¿Qué somos?

El opinador pertinaz se plantea el contenido de este artículo, y cuando entra en los detalles de la actualidad política piensa: ojo, esto no lo puedo volver a decir, ya he hablado dos o tres veces de ello. Sobre esto otro tampoco, le he dedicado un artículo entero no hace mucho. Y así, por reducción al absurdo, uno acaba preguntándose por su cometido. ¿Comentar la actualidad? Es difícil decir nada que no haya sido ya dicho (y esto mismo también creo haberlo dicho en algún lugar). ¿Calmar a la ciudadanía?, ¿distraerla? No me siento cómodo, ni siquiera decente, sintiéndome cómplice de los opresores-extractores. ¿Incitar a la ciudadanía a la revuelta? Mi patrimonio no me permite afrontar un juicio penal. ¿Qué, pues? ¿Comentar los comentarios, buscar las cosquillas a los incongruentes, hacer de maestrillos de una comunidad variada también en sus formas de desconcierto?

Al final, queriéndolo o no, todos acabamos haciendo un poco de todo. Con una realidad incontrovertible: vivimos en un estado de aniquilación de derechos inimaginable hace unos años, mal que no ha dejado de estar latente. Tener que decir las verdades como si fueran chistes no deja de ser aceptar la propia indignidad, con escasas esperanzas de resarcirse en un plazo razonable de tiempo.

Hagamos un repaso somero de las acciones de los últimos meses de la autoridad estatal: liquidar el resultado de unas elecciones, encarcelar a los gobernantes democráticamente elegidos, perseguir a quienes se han exiliado y, como hace cualquier dictadura, tildarlos de prófugos de la justicia y demonizarlos, reprimir y criminalizar unas protestas tranquilas y civilizadas, atizar un populacho paramilitar para provocar enfrentamientos, atacar a la población con policías camuflados y vender el relato contrario en el conjunto de España. Señales inequívocas de la mentalidad medieval del propietario que se plantea la sociedad en términos primarios de dominación, con la guinda de llevarlo todo a cabo con los impuestos de los ciudadanos -como difícilmente podría ser de otra manera-, dentro de la tradición feudal: el erario público paga la defensa de un juez prevaricador igual que rescató bancos en la cúspide de una falsa crisis que ha hecho estallar el nivel medio de vida de la ciudadanía, como indemnizar a la empresa privada del pillo del Real Madrid en lugar de multarle por delito ecológico… lo dejo aquí. El lector conoce los agravios y tiene hecho su juicio de intenciones.

Cuando te atacan desde unos principios nacionales, te empujan a la evidencia de que sólo te puedes defender desde otros principios nacionales y de las acciones que conllevan, y, al hacerlo, aunque crean combatirlos, los están legitimando. El gran constructor y justificador del nacionalismo catalán es, hoy, el nacionalismo español.

Pero el hecho, yesca incluso para chistes, no tiene ninguna gracia, porque es parte de las causas de la inoperancia política del independentismo catalán. No se va a ninguna parte actuando reactivamente. Desde la pasividad no se construye nada, y menos en el ámbito colectivo. No se puede estar pendiente de las agresiones del enemigo -sí, del enemigo- para actuar. Las acciones útiles provienen de mecánicas propias, de unos principios y una planificación activa, positiva.

¿Se tiene esto? Se está atrapado entre la inconveniencia de acciones violentas que, al parecer, justificarían una represión mucho más feroz aún, y la realidad de que si no se hace nada no se obtendrá nada, nada vendrá por sí mismo. Pero la acción necesita unos principios de base, y volvemos donde estábamos. ¿Hay una estructuración consistente de la conciencia nacional y de las acciones que la vinculen? ¿Se tiene el conocimiento y la manera de servirse de una base histórica, social y cultural? Los principios del nacionalismo español son de un rancio y de un vuelo gallináceo que da miedo: los toros, Manolo Escobar, la Constitución sacralizada, ‘mis cojones’, La Guardia Civil y la Virgen condecorada. Ellos mismos parecen haber olvidado a Tomás Luis de Victoria, Cervantes, Velázquez, Gracián, Goya, Unamuno, Machado y tantos más, y los que se acuerdan -me consta que los hay- ni pían. He aquí por cierto otro aspecto a destacar, el silencio de la intelectualidad española, con excepciones que apenas superan los dedos de una mano para contarlos. Por aquí también llora la criatura catalana: los esforzados, y dignísimos sin duda, colocadores de lazos amarillos, ¿son conscientes de que no se vertebra una sociedad y una nación sin el dominio y la presencia de las propias tradiciones?

Busquemos otras preguntas para responder estas. ¿Somos un pueblo?, ¿somos una nación? Viendo lo que se está haciendo o, mejor dicho, todo lo que no se está haciendo, francamente lo dudo.

EL PUNT-AVUI