitaria en todos los ámbitos, circunstancia que incluye pactar también las discrepancias puntuales y las singularidades políticas y electorales.

La vía catalana no es armada, no es violenta, no es militar, sino pacífica, política, democrática. No hay situaciones comparables, pero empieza a ser ya una tragedia ir por la vida como si fuéramos el ejército de Pancho Villa, unos hacia el ‘levante’ y los otros hacia el ‘garbí’ (suroeste), como dirían los pescadores de Cambrils. Nosotros no tenemos ejército, pero España, sí. Tenemos un pueblo magnífico, constante, persistente, valiente y decidido, pero huérfano de directrices claras y no contrapuestas. La lingüista Silvia Senz, en un tuit, se quejaba reclamando, en un lenguaje comprensible, que nos encontrábamos a la hora del «¡Señor, sí, señor!». Era una forma de decirlo, porque, mientras tanto, el mando único, el señor o la señora, no se ven por ninguna parte. Y no hablo de liderazgos unipersonales, en absoluto, sino de un verdadero estado mayor, que lo sea por los hechos y no por el nombre. ¿Queremos ganar, realmente? Pues, hagamos lo que tenemos que hacer. Quizás si se lo pedimos a los Reyes de Oriente lo lograremos…

EL MÓN