Sabino Arana Goiri y su abogado defensor, Daniel Irujo Urra, juicio de 1896

En la conmemoración de los ciento cincuenta años del nacimiento del dirigente vasco Sabino Arana Goiri, he vuelto a leer un folleto de 46 páginas, publicado en Buenos Aires (Editorial Irrintzi, 1912) en su homenaje y en el de su abogado defensor, Daniel Irujo Urra, que moría en Lizarra ese año.

En esta nueva lectura, lo que me sorprende no es solo la movilidad del abogado por los vericuetos jurídicos de la defensa, atento a no cometer ni un desliz -se sabía vigilado hasta en el más mínimo de ellos por el fiscal-, alegando que la ley española tenía previstos artículos en contra de la secesión de sus colonias de Ultramar (al imperio en que no se ponía el sol le restaban las islas de Cuba, Puerto Rico, Guam y Filipinas), pero sin prever lo mismo para las naciones de la península entre las que se encontraba la euskara. Tras esta detallada y minuciosa intervención jurídica, que deja sin causa al fiscal, Irujo se lanza a una intervención histórica admirable para su tiempo y que resulta actual para el nuestro.

En palabras apasionadas, trasciende ese latido en las páginas amarillentas de mi viejo folleto, pero siguiendo un orden preciso, Irujo delinea un boceto de la historia vasca, señalando la diferencia notable entre separatista y nacionalista, este ultimo defensor de leyes y tradiciones antiguas, justas en el caso euskaldun, repitiendo la frase de la Rebelión de la Sal, 1631… “Antes que señores tuvo sus costumbres y leyes Bizkaia…” aplicándola al conjunto euskaro, vocablo que maneja y repite en su alegato, no en vano estaba criado en el entorno de los Euskalerriacos. Hace hincapié en su antigüedad, evoca la Batalla de Orrega, el principio del reino de Navarra, la separación de Araba, Bizkaia y Gipuzkoa del mismo y la conquista final castellana de 1512, añadiendo la reseña, que a él y su acusado le afectaban, de las guerras forales de su siglo, en que derrotados los euskaros en las contiendas, por penitencia, les fueron abolidos los Fueros. Su disertación histórica sirve de eco de la denuncia de Arana Goiri sobre el acoso del gobierno central a las tradiciones, lengua y memoria histórica que sufría la nación euskara.

En la defensa del ideólogo del nacionalismo vasco frente a la atenta ley española, Irujo se lanza a una intervención histórica admirable para su tiempo y actual para el nuestro

Resulta fácil desvelar el telón del túnel del tiempo y observar al joven abogado de 34 años, de cabello negro, ojos vivaces y porte regio, con su toga y birrete, moviéndose por el escenario del juicio y al acusado, Sabino Arana, de 32, sentado en el banquillo de los acusados, tras meses en la cárcel, pero con su actitud retadora e impenitente, pues cuanto se estaba debatiendo no solo le afectaba a él mismo, sino a la patria de los vascos/ euskotarren aberria, que acababa de proclamar con la creación de la Ikurriña y un partido político, de un periódico -y resultaron varios-, de sus numerosos artículos de corte político e histórico, de la confección de gramática en euskara y la prédica incansable entre los más cercanos, a quienes había de convencer con la razón y la emoción de su discurso y de sus pacíficos pero revolucionarios postulados.

Eran ambos muy jóvenes para su tiempo y lo serían para el nuestro, en la defensa de los audaces fundamentos del nacionalismo vasco, condicionado por el fragor de contiendas militares, en la que los vascos, en la segunda guerra, que Irujo denomina civil, hasta llegaron a gozar de un Estado propio con capital en Lizarra y Universidad en Oñati. La derrota y la ocupación militar subsiguiente, las aduanas trasladadas al Bidasoa, lo que supone pérdida de potestad económica; la salvaje industrialización de Bizaia y Gipuzkoa, la masiva y desordenada inmigración foránea, la emigración autóctona juvenil partiendo a América, la huída de la odiosa leva militar… Como casi cien años después, las provincias del Norte fueron declaradas, de hecho, traidoras por su intento de secesión, aunque en Europa se vivían hechos similares y en América habían nacido, desgajadas del imperio inglés y español, las primeras repúblicas del mundo moderno.

Arana Goiri e Irujo Urra se conocían desde niños, en el exilio de Iparralde, tras la segunda guerra foral, a causa de la afiliación carlista de ambas familias. La amistad se tornó fraternal, sobre todo con la vecindad que les proporcionaba la cátedra que Irujo mantenía en la Universidad de Deusto, entonces Colegio de Estudios Superiores -a no olvidar que también existía la prohibición de implantar universidades vascas-, siendo su primer profesor laico en Historia General del Derecho, Procesamiento Judicial y Prácticas forenses. Irujo pasaba los veranos en su casa de Lizarra, donde le nacieron sus hijos; el primogénito, Manuel Irujo.

La defensa de Irujo de 1896 contempla, como tercer tema, la insidiosa acusación de racismo que pesaba sobre Arana Goiri y que ha trascendido hasta nuestros días. De eso hablaremos en otro artículo. Arana Goiri afirmó de su obra que era como galvanizar un cuerpo muerto. Y, ciertamente, de sus muchos aciertos, el mayor fue insuflar vida a un pueblo desmoralizado que se desplomaba sobre sí mismo, otorgándole la conciencia de su propio valer, la consideración del valor de su lengua dúctil y milenaria, de su música y folklore de una estética admirables, y le otorgó, a más, con su mensaje, la esperanza de un tiempo mejor. A nivel personal y social, tal tarea es un valor ético y psicológico de enorme trascendencia.

DEIA