¿Pragmatismo o república?

Las semanas transcurridas desde que Roger Torrent suspendió la sesión de investidura, habrá que señalarlas en negro en el calendario del catalanismo. Estas semanas han sido marcadas por la profundización de la causa contra el independentismo mucho más allá de lo que legalmente permitía la invocación, ya por sí desorbitada, del artículo 155. También por desacomplejamiento del fascismo, no ya entre los justicieros que, emulando a sus padres cuando clamaban ‘Tarancón al paredón’, se manifiestan al grito de ‘Puigdemont a la prisión’, sino hasta los salones de la alta burguesía y en las reuniones sociales de un empresariado que, conectando con las tradiciones más oscuras de su identidad, amenaza a la autoridad representativa del país con enviarla a la cárcel con la misma tranquilidad con la que, en otro contexto, la habría enviado a un campo de exterminio. No vale contraponer las desastradas excusas del anfitrión haciendo ver que no había oído los aplausos de la sala y que acabó de adobarlo con la amenaza de privar al país de su gloriosa presencia, si los catalanes insistimos en ‘tocarles las narices’. A veces la debilidad impone un indigno exceso de paciencia que se quisiera hacer pasar por buena educación. Sí, a veces hay que hacer de la necesidad virtud, pero encuentro que Torrent debía haber respondido que, si tanto les incomoda el derecho de la colonia a decidir su futuro, podían, efectivamente, ir desfilando al paso de la oca.

Pero, a pesar de la desinhibición de un sadismo que siempre ha estado latente y, como las esporas, esperaba las condiciones adecuadas para despertarse, el evento más grave desencadenado por la suspensión de la sesión de investidura ha sido la pugna entre los partidos de fidelidad catalana. Por más que la bronca por el reparto de las ropas del fallecido se haya disfrazado de confrontación de estrategias, todo el mundo se da cuenta que lo que está en juego es la hegemonía por los despojos de un gran movimiento quizás irrepetible. Tanto las declaraciones de Marta Pascal como las de Joan Tardà, no desmentidas por la cúpula de ERC, evidencian el reflujo del compromiso con la revolución popular. Aquella convicción que presidió retóricamente todas y cada una de las declaraciones de los partidos hasta el 1 de octubre, hoy ya sólo la mantienen la CUP y los restos del naufragio de Juntos por el Sí representados por el presidente Puigdemont y sus pocos fieles dentro de la formación que improvisó para restituir una semejanza del gobierno que ni él ni sus socios de legislatura supieron defender cuando tocaba.

En la lucha entre los que se proponen resistir el embate y quienes abogan por una retirada estratégica hay una divergencia importante ante la historia reciente. Muchos comentaristas han contrastado el pragmatismo de unos con el legitimismo de los otros, reciclando un concepto manoseado durante décadas por los gerentes de la jaula autonómica. Con la particularidad de que actualmente los papeles se han invertido y es el partido tradicionalmente independentista y ‘dinásticamente’ radical el que hoy se apropia del ‘seny’ (la cordura). Ahora bien, así como el ‘pragmatismo’ de CiU favorecía la colaboración con unas estructuras de stado que se han demostrado corruptas, hoy, cuando esas mismas estructuras procuran por todos los medios violentar la voluntad de los catalanes y destruir las bases culturales y sociales, tampoco se puede pasar por alto la falsa sinonimia entre acomodación y realismo.

Porque es en nombre del realismo, o sea, de la orientación intelectual hacia las cosas existentes, hacia lo que los griegos llamaban ‘pragmata’, como se blande el concepto supuestamente virtuoso de pragmatismo. Como si el pragmatismo fuera sinónimo de superioridad ontológica. Convendría no engañarse: tan inexistente y remoto es ahora mismo un gobierno autonómico que pueda administrar el poder delegado por la gente, como una república embrionaria entrelazada en la voluntad popular expresada los días 1 de octubre y 21 de diciembre del año pasado. Se engaña quien crea posible recuperar el ‘status quo ante’, Y engaña miserablemente quien nos propone hacerlo pactando con los responsables de disolver el gobierno, de las cárceles, las falsas imputaciones, los encausamientos y las agresiones a personas y símbolos, por espontáneas que se pretendan.

El pragmatismo es una corriente filosófica y no política. Se concreta en relación con el objeto de la intencionalidad y no con las ideas que se puedan interponer a ella. Y ciertamente no sirve para ‘poner’ el objeto sino para derivar las determinaciones de acuerdo con la orientación del sujeto. O sea, que el pragmatismo no sirve para imponer el fin de la acción sino, en todo caso, para dejar de lado las soluciones de carácter mágico. No importa tanto, pues, que el objeto sea recuperar el gobierno autonómico como restablecer el gobierno destituido o materializar la república. El pragmatismo no consiste en elegir entre uno objetivo y otro, sino, una vez decidido, lograrlo de la manera más eficaz posible. Por cuanto el pragmatismo es una forma de racionalismo, la eficacia excluye las soluciones meramente simbólicas, sin efecto en la reorganización de la vida institucional. Sin eludir, por otro lado, que un símbolo es eficaz cuando designa una realidad eficiente: un valor, un concepto, una institución, o una creencia, de los que el símbolo deriva no sólo su significado sino también su fuerza.

Antes de determinar el grado de pragmatismo en los análisis del momento actual, habría que fijar el objetivo de los partidos que concurrieron a las elecciones. Que dijeran claro si el propósito era restablecer el gobierno anterior al 27 de octubre, con la vista puesta a recuperar el momento inmediatamente anterior a la entrega de las administraciones; o si se trataba de levantar el 155 a cualquier precio. Es evidente que estos horizontes son inconciliables y que el intento de compaginarlos va destinado al fracaso. Estrictamente ni el uno ni el otro son factibles, porque no hay marcha atrás en el tiempo. Sólo queda la huida adelante, y tanto si gana la opción más digna como si triunfa la más conservadora, los costes serán elevados, a más corto plazo en la una, a más largo en la otra, mientras que las ganancias quedan indeterminadas en ambos casos.

Las elecciones del 21 de diciembre convirtieron en ganadora (dentro del ámbito soberanista) una propuesta de plebiscito sobre Carles Puigdemont. El programa de esta lista incluía la promesa del presidente de volver a Cataluña para ser reinvestido. Pero, no habiéndose hecho efectiva, el plebiscito quedaba formalmente tocado, como se apresuró a resaltar una ERC que consideraba que la libertad de Puigdemont le había dado una ventaja injustificado en la campaña. Utilizando la presidencia del Parlamento, obtenida en el reparto de papeles, para bloquear la investidura pactada con Juntos por Cataluña, ERC cometía una deslealtad histórica. La maniobra, inspirada también por las amenazas del Estado, desencadenó la crisis que amenaza con devorar al independentismo. El dilema es claro: o se va a la formación de un gobierno tolerado por Madrid, lo que implicaría someterse al 155 por segunda vez, o se rechaza la extorsión con todas las consecuencias. Las terceras vías pueden ser transitables, pero hay que tener presente que no llevan al mismo destino.

A estas alturas, y a pesar de que todo es provisional, parece que se ha decidido tirar por el camino del medio, otorgando a Puigdemont la representación simbólica de una república que, a pesar de no osar decirlo en voz alta, los actores consideran inalcanzable. Es la única interpretación razonable del ‘aggiornamento’ asumido por casi todo el mundo. Por este camino se quema (¿cuántos cadáveres políticos no tiene ya este país?) el último triunfo, y se abre, de cara a la galería, un frente de lucha judicial por un segundo candidato que probablemente no llegará a gobernar, y que, en caso de hacerlo, evitará la confrontación por causa de fuerza mayor.

Por lo menos, hay que reconocer que no es precisamente el pragmatismo lo que mejor caracteriza el camino elegido. Haciendo equilibrios, el parlamento ha reivindicado el referéndum del 1 de octubre y ha rechazado la propuesta de la CUP de volver a proclamar la República. Este ‘sí-pero-solo-para-guardar-las-apariencias’, este inveterado ‘putarramonetismo’ no es fruto del pragmatismo sino del mestizaje de los objetivos. Es fruto de la transacción en la esfera del riesgo, como casi todo en un país que malvive para sobrevivir. Los acontecimientos de octubre requerían otro comportamiento. Se trataba y se trata todavía no allanar la historia y normalizar su escándalo, sino de poner en evidencia el conflicto. Hay que sensibilizar a las personas a las que el tiempo y las derrotas han vuelto insensibles, gente que se deja arrastrar por la corriente de la historia y cuando es río abajo ya no ve las aguas tumultuosas que aportan el caudal y la fuerza. Y hay que despertar a otros que duermen el sueño dogmático de los injustos, convencidos de que la violencia es el éxtasis necesario de una paz fundada en la aflicción de quienes siempre la han sufrido.

El independentismo se ha entendido (y debatido) de muchas maneras: como reacción a la derogación del estatuto por el Tribunal Constitucional, como protesta por la expoliación cronificada, como voluntad de construir un régimen de libertades, o como la defensa de una identidad y una dignidad colectivas. En realidad, entran todas y cada una de estas motivaciones. Pero raramente se menciona una que me parece determinante y que es en cierto modo irracional, y por tanto poderosa: la necesidad de revertir el pasado para deshacer una historia de violencias e iniquidades, para borrar un cúmulo de abusos, torturas, asesinatos y extorsiones que la dominación española ha perpetrado en este pedazo del universo que lleva el nombre de Cataluña, como ya lo había hecho en otros lugares de todos los continentes. Y como la historia no puede deshacerse ni la vida desvivirse, la necesidad de arrancarse el dolor infligido al cuerpo de la nación acaba condensándose en una denuncia de la injusticia y el escándalo que ha sido, es y verosímilmente continuará siendo el Estado español. La denuncia no debe confundirse nunca con un llanto que refuerce la carga de victimismo. Debe ser un rechazo cargado de razones y de datos, una enorme fuerza de disenso que sirva de palanca para desvincularse de aquella historia y alzarse al nivel no utópico sino provisionalmente atópico de una legitimidad que nadie pueda discutir. ¿Y el pragmatismo? El pragmatismo consistiría en encontrar el punto de fuerza máxima de la palanca. Se llame Puigdemont, o Sánchez, Barcelona o Bruselas.

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