Querer lo imposible o matar el deseo

La excepcionalidad política a la que nos ha abocado el autoritarismo vengativo de España no sólo es injusta y cruel con los prisioneros, exiliados y represaliados políticos sino que ha puesto en riesgo y ha incomodado a todo el mundo que haya quedado poco o muy afectado por ello. Pienso tanto en las organizaciones que dependen de las decisiones de la administración pública como en los que han visto removidas sus confortabilidades institucionales -como les pasa a las autoridades universitarias- y deben hacer equilibrios para no tomar partido entre los sectores confrontados. Pienso también, entre otros, en los que tenían vínculos formales e informales con los círculos políticos, y muy particularmente en los que fabricamos opinión, en los analistas y los tertulianos, en los periodistas de referencia o en los asesores con una buena relación y conocimiento de las redes del poder autonómico y que ahora se sienten desconectados e inseguros en medio de un mapa sin caminos, dramáticamente incierto.

Y, ante tanta incomodidad, se adivinan dos extremos entre los que se sitúan las muchas posibles posiciones del soberanismo. Por un lado, el reconocimiento sereno pero radical de la excepcionalidad del momento y, en consecuencia, la adopción de una actitud arriesgada de revuelta permanente. Por otro, la prisa por el retorno a un espacio de confort y de control de la situación, lo que conlleva una acomodación poco o muy resignada -«realista», dicen- a los nuevos equilibrios de poder postautonómicos definidos por la aplicación del 155. Cercanos al primer extremo están los que mantienen la esperanza en un futuro soberano de emancipación política próximo. En el segundo polo encontramos a quienes imaginan una nueva larga noche y desconfían de un desenlace favorable a la independencia. El presidente Quim Torra lo expresó el pasado sábado con toda precisión gracias a las palabras exactas del poeta ibicenco Marià Villangómez: el nuevo eje político soberanista va desde los que siguen queriendo lo imposible hasta los que están resignados que muera -o se hiele- el deseo.

En el plano parlamentario, claro está, la confrontación es más amplia. Allí ahora están instalados los que quieren liquidar, al amparo del Estado español, lo que es una escasa pero suficiente mayoría independentista democrática y republicana. Quiero pensar que los que tanto habían denunciado el oasis político catalán no pensaban en este nuevo estilo que lo ha sustituido por un barrizal y que tan bien ejecuta la sobreinterpretada diputada Inés Arrimadas. La capacidad para cambiar las situaciones, para apropiarse de los argumentos de las víctimas para victimizarse, delata la existencia de unos buenos servicios de inteligencia y propaganda, y la ausencia total de un proyecto político constructivo. Son los que denuncian la falta de futuro aferrados a reproches de pasado. Son los que apelan al imperio de la ley protegidos por un Estado que nos acosa violando la ley. Son los que, sin sonrojarse, pasan de decir que el 155 nos ha normalizado a denunciar las graves consecuencias económicas de no tener gobierno, mientras ponen trabas a cualquier candidato y la economía sale adelante, imparable. Son los que, simplemente, exigen un gobierno «para todos los catalanes» que no fracture la sociedad desde un invento que nació precisamente para dividir, para impedir que los catalanes decidan su futuro democráticamente y para aniquilar la voluntad de medio país.

Esta tensión enerva a los que, desde el soberanismo, querrían volver a una paz resignada para reencontrar su posición hegemónica. Una irritación que a menudo y equivocadamente proyectan más contra quien está dispuesto a resistir que contra lo que con acierto ha sido calificado como «la bancada del odio».

ARA