Cultura cívica, política democrática

En el espectáculo político y mediático de la última semana se han acumulado las señales de degradación del sistema institucional surgido de la Transición. Desde la manifestación explícita de la truculencia y el espionaje contratado con fines políticos, hasta la ruindad de un iluminado ministro español procurando desacreditar una operación policial y queriendo vincular la presencia del yihadismo en Cataluña con el activismo soberanista sensible a la diversidad del país. Todo aderezado con el habitual amarillismo y la compulsión falseadora de la caverna periodística madrileña. Todo un retrato, tal vez parcial y deformado, pero demoledor, del tipo de política carente de escrúpulos que se ha empachado de cinismo, se ha alejado de la gente y ha desacreditado esta democracia sobreactuada, de excesiva parafernalia y poca sustancia. La campaña de desinfección ya ha comenzado, pero debe ser más firme, diligente y radical. Habrá que encontrar nuevas trazas del sentido auténtico de la democracia y seguirlas. Hará falte una regeneración completa. Los mecanismos de elección y de representación, de los procedimientos de fiscalización de instituciones y responsables públicos, de las fórmulas y los instrumentos sociales de participación política directa.

Los sainetes de estos días, con la dosis de pornografía quizá necesaria para saber de dónde venimos y dónde estamos, han causado vergüenza y decepción. Pero no son una estricta novedad. El desgaste y el descrédito de la política eran muy perceptibles muchos años antes de la crisis. Pero la evidencia de los casos reiterados de malversación, de corrupción y de impunidad, en contraste con la creciente desigualdad y la incapacidad política de hacerle frente, han actuado como detonador. La indignación se ha generalizado y algunas propuestas especialmente innovadoras y osadas han abierto camino y han favorecido procesos multitudinarios de toma de conciencia.

No es nada casual, pues, que mientras la política oficial iba naufragando, las movilizaciones cívicas pudieran impulsar una especie de resurrección de la política. Pero la clase de política que promovían y promueven, desde la sociedad y desde los límites del sistema institucional, ya es una política diferente. Y sólo desde la asunción de muchos de los parámetros que esta nueva política propone podremos transitar desde el viejo al nuevo sistema que queremos construir. Algunas formaciones y algunas tradiciones ya tienen bastante trabajo hecho. Pero otros todavía se tiene que poner a ello. Y algunas otras, colapsadas, simplemente desaparecerán dejando poco rastro.

El carácter propositivo, y no sólo reactivo, del proceso soberanista le avala como la plataforma principal de reivindicación y puesta en práctica de la nueva política. Porque contiene un proyecto completo. Y para que a pesar de su amplísima transversalidad social, la movilización para hacer efectiva la soberanía del pueblo catalán ha incorporado principios y valores que la conectan a la tradición de los movimientos populares de mayor capacidad transformadora. De hecho, el signo distintivo más característico de la actividad desplegada en torno al proceso y de sus entidades más emblemáticas -ANC y Òmnium-, paralelo a su capacidad de encuadre y de organización, ha sido la conformación de una cultura cívica propia. Ha sido un fenómeno espontáneo, que nadie ha podido imponer ni controlar. Pero ha tenido una visibilidad innegable y ha facilitado la incorporación de personas que nunca antes se habían interesado por la política.

Hablo del comportamiento educado, respetuoso con las personas y las cosas; de la atención a los procedimientos democráticos y el rechazo de cualquier forma de violencia; del compromiso con la justicia y el activismo contra la desigualdad y la pobreza; de la facilidad de relación entre personas de perfiles muy diferentes; de la asunción de la pluralidad interna, incluso cuando se reclama la unidad de fondo del movimiento; de la capacidad para asumir que no se puede separar el carácter de las formas de expresión y de lucha de un movimiento de la naturaleza de los objetivos que se propone.

Ante la crisis de la cultura política de las élites, se ha extendido una nueva urbanidad política popular, especialmente cuidadosa en las formas y absolutamente decidida en los propósitos. Capaz de combinar la emoción de la colaboración multitudinaria, de la exhibición de fuerza, de la ambición ilusionada, con la calculada planificación, la profundización de los argumentos, su difusión incansable. No se trata de una imitación adaptada de la cultura política de las viejas clases dirigentes, sino de una cultura cívica y política propia, autónoma, que desborda ideologías y partidos. Y que el 24 de mayo y, sobre todo, el 27 de septiembre tendrá la oportunidad de imponerse democráticamente.

ARA