¿Qué fue de la declaración de Barcelona de 1998?

Se cumplió el 16 de julio el vigésimo aniversario de la Declaración de Barcelona y percibo un silencio total sobre este episodio de largo alcance, aunque de ciclo intermedio, que, a mi modesto entender, ha contribuido a sedimentar de forma larvada, pero persistente el poso nutricio de la reciente moción de censura contra el Gobierno de Mariano Rajoy. La Declaración de Barcelona fue firmada el 16 de julio de 1998 por CIU, PNV y BNG, y posteriormente ampliada, ratificada y detallada en acuerdos sellados en Vitoria-Gasteiz y en Santiago de Compostela en los meses subsiguientes. En el año 2004, pasaría a denominarse en una tibia y poco acertada difuminación como Galeuscat. Posteriormente entraría en un proceso de desmayo paulatino para sumergirse mansamente en el mar insondable del olvido. Solo esporádicamente algunos nostálgicos la resucitábamos en alguna colaboración suelta, aliñada con acicates dignos de mejor suerte. Recordábamos con insistencia la vieja obstinación de Castelao, quien consideraba el galeuzca como el mejor instrumento para alcanzar una Confederación ibérica de naciones, voluntariamente unidas mediante pactos libres, reversibles y en pie de igualdad, de las cinco naciones peninsulares: Euskal Herria, Galicia, Hespaña, Catalunya y Portugal.

Sus prolegómenos se gestaron en unas jornadas sobre el galeuzca histórico, celebradas el Bilbao en 1996, y en la erección de un monumento a Castelao en Txurdinaga, sufragado por la Diputación Foral de Bizkaia, presidida por Josu Bergara. En ambas actuaciones tuve la osadía de participar modestamente. A partir de esa fecha se llevaron a cabo conversaciones discretas a cargo de las respectivas secretarías de las fuerzas integrantes, BNG, PNV y CIU, dirigidas respectivamente por sus activos agentes, Francisco García Suárez, Ricardo Ansotegi y Josep Camps, que culminaron en la citada Declaración en 1998.

Esa Declaración, además de aducir antecedentes históricos como la Triple Alianza de 1923, el Galeuzca de 1933 y los acuerdos galeuzcanos en el exilio de los años 1944-47, incluía y constataba, entre otros, algunos aspectos, que, a pesar del paso de los años, mantienen rabiosa actualidad:

“Al cabo de veinte años de democracia continúa sin resolverse la articulación del Estado español como plurinacional. Durante este periodo hemos padecido una falta de reconocimiento jurídico-político e incluso de asunción social y cultural de nuestras respectivas realidades nacionales en el ámbito del Estado. Este reconocimiento, además de justo y democrático, resulta absolutamente necesario en una Europa en proceso de articulación económica y política y que, además, apunta a medio plazo hacia una redistribución del poder político entre sus diversas instancias y niveles. Una Europa cuya unión debe basarse en el respeto y la vertebración de los diversos pueblos y culturas que abarca. Y lo es, también, en un mundo cada vez mas independiente, sobre el cual pesa la amenaza de la uniformización”.

Los firmantes de la Declaración, representados por Xosé Manuel Beiras, del BNG, Xabier Arzalluz, del PNV, el finado Pere Esteve, de CDC, y Doménec Sesmilo, de UDC, estas dos formaciones coaligadas en CIU, en la versión resumida, entregada a la prensa, establecían interesantes acuerdos, entre otros:

“Hacer un llamamiento a la sociedad española para compartir y dialogar acerca de una nueva cultura política acorde con esa comprensión del Estado y promover una concienciación colectiva que refuerce la idea de su plurinacionalidad.

Ofrecer a Europa y al mundo nuestras propuestas en defensa de la diversidad. Encabezar la política de las identidades, y de su convivencia positiva y creativa.

Organizar de manera sistemática el intercambio de información, opinión y colaboración entre las gentes y sectores de la ciudadanía activos en los ámbitos intelectual, cultural, educativo, profesional y empresarial, con el objetivo de dialogar acerca de nuestras propuestas y difundirlas…”.

La coyuntura de aquel verano de 1998 coincidió con otros dos acontecimientos altamente esperanzadores en el ámbito vasco y con evidentes consecuencias en el estatal. El primero fue el pacto de Estella o Lizarra, sellado el 12 de septiembre de 1998 por todo el espectro político y sindical nacionalista vasco, con el fin de conseguir la paz y el compromiso de, en un proceso abierto, estudiar los factores propiciadores del Acuerdo de Paz de Irlanda del Norte, no exigir condiciones previas a los negociadores y solicitar la ausencia de violencia. ETA respondía al reclamo con una declaración de tregua indefinida a los cinco días, el 17 de septiembre, tregua que duraría hasta el 28 de noviembre de 1999. Por diversas causas, y debido a la incidencia interdependiente de múltiples factores, aquella incipiente alborada se tornó en pertinaz sombra, salpimentada de un sutil xirimiri, “que no se sabe si baja del cielo o sube de la tierra”, como decía el insigne Castelao.

En aquella ocasión, el 28 de septiembre de 1998, Michel Unzueta, exsenador jelkide, publicaba un excelente artículo, cuya relectura recomiendo, donde, entre otras evidencias, constataba:

“Dentro del Estado, los ciudadanos se sienten de nacionalidad española e integrantes del Estado-nacional, pero en los territorios de Cataluña, Galicia o Euzkadi, aunque algunos comparten ese sentimiento, otros rechazan la pertenencia al Estado nacional y, por último, otros aceptan el Estado, pero se identifican solo con su respectiva identidad nacional, rechazando o posponiendo la española. Esta es la cuestión. Se respeta o no se respeta esta realidad. Hasta ahora no se ha respetado y todos sabemos lo que ha pasado. Si se desea respetarla en el futuro, el traje constitucional del Estado tendrá que modificarse. Para ello, la Declaración de Barcelona es una oportunidad inédita”.

Siguen plenamente vigentes las ideas de la Declaración, pues creo honradamente que la solución a la problemática territorial del Estado español pasa por la aceptación de su plurinacionalidad y la aplicación del derecho a decidir o de autodeterminación, que pudiera llegar a una confederación ibérica de naciones mediante pactos libres, voluntarios y reversibles en pie de igualdad, un sueño no alcanzado y tenazmente perseguido por el gran Castelao.

La fragmentada conformación actual del Congreso de los Diputados permitiría ejercer una influencia decisiva en el tablero político, en el juego parlamentario y en las expectativas configurativas territoriales, dado que un bloque unido de fuerzas nacionalistas galeuzcanas sumaría 24 diputados, a los que pudieran agregarse dos más, los autoproclamados nacionalistas gallegos de Anova, si no estuvieran subsumidos bajo la disciplina podemita.

De ese humus sembrado por la Declaración de Barcelona, alimentado por una continuada y tenaz gota malaya, ha emergido y se ha expandido la creciente necesidad de articular una nueva estructuración territorial del Estado español, que tenga en cuenta la existencia de realidades nacionales periféricas: Catalunya, Euskal Herria y Galicia. A esta última algunos la omiten en virtud de su escaso eco en el gallinero parlamentario español, pero cumple las condiciones que definen a una identidad nacional. La sensibilidad plurinacional ha ido tomando carta de naturaleza y hoy forma parte del menú político cotidiano, aunque solo sea para discutirla, rebatirla, denigrarla o afirmarla.

¿Cómo se explica que en el Congreso de los Diputados hacia 1998 eran inexistentes los diputados de obediencia centralista con afectividad plurinacional y parecían “rari navegantes in gurgite vasto”, como diría el poeta Virgilio, y hoy casi lleguen a la no despreciable cifra de 70? Lo que comenzó como una jeremíaca voz clamando en el desierto y fue denostada a diestra y siniestra, especialmente por el ministro de Administraciones Públicas, a la sazón Mariano Raxoi Brei, es objeto de estudio en las facultades de Ciencia Política y Sociología, pretexto para ácidos debates entre los tertulianos de los más variopintos pelajes y excusa para enconadas diatribas, no solo entre ciudadanos de la periferia, sino, sobre todo, en el yermo meseteño, cuya sequedad es proclive a nublar el raciocinio. Incluso, el aroma de la plurinacionalidad ibérica ha trascendido a los escenarios europeos a raíz del procés catalán. A los prohombres que dirigen los destinos de la piel de toro, más tarde o más temprano, no les quedará más remedio que reconocer la diversidad nacional ibérica como signo de riqueza, pues solo la uniformidad empobrece. La belleza de la polifonía de un coro solo se logra mediante la armonía de distintas voces y la hermosura de un mosaico la consigue el idóneo ensamblamiento de diferentes teselas.

Los designios de la historia son inescrutables. Unas veces esta se oculta tímidamente bajo un velo de novicia, otras circula inexorable a paso de buey lento y en raras ocasiones se precipita cual torrentera violenta de tronada en forma de rebeldía, motín, revuelta o revolución. Pero la diosa Clío, patrona de la historia, acostumbra a premiar las sementeras abonadas y dignas, aunque la cosecha sea parca y a largo plazo. Para las utopías nunca se llega a deshora y de ellas siempre queda alguna brasa encendida. Hay que luchar por lo imposible para alcanzar lo posible. La coyuntura es inmejorablemente idónea para resucitar la Declaración de Barcelona y un Galeuzca, amplio y unitario, aunque no exista en el Congreso de los Diputados un grupo nacionalista gallego soberano como tal, libre de obediencia ajena.

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