Recuperar la iniciativa

A lo largo de las últimas décadas, salvo una minoría tan consciente como modesta por su peso demográfico, la actitud nacional se ha basado o bien en el autoodio o bien en el pesimismo. En ciertos sectores digamos ilustrados o que parecía que lo eran, generalmente de pretensiones progresistas o de izquierdas, se impuso la incomodidad con la propia condición nacional, de la que se renegaba o a la que se despreciaba, todo ello refugiándose, en un cosmopolitismo falso, una modernidad postiza o una nada comprometida condición de ciudadano del mundo, como si los catalanes fuéramos, de hecho, de otro planeta. Esta actitud de pasotismo hacia el hecho nacional sólo lo era en relación a un único hecho nacional: el catalán. En la práctica, pues, por simple omisión o dejadez, no se hacía más que reforzar el nacionalismo español, aquel que llenaba todos los espacios y que continúa llenando muchos todavía.

Al otro lado, entre los no contrarios a la reivindicación nacional, la constatación permanente de la falta de avances concretos fue llevando a mucha gente al desánimo, al pesimismo (no hay nada que hacer, España no nos lo dejará hacer nunca, no lo vamos a lograr, es muy difícil, nosotros no lo veremos, etc), el derrotismo, la resignación y el conformismo, en una especie de masoquismo nacional, propio de los pueblos mentalmente vencidos y permanentemente desmovilizados, como ya parece delatar nuestro refranero: ‘despacio y buena letra’, ‘este mal no quiere ruido’, ‘poco a poco se llena la pila’, ‘mataros pero no os haga daño’, etc. Pero, a lo largo del último quinquenio, de la desesperanza se pasó a la autoafirmación y a la autoestima como pueblo, a la pérdida del miedo colectivo y a la exteriorización sin complejos de la afirmación nacional, imaginando los horizontes más ambiciosos. Por eso evolucionar de una actitud basada en la reacción a la agresión o a la barbarie (siempre en contra de), a un comportamiento de propuesta con iniciativa propia (a favor). Tradicionalmente, las manifestaciones eran siempre en contra, como respuesta a una agresión (contra la Loapa, contra la sentencia del Estatut, etc), hasta que pasaron a ser a favor (de la independencia), con un ritmo y un calendario propios.

Pero la brutalidad inesperada empleada por el Estado, en la represión salvaje del 1 de octubre -policial primero, judicial después y política siempre-, nos ha dejado aturdidos y hay que reconocer que aún no hemos sido capaces de reaccionar del todo. La mayor parte de la acción pública del movimiento independentista ha recuperado el carácter de reacción a una agresión y, de este modo, son muchas las acciones que se sitúan en la dinámica de antes y no en aquella donde habíamos sido capaces de inscribirnos desde 2012: contra la violencia policial, contra el encarcelamiento de los dirigentes independentistas, contra el consejo de ministros de España en Cataluña, etc. En cierto modo, vamos a remolque de la violencia física e institucional de los demás, sin iniciativa propia, situados en un estadio de autodefensa. Cuando son ellos los que toman la iniciativa somos nosotros los que respondemos defendiéndonos y resistiendo, desde el desconcierto de quien se da cuenta de que no controla la situación. En cambio, el 1 de octubre y dos días después, fue Cataluña quien llevó la iniciativa y quién cogió desprevenido al Estado, que, a su vez, quedó tan sorprendido y sin reaccionar como el día de los atentados en agosto de 2017. Por ello es imprescindible que recuperemos la iniciativa colectiva, con lemas, consignas y objetivos afirmativos, con propuestas positivas y posicionamientos a favor: a favor la liberación de los presos, a favor de la democracia, a favor de la separación de poderes, a favor de la independencia, a favor del derecho a la vivienda, a favor de un trabajo y unos salarios dignos, a favor de una educación y una sanidad de calidad, etc. Cuando llevamos la iniciativa nosotros, somos nosotros que ganamos. Cuando la llevan ellos, quién pierde siempre es el pueblo de Cataluña.

EL MÓN