RCR y la libertad

Como es sabido, el 39.º premio Pritzker de Arquitectura, considerado el principal galardón mundial de esta disciplina, ha sido otorgado al estudio RCR de los arquitectos Rafael Aranda, Carme Pigem y Ramon Vilalta. Debo confesar que he vivido este premio con más alegría que si un altísimo galardón me hubiera sido concedido a mí. Hace años que conozco a estos tres arquitectos. He admirado su obra y, sobre todo, su pasión creadora. Si como arquitectos son extraordinarios, como tipos humanos son excepcionales. Su conversación me deslumbra, sobretodo a causa de la pasión que destila Rafael, con quien de vez en cuando ceno en Les Cols, el restaurante de Olot de dos estrellas, que yo he descrito como el Tàpies de los fogones: Fina Puigdevall convierte los ingredientes más sencillos en cocina refinadísima. Como la arquitectura de RCR, la cocina de Les Cols busca no llamar la atención a base de opulencia, sino subrayando el atractivo de lo humilde, discreto, sobrio, íntimo y delicado.

En los últimos decenios, y como consecuencia del impacto causado por el Museo Guggenheim que Frank Gehry ideó en Bilbao, han predominado en la arquitectura las formas extremosas, exageradas, estridentes. Formas que pretendían, por encima de todo, llamar la atención, hacerse notar en el inmenso contenedor de formas que son actualmente las ciudades. Arquitectura excesiva para destacar en un contexto urbano dominado por los excesos. Como quien tiene que hablar a gritos para hacerse oír en una discoteca, la arquitectura de hoy tiende al colosalismo, la grandilocuencia, la extravagancia. Es una arquitectura histérica, que ha tendido a reforzar el narcisismo del arquitecto, del propietario o de la ciudad.

Ciertamente: la arquitectura siempre ha servido para encarnar y explicitar el poder (baste recordar la competición entre príncipes del Renacimiento italiano para constatar hasta qué punto este aspecto de la arquitectura es importante para la historia del arte). Pero a aquel tradicional exhibicionismo, la arquitectura de hoy añade un nivel inédito de estridencia, pedantería y gigantismo.

No es así como trabajan los arquitectos Aranda, Pigem y Vilalta. Despliegan una arquitectura hermosa, útil y poética, sí, pero explícitamente introspectiva. Una arquitectura que, en vez de imponerse al contexto, lo respeta. Una arquitectura que puede influir, matizar, corregir o complementar el entorno, pero que no lo abruma, domina o tiraniza. RCR interviene en el paisaje natural o urbano de manera tan delicada que a menudo, como ocurre con la bodega Bell-lloc de Palamós, la arquitectura se entierra para no causar estorbo alguno.

El respeto que RCR tiene por el contexto no se limita al paisaje natural o urbano, sino que también incluye los materiales. La fábrica Barberí, donde Aranda, Pigem y Vilalta tienen su estudio, era una fundición. La intervención que realizaron para convertir aquella arcaica metalurgia abandonada en un lugar de trabajo intelectual implicó el añadido de materiales modernos que se adaptaron con una gran naturalidad a los preexistentes, que fueron absolutamente respetados. Ni las vigas de madera ni los muros de piedra no han sido pulidos o amanerados como se estila en las casas antiguas restauradas. Incluso el serrín de metal de la fundición sigue todavía en el suelo de un almacén. Un almacén situado junto al pequeño patio de la fábrica que ahora, con unas plantas que crecen espontáneamente, sin pretensión de ajardinamiento, cumple la función de claustro de reflexión: he aquí como una ruina industrial consigue sugerir una melancolía conventual.

No soy experto en arquitectura y cometería un error si quisiera ahora glosar los materiales, las formas y las intenciones de estos genios de Olot. Si me apetecía hablar de ellos es para glosar una virtud que no he leído en los comentarios que se han publicado al conocerse el premio: el espíritu de libertad creativa total que RCR ha mantenido toda su vida. Sostengo que este espíritu no habría sido posible si estos tres arquitectos hubieran abierto despacho en Barcelona. En la gran ciudad se hace muy buena arquitectura, pero los modelos de los grandes arquitectos y profesores actúan sobre la creatividad de los más jóvenes como una gran piedra atada a la espalda: coarta la libertad. Basta dar una vuelta por la Vila Olímpica de Barcelona para constatar cómo el modelo arquitectónico de Barcelona está envejeciendo a marchas forzadas. Lo que parecía sensacional, ahora parece muy de época.

La gran ciudad tiene una gran capacidad de reunir talento, de congregar iniciativas de todo tipo, pero es uniformadora y castradora. La libertad creativa de Aranda, Pigem y Vilalta habría quedado condicionada por los dogmas imperantes en Barcelona, capital del diseño, reina del buen gusto, pero muy gregaria, muy poco receptiva a todo lo que altera el modelo establecido por la élite cultural dominante.

El triunfo de RCR es el triunfo de una gran arquitectura, pero también el triunfo de la libertad, la cual, para expresarse sin trabas, debe estar alejada de los centros de poder.

LA VANGUARDIA