Política a cara descubierta

No es nuevo el hecho de que los conflictos locales estén estrechamente relacionados los unos con los otros. Las grandes guerras, los viejos conflictos comerciales o los desplazamientos demográficos de siempre han funcionado como aquellas piezas de dominó en las que unas hacen caer a las otras. Así, y limitándonos a la última semana, hemos visto como Vox en Andalucía, asumiendo el tristemente famoso «A por ellos», se aprovechaba con éxito del desafío catalán al Estado como pretexto útil. También es poco discutible que la reactivación de los CDR en las autopistas de Cataluña haya sido resultado del mimetismo con las acciones de los ‘chalecos amarillos’ en Francia. Y la reacción histérica del unionismo español manipulando el sentido de la exhortación del presidente Quim Torra a seguir la vía eslovena es evidente que tiene que ver con el espanto que hay delante de la movilización masiva del próximo 21-D debido a la burda provocación del gobierno español, justo cuando se cumple un año de las elecciones impuestas por el 155, cuyos resultados han boicoteado desde el primer día.

Todo ello hace que unos conflictos alimenten a los demás y que, en contra de las previsiones favorables al desinflado de la confrontación -es decir, a la dimisión de hacer política-, la situación sea cada día más tensa. Pero precisamente en estos momentos de alta tirantez es cuando es más necesaria una inteligencia y unas decisiones radicalmente políticas. Quiero decir que ahora es cuando es menos útil la acción por la acción, hecha al margen del compromiso con sus razones y el análisis de sus consecuencias.

Si fuera tiempo de lectura -de hecho, siempre lo debería ser-, recomendaría volver a la clásica conferencia de Max Weber encargada por los estudiantes de la Universidad de Munich «La política como vocación y profesión», recogida en ‘La ciencia y la política ‘(PUV, 2005) y que este enero hará justo 100 años que fue pronunciada. Weber, en lo que es un elogio de la política, recuerda la oposición abismal que existe entre «el hecho de actuar según la ética de las convicciones -dicho religiosamente: «El Cristiano actúa rectamente y deja el resultado en las manos de Dios»- y el hecho de obrar según la ética de la responsabilidad, es decir, que se debe responder de las consecuencias (previsibles) de su acción «(pág. 125). No se trata de decir que en la primera falta la responsabilidad, o en la segunda las convicciones. Pero es obvio que determina dos caminos, dos prioridades, opuestas. Y como señala Weber, nadie puede eludir el hecho de que el logro de objetivos «buenos» a menudo implique la aceptación de medios moralmente dudosos, ni hasta qué punto esta bondad «santifica» los efectos secundarios éticamente peligrosos.

No creo que haya ningún criterio que pueda reducir la tirantez entre las dos éticas. Pero sí con inteligencia se pueden minimizar los impactos negativos. Por ejemplo, asegurando que las convicciones se defiendan honestamente, a cara descubierta, sin manipular unos sentimientos para conseguir otros objetivos. Dicho claramente: que no se mezclen las provocaciones antisistema a cara cubierta con las movilizaciones no violentas por la independencia. O bien garantizando que la apelación a la responsabilidad no acabe diluyendo los objetivos.

Weber terminaba así su conferencia: «[La política] necesita a la vez pasión y mesura. Es una verdad probada por la experiencia histórica que en este mundo sólo se consigue lo posible si una y otra vez se lucha por lo imposible. […] Sólo tiene vocación para la política el que posee la seguridad de no quebrarse cuando, en su opinión, el mundo resulte demasiado estúpido o demasiado vulgar para lo que él le ofrece. Sólo tiene vocación para la política el que frente a todo esto puede responder: ‘sin embargo'».

He aquí: determinación y responsabilidad… ¡Qué fácil de decir!

ARA