Renovar la identidad

La evolución del proceso soberanista en el Principado, no sólo desde el punto de vista electoral, ha situado las cosas, en buena parte, en un terreno tan peligroso como es el identitario, por la cantidad de demagogia que es capaz de acumularse en su entorno. Desde la frialdad cínica de Ciudadanos, la formación con la dirección más identitaria y etnicista en la historia de la política en el Estado español, se ha empujado a la gente por este camino, y se ha forzado a tener que elegir entre dos lealtades nacionales: una que tiene Estado y que es totalmente contraria a la diversidad, y otra que no lo tiene, pero que lo paga, con una identidad agredida y, al mismo tiempo, en construcción.

Como ha ocurrido en Francia y luego en toda Europa con las posiciones de Le Pen sobre la inmigración -que han supuesto la ‘lepenización’ de todas las demás fuerzas sin excepción para no perder electoral-, algo parecido ha pasado con el discurso ultranacionalista español y anticatalán de Ciudadanos, que ha conseguido que lo siguieran PP y PSOE. Y es cierto que, ni a los primeros, ni tampoco a la mayoría de los segundos, les ha costado ningún esfuerzo sobrehumano asumir por completo, todo o un buen trozo, del discurso de Rivera y los suyos.

Los partidos políticos españoles a lo largo de la historia han tenido, en general, una concepción de la identidad nacional absolutamente uniforme, basada en unos rasgos identitarios inamovibles, una identidad estática por completo ante los cambios de la sociedad y en absoluto dinámica, muy esencialista y étnica. Desde esta concepción, saben que los catalanes no encajamos en su definición convencional de ‘españoles’, y que por tanto, no lo somos ni por la lengua, ni por la cultura, ni por la historia, ni por el estructura económica, ni por los valores colectivos, ni por la conciencia, ni, generalmente, por la voluntad. Saben que no lo somos, pero que nos tienen y nos retienen, porque el poder lo ejercen ellos, no nosotros.

Además, no existe una identidad política de la condición de ‘españoles’ estrictamente de ciudadanía administrativa, como una especie de paraguas legal que cobije, permita y exprese una pluralidad existente en el interior del Estado español. Sí existe la de ‘suizo’ o ‘belga’ y existió, en cierto modo, la de ‘yugoslavo’ o ‘checoslovaco’. Uno puede ser, pues, belga o suizo, de maneras distintas y desde lenguas e identidades diferentes, pero sólo se puede ser español de una sola manera. La identidad nacional viene forzada, pues, por la legalidad vigente en el Estado, no por la conciencia ni la voluntad de las personas, y se resume en «¿qué dice tu DNI?». Eres lo que el Estado te dice que eres, no lo que tú dices, te sientes y, en definitiva, eres.

Por otra parte, el repetitivo «estamos en España» para justificar el monopolio público y oficial del castellano y el rechazo del catalán es el mejor exponente de que, en España, no hay lugar para la lengua catalana y, por tanto, tampoco para las personas que la hablamos. ¿Por qué motivos, si España es incompatible con la lengua de los catalanes, tal como se nos recuerda permanentemente, debería interesarnos formar parte de ella?

Toda la historia de España es un combate permanente contra la diversidad. Todo lo diferente está condenado de entrada y no tiene derecho a existir en el interior de sus fronteras políticas y administrativas. Ya en 1492 tuvo lugar la expulsión de todos los judíos que no se quisieron bautizar y abrazar el catolicismo. En 1609 y hasta 1614 les tocaría recibir a los moriscos, forzados a emprender el camino del exilio, caso de no hacerse también católicos y renunciar a sus convicciones y creencias, abjurando totalmente de su personalidad religiosa. En España, pues, sólo se podía ser de una sola manera, no había espacio para el ejercicio de la diferencia, la convivencia en la diversidad o un cromatismo que evocara, aunque fuera modestamente, algunos colores del arco iris. Todos idénticos.

Por ello, la Inquisición nació para perseguir la disidencia religiosa de judíos y musulmanes, a los que llevó a la hoguera. Amplió el ámbito de represión al aparecer otros ‘diferentes’ y, a partir de 1523, llevó a la misma también a los protestantes. Y en ausencia pública, durante años, de judíos, moriscos y protestantes, los catalanes hicimos esta función de víctimas de la represión uniformista.

La nuestra es, por tanto, una españolidad forzada -«españoles por coacción», decía Joan Comorera-, que nos mantiene por la fuerza física y legal, a porrazos y palos de ley. No se trata, por nuestra parte, de una adhesión voluntaria y expresada con entusiasmo, ni por su parte, del ejercicio persistente de una estrategia inteligente de seducción. España utiliza con nosotros lo mismo que, a lo largo de la historia, ha hecho con otros que ha tenido o aspira volver a tener: Flandes, Gibraltar… Hace, pues, lo que siempre ha hecho, sin moverse ni un milímetro del guión establecido desde siglos atrás. No estimula la diversidad, la persigue. No protege la diferencia, la prohíbe. No valora los matices, los menosprecia.

Su objetivo final siempre acaba siendo el mismo: la eliminación de cualquier expresión de diferencia (nacional, cultural, lingüística, religiosa), de todo rasgo distintivo en el interior del Estado hasta llegar a la asimilación plena, empleando los medios legales de coerción de que dispone: «hay que españolizar a los niños catalanes». Aquí y fuera, todo el mundo sabe que sólo se españoliza a quienes no son españoles, no a aquellos que ya lo son.

Es esta visión uniforme de las sociedades lo que impide a los ultranacionalistas españoles -la mayoría de los cuales ni sospechan que lo son- entender la sociedad catalana actual, debido al carácter no étnico de nuestro proyecto nacional, a diferencia del suyo. Por este motivo, sus planteamientos trasnochados los llevan a reivindicar la supuesta españolidad y no catalanidad de los García, los Martínez, los Rodríguez, los González, olvidando, por ejemplo, que el presidente de la ANC se llama Sánchez y que, el 6 de octubre de 1934, González Alba murió defendiendo el Estado Catalán proclamado por Companys. Guiarse por los apellidos es un mal procedimiento que puede llevar a ciertas sorpresas, como acabamos de ver, porque un apellido, hoy, sólo expresa el origen de los antepasados, pero no la adhesión y conciencia de los que lo llevan ahora (Montellà, Borrell, Pedrerol, etc.).

Se equivocan de medio a medio los ultranacionalistas etnicistas que intentan dividir la sociedad catalana por los apellidos, sobre todo porque la adscripción a un proyecto liberador de país no depende de los apellidos (¿Milans del Bosch?), el lugar de nacimiento (¿Jaume I, Guimerà, Pep Ventura?) o la lengua hablada en la intimidad (¿Aznar?), sino, exclusivamente, de la voluntad de cada uno de ser lo que quiera ser él y no sus antepasados. Y, a menudo, ser simultáneamente más de una cosa, porque la identidad personal cada uno se la sabe y todo el mundo tiene la suya. Este punto es crucial para entender el momento actual y explicar por qué millones de personas de orígenes diversos, vestidos con colores desiguales, con apellidos diferentes y lenguas familiares distintas, han llenado las calles y urnas a favor de la independencia nacional. Lo han hecho no reivindicando una identidad única, uniforme, estática, sino una misma soberanía colectiva desde un espacio nacional compartido con el que se identifican.

Los pueblos van cambiando con el transcurso de los siglos, sin perder, con el paso del tiempo, su condición de nación diferente de las de su entorno. Sin ir más lejos, el pueblo catalán es hoy tenido por un pueblo pacífico, amante de la paz, el diálogo y la negociación para resolver problemas, superar conflictos y avanzar, ciertamente. Pero, siglos atrás, éramos vistos como un pueblo guerrero y violento, como recuerda bien, aún hoy, la memoria popular en Grecia o como el mismo Ferran Soldevila documentó con ‘Los catalanes y el espíritu belicoso’ (1966).

El nuestro es otro modelo, capaz de alimentar, permanentemente, una sociedad nacional diferenciada que no se construye ‘sólo’ de la historia heredada, las tradiciones recibidas o los sentimientos ancestrales, sino ‘también’ de las nuevas aportaciones positivas, traídas por los recién llegados, que, con las anteriores, diseñando una nueva fisonomía colectiva y que pasarán a ser, imperceptiblemente, también catalanas. En ningún otro lugar de Europa se vive un proceso así, que no es sólo el deseo futuro de un Estado libre, sino la realidad presente de construir entre todos una sociedad integradora y convivencial donde todos puedan caber si lo desean. Entre los catalanes de toda la vida y los que acaban de comenzar el resto de su vida como catalanes, porque así lo han querido, existe la posibilidad estimulante de construir todos juntos un futuro mejor, más culto, con más justicia social y con una calidad de vida democrática superior. Dentro de España, sin embargo, este futuro se ha demostrado imposible. Hay que salir, pues, del mismo para vivir como queramos.

A lo largo de nuestra historia moderna y contemporánea, nuestra identidad se ha ido forjando, a menudo, mediante revueltas populares y cierto espíritu rebelde ante la injusticia, pero casi siempre desde la resistencia colectiva, remando contra el viento, contra todos los intentos de asimilación nacional, sea en España, sea en Francia, para evitar nuestro aniquilamiento como pueblo con una cultura y una lengua nacional propias.

Hoy, la nación catalana es un espacio compartido de intereses, referentes, complicidades, valores y emociones. Y todos estos elementos pueden adquirirse de nuevo por parte de quien, hasta ahora, no los haya tenido como propios. La adscripción a la nación es, pues, exclusivamente un gesto de voluntad. No es una herencia a la que tienen derecho sólo unos cuantos que la han recibido como un privilegio de nacimiento, ni puede ser una imposición legal por fuerza en una futura República, sino que es una elección personal, una elección individual. En definitiva, la manifestación consciente y decidida de una voluntad de ser, rasgo nacional catalán esencial según Vicens Vives. Durante siglos, hemos expresado una voluntad de ser los catalanes que ya estábamos aquí y, hoy, son muchas las personas que expresan su voluntad de ser, a menudo también, haciendo compatible la nueva identidad adquirida con aquella que ya tenían antes de venir aquí.

Durante décadas, se impuso una cultura política según la cual se hacía incompatible la idea de nación con la de progreso o izquierda. Era el país dual, el Teatro Nacional frente al Lliure (Libre), TV3 frente a BTV y Cataluña Radio en la otra bocacalle de la COM. El catalanismo hegemónico era de expresión conservadora y eso facilitaba los calificativos de ramplón, rural, provinciano, carca, antiguo y, sobre todo, muy poco seductor para los recién llegados y para los autóctonos progresistas. En el otro extremo, se alzaba la única izquierda apátrida del mundo, que a la hora de la verdad sumaba siempre por el lado español, y que se jactaba de ser moderna, cosmopolita, internacional. Si tenías conciencia y voluntad nacional no podías ser de izquierdas y, si eras de izquierda, no podías ir de la mano de un discurso patriótico, quitando, claro, que fueras cubano, o venezolano, o chileno,

Por ello, a medida que avanzó la idea de una izquierda nacional que superase la división estúpida, con un discurso nacional integrador, inclusivo, cívico y no étnico, el panorama general cambió radicalmente hasta el día de hoy. Ya no se trataba de hacer una nación sólo para los nacionalistas, sino para todos los nacionales, desde la convicción de que un país es la gente y que una nación la hacen las personas.

Desgraciadamente, en buena parte de la izquierda se ha impuesto una idea tan ‘naïf’ como equivocada de que los avances hacia mayorías sociales más amplias debían comportar la continuidad del carácter subsidiario de la lengua catalana y el monopolio público, oficial y referencial absoluto del castellano. Es posible que uno no sea consciente del alcance de esta situación que ya podemos llamar, sin rodeos, como proceso de sustitución lingüística del catalán por el castellano, en territorio catalán. Pero nadie, en Estados Unidos, Francia, Alemania o Gran Bretaña, por ejemplo, pretende cuestionar el carácter de lengua pública para el idioma del país y sustituir este idioma por otro, y no debe ser por falta de población que hable allí otros idiomas. Pensar que el catalán es una lengua sólo para los que ya la hablan y comportarse en consecuencia, excluyendo de su uso a quienes que no la tienen como propia, es condenar a muerte este idioma.

Las lenguas viven mientras los hablantes les dan vida y, por ello, el catalán no es sólo de los catalanohablantes, sino de todos los que viven en los Países Catalanes, porque forma parte del patrimonio común, colectivo, de todos, que queremos compartir, tanto como una sanidad pública de calidad o un sistema educativo de primer nivel. Negar el derecho a ser tratados en catalán, como compatriotas, a todos aquellos que todavía no hablan la lengua, es un error gravísimo que parece marcar diferencias: una discriminación clara que, de manera inconsciente y con un tufo de paternalismo caritativo que da miedo, tiene todo el aire de decirles que esto del catalán no es cosa suya, ni les incumbe en absoluto; que quizás no son dignos de él, vaya. ¿O es que acaso a alguien le da vergüenza dirigirse en catalán y tratar en este idioma a cualquier persona, sin darse cuenta de que no se la da a nadie al hacerlo en francés en Francia, español en España o inglés en Estados Unidos, por más que, en este último país, algunas indicaciones estén también en español o chino?

De entrada es un error concebir todavía Cataluña como un lugar con dos lenguas, como hace 50 años, reduciendo la riqueza actual a un duelo desigual catalán-castellano (prescindiendo siempre del occitano), cuando en realidad los idiomas hablados aquí superan ya los 300. ¿Alguien se cree, de verdad, que para que no se hable en catalán a los que no lo son de origen y sí lo haga en castellano, esto ya los decantará hacia el lado del soberanismo? En ocasiones, la tan reiterada voluntad de ampliar la base social del independentismo se hace, no sólo por la lengua que se utiliza, con un formato similar al del misionero que va a convertir infieles, en tierra hostil. Es una política social de verdad (vivienda, sueldos dignos, atención social, transporte eficaz, prestación sanitaria universal, etc.) lo que hará que la gente se sienta de aquí y no que se les hable y trate en español, como si todos tuvieran esa nacionalidad y hablaran este idioma, sean marroquíes, senegaleses o paquistaníes. Por otra parte, una persona de Ecuador establecida aquí, que hable catalán, ya será siempre uno de nuestros, será visto como uno más en el paisaje, mientras que, si vive en Madrid, es completamente probable que sea visto toda la vida como un inmigrante.

La identidad catalana no puede renunciar a su rasgo nacional característico -la lengua catalana-, ya que es la única aportación insustituible que podemos hacer al patrimonio cultural de la humanidad y, si no la hacemos nosotros, nadie la hará por nosotros. Una lengua, por otra parte, que ha reposado siempre sobre la lealtad que le han prestado en todos los momentos de la historia las clases populares, a diferencia de los que, a la hora de la verdad, la abandonaron para pasarse al idioma del ocupante-vencedor, porque les parecía que ‘hacía más fino’ desde una perspectiva de clase, los situaba al lado del poder o, simplemente, porque hacían negocio.

Es hora, pues, de abandonar esta actitud de dejadez hacia la lengua y asegurar el acceso generalizado al conocimiento y uso de ésta como un derecho irrenunciable de todos los ciudadanos y una obligación para los poderes públicos garantizarlo. Y, al mismo tiempo, de no perpetuar la situación de discriminación que significa la hegemonía absoluta del castellano en casi todas partes, pasando por alto que esta situación no es, precisamente, el resultado de una naturalidad inofensiva y que no tiene sus orígenes en una llegada pacífica y aceptada con agrado por los catalanes. En 1932, Andreu Nin, un marxista acreditado y original, muerto por el estalinismo, escribía: «Todo lo que no sea reconocer la soberanía completa, indiscutible, sin limitación, del idioma nativo, es escamotear la solución del problema, adoptar una actitud reaccionaria y tiránica contra la que el proletariado debe ser el primero en levantarse».

Hay, pues, simultáneamente, que situar el catalán como el idioma público de referencia, como hacen los Estados Unidos con el inglés; los italianos, con el italiano; los chinos, con el chino o los mexicanos, con el español. Al mismo tiempo, y a diferencia de estos Estados, garantizar el conocimiento de los otros idiomas más hablados en el territorio a quienes manifiesten su interés. Es oportuno recordar una afirmación reciente del sociolingüista valenciano Toni Mollà: «El conflicto lingüístico aparece cuando algún grupo -cosa impensable en EEUU, ¡donde todo el mundo acepta el inglés como la lengua pública!- intenta imponer su lengua privada en el espacio público». Y continúa diciendo: «El dominio de la lengua pública es así el símbolo más explícito de la comunidad lingüística, convertida en grupo de referencia positivo para todos los grupos de pertenencia privada».

Estaría bien que todas las fuerzas políticas, en particular las soberanistas y de izquierdas, sacaran sus conclusiones y las aplicaran, con valentía y sin complejos, para que comenzara el proceso de sustitución de la sustitución lingüística, sabiendo que, para que una lengua gane terreno, una/otras deben perderlo. Para que una avance, una/otras deben retroceder, porque ocupaban un espacio que no les correspondía.

Algunas conferencias de prensa, comparecencias públicas y presencia internacional de determinadas autoridades catalanas dan pena por la discriminación habitual a la que condenan al catalán, hablando siempre en español. Al final, fuera, también deberán traducir del español y si nunca utilizan el catalán, se puede pensar que es un idioma de uso tan estrictamente doméstico que a las mismas autoridades catalanas les da vergüenza de emplear y ni se les pasa por la cabeza hacerlo, porque no es una lengua para las cosas importantes. Basta, pues, de esconder el catalán y condenarlo a situarse siempre en posición subordinada, como una concesión graciosa, de corte folklórico o antropológico.

Una identidad nacional, pues, conlleva una ‘lengua nacional’, pero no sólo. En nuestro caso, hay que situar, junto al valor distintivo del idioma, la defensa de unos ‘intereses nacionales’, sea porque ya hemos ganado unos espacios de bienestar, sea porque aspiramos a tenerlos: sanidad pública, sistema educativo, reducción de las tasas universitarias, establecimiento de la igualdad salarial sin distinción de géneros, atención social, parque público de vivienda, corredor mediterráneo, etc.

Hay también unos valores colectivos que generan ‘referentes nacionales’ y complicidades, como el esfuerzo personal, el valor del individuo, la responsabilidad, el rigor, el trabajo bien hecho, el asociacionismo, el voluntariado, la donación de órganos, la solidaridad (Maratón, colecta de alimentos, acogida de refugiados, etc.). Es cuando la suma de todo este universo referencial es asumido como propio cuando se puede llegar a emocionarse al reconocerlo como tal e identificarse con él, así como con todos sus símbolos nacionales.

Por otra parte, la experiencia del 1 de octubre permite sacar conclusiones, todas ellas imprescindibles, para la construcción de un modelo de democracia característico por su viveza, frescura y participación de la ciudadanía. Ese día y los anteriores se dieron muestras de una capacidad enorme de autoorganización civil que debería ser aprovechada en el futuro, para cualquier tipo de iniciativas de mejora y participación democrática, de manera que sean las personas y no los gobiernos los protagonistas de la vida democrática. La misma experiencia del referéndum, como práctica habitual para conocer la opinión de la gente sobre temas concretos, como ya hacen otros países como Suiza, debería poder ser incorporada al sistema de valores propios de la sociedad catalana y, pues, como otros proyectos dinamizadores de la vida política, ser un elemento característico de nuestra identidad renovada.

No somos, felizmente, una raza, sino una cultura con una lengua. Y una lengua se puede aprender y una cultura la puedes ir asumiendo también como propia, sin que ello impida que tengas otras con las que también te puedas identificar. Esto es lo que nos ha pasado y pasa casi en todo el mundo, empezando por el nivel local. Porque la mayoría de nosotros no vivimos en el lugar donde nacimos. En realidad, la mayoría de catalanes somos de fuera del lugar donde residimos, porque la mayoría venimos de otro pueblo, otra ciudad, otra comarca, otro país, otro Estado, otro continente. Y eso no nos ha impedido identificarnos, plenamente, con el lugar donde vivimos y, al mismo tiempo, sentir también como propio, el lugar de donde venimos. Por ello podemos afirmar que somos un país de mezcla, por donde antes había pasado todo el mundo de media Europa y el Mediterráneo entero y ahora ya se ha establecido gente de los cinco continentes.

No debemos aspirar, por tanto, a un modelo cultural uniforme, como el español, ni a una composición étnica homogénea, como es el caso finlandés o islandés. Tomar el metro en Barcelona o Valencia, ir por la calle en Palma o Tarragona, ya nos proporciona un retrato preciso de la composición demográfica tan variada que caracteriza hoy nuestra sociedad. Pensando en clave de futuro, al igual que elementos de la cultura tradicional ya han sido incorporados como propios por mucha gente venida de fuera, como ‘els castells’, las monas de pascua o el ‘tió’ (‘tizón’) navideño, seguramente que ciertas prácticas culturales, ciertas tradiciones y ciertos hábitos gastronómicos no pertenecientes hasta ahora a la cultura catalana, lo acabarán siendo. Lo que será la cultura nacional popular del próximo siglo es, justamente, lo que está tomando forma ahora mismo, en las casas y en las calles de nuestro país. Y nadie puede describir, con rotundidad y precisión, qué caracterizará esta cultura catalana del futuro.

Quizás puede parecer extraño que lo afirme, sin embargo, liberado de la carga xenófoba y racista de la actual política norteamericana, el modelo de identidad nacional de los Estados Unidos contiene muchos aspectos positivos y aprovechables para nuestro caso. Es una sociedad hecha de mezcla, con una lengua nacional propia (el inglés), idioma común para una población que habla varios centenares de ellos, y que cuenta con grupos de ciudadanos estadounidenses que nunca han olvidado sus orígenes o los de sus antepasados y que, además, los reivindican y expresan con naturalidad y alegría. Por eso es normal ver ciudadanos norteamericanos italianos, o irlandeses, o afroamericanos, todos los cuales se sienten orgullosos de su ciudadanía, de su pertenencia a la nación norteamericana, a la que han aportado hábitos, prácticas, manifestaciones y creencias que, de una manera u otra, han influido al resto de norteamericanos que no tienen sus orígenes.

En la sociedad catalana de la República que vendrá, todos seremos catalanes plenamente, con los mismos derechos y deberes, sin distinciones, pero habrá quienes estarán orgullosos de reivindicar la identidad originaria y serán, pues, catalanes andaluces, catalanes extremeños, catalanes gallegos, catalanes marroquíes, catalanes senegaleses, catalanes argentinos, catalanes ecuatorianos, catalanes paquistaníes, en definitiva, catalanes. Y harán sus fiestas, como muchos ya las hacen ahora, y algunas de sus prácticas y hábitos en campos diversos, seguramente, se incorporarán también al repertorio nacional común. Aspectos que ahora pueden parecer exógenos, extraños, forasteros a la catalanidad, probablemente acabará formando parte de la misma, el día de mañana.

Se trata, pues, de asumir que somos un pueblo de mezcla y que en función de nuestra realidad necesitamos renovar la identidad en una doble dirección. En primer lugar, el catalanismo de derechas y el de izquierdas ha de poner fin a la discriminación legal, práctica y diaria de la lengua catalana y valorar el idioma propio como un instrumento fundamental insustituible de cohesión social y de identificación con el país, como un patrimonio nacional común a todos, también de los que aún no la tienen como propia.

En segundo lugar, hay que incorporar a la nueva identidad nacional, más allá de la lengua nacional y el legado recibido del pasado nacional, la realidad contemporánea con nuevos intereses, nuevos valores, nuevos referentes, nuevas emociones, nuevas prácticas colectivas ligadas a la calidad de vida democrática, a la sociedad del bienestar y a los derechos humanos básicos, como integrantes también de la identidad nacional catalana del siglo XXI. Y sumar la noción de bienestar y calidad democrática, como hacen los escandinavos, a la nueva identidad nacional, para que estos valores nos caractericen y singularicen tanto como la lengua misma y se asocien, con naturalidad, al pueblo catalán. Es muy sencillo de entender: o potenciamos un proyecto de país atractivo, moderno y útil, donde quepa todo el mundo que quiera formar parte, o seremos siempre un país a medias. Dicho de otro modo, o renovarse o morir.

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