¿Salvará la cultura a las ciudades?

Entiendo que cualquier debate sobre cultura en Barcelona requiere situar la reflexión en el momento en que vivimos, no sólo en Barcelona sino en el escenario global. Y no sólo en la coyuntura concreta que ha marcado el procés o la profunda crisis económica que atravesamos, sino en un marco de cambio de época. En ese escenario, la ciudad vuelve a estar en primer plano. Aunque resulta difícil referirnos a un modelo de ciudad. Todas las ciudades buscan su propio camino en ese marco de incertidumbre general.

Más globalización y también más localización convierten a la ciudad y su entorno en el sitio en el que las cosas ocurren. Un espacio de posibilidades y como tal un espacio de conflictos. Hablar de ciudad ha sido siempre sinónimo de hablar de capacidades y de carencias. En la ciudad se enfrentan relatos distintos sobre qué futuro es deseable y desde dónde encarar las posibles salidas. Culturas de la competencia y de la colaboración, de memoria o patrimonio, pero también de innovación y alternatividad. Culturas establecidas y culturas ocultadas o emergentes. Hablar de cultura urbana o de cultura de ciudad inevitablemente nos lleva a hablar de valores, de política.

Ciudad

El concepto de ciudad ha tenido y tiene muchas acepciones. La más evidente es la que relaciona ciudad con lugar. Como lugar específico, con particularidades espaciales de centro y periferia, con densidades propias. Ciudad como conjunto de objetos, edificios y espacios. Diferentes ciudades tienen diferentes constelaciones de elementos. Ciudad como conjunto de prácticas sociales que se configura a lo largo de los años. Ciudad con memoria y memorias de distintas ciudades. No hay un único texto, un único relato de lo que es una ciudad.

Pero la ciudad no es sólo un lugar. Va más allá. La ciudad alberga dinámicas no directamente visibles. La ciudad cobija un gran conjunto de intercambios y flujos. Es por tanto lugar de intermediación y de transferencia. Fluyen ideas, datos, informaciones varias y también intereses y dinero. Y no sólo eso. En ese espacio se concentran sentimientos. La ciudad como escenario en el que la gente vive, ama, sufre, cuida. Sin olvidar esa otra ciudad que atesora creencias, valores, y que precisamente hace que distingamos a una ciudad de otra. Lo que es aceptable en una ciudad, no lo es en otra. Lo que a una ciudad le enorgullece, en otra puede ser visto como una anomalía a corregir.

Hablábamos de memoria y memorias. Por tanto, ciudad también como tiempo. Las ciudades han sido, son y serán. Memoria, presente y futuro. Las ciudades se mueven con ritmos distintos, según atiendan más a una dimensión que a otra. Permiten moverse rápido y despacio. Tienen ciclos y rutinas, pero también sorpresas. Sitios para contemplar, sitios para cambiar. Las ciudades son historia. Pero sus distintas gentes, sus distintos lu­gares tienen sus propias historias. Nunca las mismas, nunca prede­cibles, pero persistentes. En definitiva, como decía Lefebvre, la ciudad es una gran máquina de posibilidades.

Flujos e interacciones

¿De qué hablamos pues cuando nos referimos a cultura y ciudad? Hablamos de cultura de ciudad, pero también de cultura urbana. De ciudad cultural y de política cultural.

Hay diferentes ciudades para distintas gentes. No tenemos por qué confundir la ciudad con la representación que cada uno tenemos de ella. Postulamos una ciudad en la que espectador y actor puedan intercambiarse constantemente. El carácter urbano de esa producción e intercambio cultural es relevante para poder pensar en términos de cultura y ciudad.

La ciudad se construye y se delinea desde las intenciones que sobre ella tienen distintos actores con recursos de poder, sean estos financieros o tecnológicos. Las instituciones tienen la obligación de regular esa dinámica desde sus posiciones de valor. Pero más allá de esos diversos planes e intenciones, al final es la gente, los distintos individuos y colectivos, los que hacen o no suyas esas intenciones. Improvisan o siguen el plan. O ambas cosas a la vez. La cotidianidad, las distintas formas de usar, in­corporar, tomar la ciudad, acaban generando culturas urbanas específicas.

El plan de cada ciudad vendrá por tanto determinado por factores sociales, económicos y políticos. Esos factores son culturales (en el sentido de pensados, vividos, determinados por pasado y presente…) y no son naturales. Han ido cambiando y han ido sirviendo a distintos intereses. El cómo se percibe y se vive la ciudad estará mediado por los valores culturales de cada quién y por sus lealtades (de clase, de ideología, de barrio…). Un nuevo barrio, lleno de edificios arquitectónicamente significativos puede ser visto como un barrio que expresa modernidad y futuro, o como una forma de romper con los equilibrios urbanos preexistentes. Los barrios periféricos pueden ser vistos como expresión de un cierto desorden social o como muestra de fuerza comunitaria. La diversidad caracteriza a la ciudad. Apropiaciones y resistencias se ­leen en las paredes, en okupaciones, en expresiones de resistencia. Muestran subculturas que rompen con la idea de progreso indiscutible que predominaba en la visión de los arquitectos de la ciudad moderna.

Hablaba Jane Jacobs de la ciudad como espacio casual, como un espacio de interacción urbana, como un lugar en el que tejer confianzas cruzadas. Las ciudades dependen pues de los flujos culturales que se mueven en su interior. Se expresan en su producción cultural, pero también en las imágenes que construyen de sí mismas. Lugares peligrosos a veces, pero asimismo deseables. El poder, el dinero y la tecnología determinan fuertemente la forma de la ciudad. Democratizar la ciudad implica generar transparencia y participación en la producción de espacios urbanos. En este sentido resulta crítico examinar qué decisiones se toman y desde que asunciones, intereses y valores.

Se trata pues de ver la ciudad como un espacio en el que conviven distintas visiones, y esa fragmentación es al mismo tiempo su fuerza y su debilidad. En este sentido la ciudad resume al mundo contemporáneo y a todas sus distintas visiones. El simbolismo de la ciudad se corporiza en el flanêur, que no sólo deambula sin rumbo, sino que busca otras perspectivas distintas de las convencionales o de las que el poder propone. Mostrando que hay más culturas más allá de la cultura. Sin olvidar asimismo que la ciudad depende de otros lugares. Cultura y ecología entendida como la necesidad de no encapsular la ciudad, de aceptar su fragilidad y su dependencia.

Dinámicas de intervención

Más allá del debate sobre la necesidad o no de que exista una política cultural, es decir, una voluntad de intervención institucional en relación a la creación y al acceso a las distintas formas y expresiones culturales, lo cierto es que no es posible imaginar a la ciudad (con los matices ya mencionados) sin referirnos a la cultura (entendida asimismo en sus distintas acepciones). Y, en este sentido, un gobierno local que quiera defender una idea de ciudad, que quiera proyectar en sus espacios y dinámicas de intervención un conjunto de valores e ideas, no puede dejar de tener una política cultural. Es decir, un programa de acción que, al margen de salvaguardar el patrimonio y de cuidar de lo que denominaríamos alta cultura ilustrada, trate de establecer prioridades, ayude a poner en práctica valores considerados esenciales, redistribuya costes y beneficios, mejore dinámicas de acceso o reconozca sujetos y colectivos desde sus distintas prácticas.

En pleno proceso de desindustrialización, las ciudades cuyo esplendor estuvo precisamente vinculado a la sociedad industrial, buscaron en el giro cultural los argumentos que permitieran recuperar capacidad competitiva y reconvertir los espacios en desuso. La así llamada ciudad emprendedora buscó distintas estrategias para conseguir que las ciudades mantuvieran su capacidad de atracción de capital y de competitividad global. Por un lado, era cierto que el mundo se iba haciendo más plano (más igual en todas partes), pero al mismo tiempo resultaba que se ­hacía también más puntiagudo (Peter Hall), y las ciudades constituían en muchos casos la ejemplificación de esos picos que competían entre si.

Los componentes culturales de una ciudad han sido, en este sentido, factores clave, al permitir conectar con la globalidad y mantener la especificidad. No es pues ­extraño que se hayan ido produciendo en distintas partes del mundo procesos de reconversión industrial o de zonas portuarias, donde se ha hecho coexistir inversiones en infraestructura cultural, impulso de industrias creativas, módulos para artistas, con presencia de espacios para oficinas y con centros comerciales de formato innovador. En el mismo sentido han operado las iniciativas vinculadas a grandes eventos: juegos olímpicos, exposiciones universales, capitalidades culturales, etcétera.

La fuerte y pujante industria del turismo es asimismo importante en este giro cultural que estamos comentando, al tratar de mostrar a las ciudades como espacios únicos a visitar. La imagen que se proyecta tiende a influir en la dinámica urbana, generando el ya conocido proceso de parquetematización, domesticando lo auténtico al gusto del visitante.

En esta evolución del concepto de cultura urbana y de política cultural urbana, la idea de creatividad ha ido asumiendo un rol importante. Las ciudades han buscado diferenciarse desde la perspectiva del conocimiento y de la creatividad, para ser distintas pero igualmente atractivas. Las aportaciones de Richard Florida fueron, en su momento, la expresión más clara de esa lógica con su criticada concepción de clase creativa. En este sentido, las ciudades más que invertir en infraestructuras para atraer inversión y generar desarrollo, lo que deberían hacer sería generar espacios y entornos que fueran fuertemente atractivos para creadores y a esa presencia seguiría la inversión y el desarrollo.

Así, diversas ciudades en todo el mundo han ido construyendo su propio perfil y marca, usando distintos instrumentos, buceando en su historia, en sus componentes, y tratando de complementar o reconfigurar lo que ya tenían, para mejorar atractivo e imagen. Y en muchas de esas estrategias la cultura ha aparecido más como un activo económico que como elemento que permitiera mejorar la capacidad de acción de los individuos y colectivos, su inclusión plena en la vida urbana y su calidad de vida.

No se trata de menospreciar el peso que la cultura tiene hoy día en las dinámicas de desarrollo de cada ciudad, ni tampoco olvidar su fuerte componente transformador tanto de los espacios urbanos como de las dinámicas sociales. Pero, al mismo tiempo, entender que ello no debe impedir pensar, en términos más integrales y democráticos, su configuración y sus ­objetivos. Incorporando la riqueza de las distintas versiones de cultura que coexisten en las metrópolis y que deben ser reconocidas. Sin olvidar las culturas de la cotidianidad, surgidas de las distintas comunidades que conviven en la ciudad. Hay distintas culturas, como hay distintas ciudades en la misma ciudad.

Valores y prácticas

Una política cultural en una gran ciudad no puede hoy desprenderse de un conjunto de valores que orienten sus objetivos y que nutran sus prácticas. En este sentido es preciso politizar la política cultural. Es decir, aceptar que dependiendo de las opciones que se tomen se estará beneficiando a unos y perjudicando a otros. No hay opción política que pueda quedar al margen de una distribución desigual de costes y beneficios. Desde este punto de vista, cualquier política cultural deberá plantear a qué valores quiere servir, qué horizonte normativo quiere alcanzar. No se trata por tanto de optar entre distintas estrategias aparentemente neutrales o rodeadas de aureolas técnicas impecables. ¿Queremos una política cultural que potencie la capacidad de agencia de sus habitantes, su autonomía personal y colectiva? ¿Entendemos que una política cultural no puede quedar al margen de las dinámicas de desigualdad que siguen creciendo en muchas ciudades y que por tanto deberá cuidar los problemas de acceso y la necesaria redistribución de recursos y capacidades educativas y culturales? ¿Podemos imaginar una política cultural que no se plantee hoy, en plena explosión de la diversidad, acciones y estrategias que no partan del necesario reconocimiento de la heterogeneidad en todas sus vertientes y dimensiones?

Si respondemos positivamente a estas cuestiones, entenderemos que autonomía, igualdad y diversidad son, desde este punto de vista, valores conceptuales que deberán estar presentes en una política cultural que quiera contribuir a los procesos de transformación social necesarios en pleno cambio de época ( valores intrínsecos que informan valores institucionales y que ponen límites a lo que Holden denominó como valores instrumentales). Muchos de los elementos que caracterizaron a la sociedad industrial y que contribuyeron a la configuración de las políticas públicas en la segunda mitad del siglo XX están hoy irremediablemente en crisis. La propia idea de trabajo, la estructuración familiar, los formatos de agregación social, los ciclos vitales relacionados con las distintas edades, los espacios que monopolizaban la generación de conocimiento o las estructuras de intermediación tradicionales, son todos ellos elementos que están hoy en cuestión. Y parece claro que el debate cultural, en el sentido de construcción de sentido y de visión, es más necesario que nunca. Un debate cultural que busque tomar partido. Es decir, que no evite los dilemas que genera una distribución inequitativa de recursos en los canales de acceso a las distintas expresiones de cultura. De ahí a hablar de derechos culturales sólo hay un paso. Un paso que nos conviene dar para ir más allá de conceptos como consumo cultural o acceso a la cultura.

Necesitamos hablar de cultura y de ciudad, situando esa relación en un tiempo y en un lugar determinado. Una cultura situada implica relacionar las acciones culturales que ya se llevan a cabo o las que se quiera emprender con los problemas y expectativas concretas que allí y entonces están aconteciendo.

Autonomía y diversidad

En Barcelona se necesita una política cultural que parta de unos valores específicos, que se plantee relacionar esos valores con el abanico de acciones culturales presentes en la ciudad y con el conjunto de actores y entidades que emprenden, ponen en práctica y gestionan esas acciones. No se trata de imponer unos valores, unas prácticas o fijar procesos de creación. En absoluto. De lo que se trata es de tener claro desde el gobierno de la ciudad cuáles son los parámetros que sirven de pauta en su interacción con esas prácticas y esos actores culturales.

La ciudad vive intensamente los problemas derivados de la precariedad laboral, de la crisis de legitimidad y de confianza hacia las instituciones democráticas, de los ­debates sobre identidad y colonización, de las tendencias xenófobas que recorren buena parte de Europa, de los efectos del cambio tecnológico que pone en entredicho muchos espacios, entidades y trabajos que antes resultaban necesarios y que ya no lo son tanto. Los lenguajes, las gramáticas que servían en el siglo XX para afrontar muchos de esos dilemas, hoy parecen obsoletos e inservibles. Y las ciudades vuelven a ser espacios en los que la intensidad de esos problemas incentiva respuestas creativas e innovadoras. Barcelona vive esos dilemas en primera línea, y su política cultural no puede quedar al margen de ello. Más bien forma parte de ello.

Mencionábamos antes autonomía personal, igualdad y diver­sidad como tres parámetros normativos claros sobre los que construir una política cultural en cualquier ciudad. También en Barcelona. Y si ello es así es porque no podemos hablar de cultura sin referirnos a educación, a sanidad, a trabajo o a subsistencia y dignidad individual y colectiva. La política cultural al uso esconde muchas veces esos dilemas, dando por supuestos los valores de partida. No podemos desconectar educación de cultura o de trabajo cuando todos sabemos que la dimensión cultural resulta hoy clave para poder afrontar los interrogantes sobre procesos productivos, sobre nuevas ocupaciones laborales, en las que predominan necesidades vinculadas a creatividad, innovación, adaptabilidad, aceptación de la diversidad, emprendeduría, etcétera. Tampoco podemos desconectar cultura de salud (condicio­nantes sociales de la salud), ni tampoco de democracia o de par­ticipación política, ya que la co­rrelación entre nivel educativo y cultural y grado de seguimiento e implicación en las actividades y responsabilidades ciudadanas está más que demostrado.

Estamos en un periodo de paso, de transición entre dos épocas, y la cultura en Barcelona no puede escapar de ello. La política cultural del gobierno de la ciudad ha de tratar de incidir positivamente en ese escenario, favoreciendo la conversión y adaptación de las instituciones culturales ya existentes, ayudando a la consolidación de las experiencias que de manera más integral se sitúen en esa transición, abriendo espacios, generando conexiones, experimentando con otros sectores, hibridando prácticas y artes. Favoreciendo el surgimiento de nuevos espacios que construyan prototipos, experimenten nuevos lenguajes y construyan nuevas prácticas. Entre artistas, educadores, diseñadores, activistas o espacios comunitarios.

Debemos pues preguntarnos qué sentido tienen las dinámicas culturales que se impulsan desde el gobierno local. A qué valores responden, cómo se conectan con las otras políticas que el Ayuntamiento y otros actores sociales vienen llevando a cabo. Cómo podemos conectar mejor y mejorar esas prácticas y esas dinámicas. Cómo se contribuye desde la cultura a que la ciudad sea menos dependiente, más abierta y que pueda decidir más autónomamente sobre su futuro. Para ello conviene revisar lo que se está haciendo, evaluar los resultados de esas prácticas y pensar nuevas dinámicas que nos ayuden a situar mejor el tema y favorecer una transición tranquila y al mismo tiempo sólida.

Joan Subirats es comisionado de Cultura del Ayuntamiento de Barcelona. Catedrático en Ciencia Política, es fundador del Institut de Govern i Polítiques Públiques de la UAB

La Vanguardia