Otras miradas sobre un perseguidor

Hacia los célebres ‘60, Julio Cortázar publicó uno de los volúmenes de cuentos que le daría, justificadamente, más fama: Las armas secretas. Un libro que contenía algunos de los textos indispensables para entender el conjunto de su obra y que ha quedado como alta muestra de su talento en el recuerdo de miles de lectores. El libro incluye ciertos relatos antológicos: “Las babas del diablo” (cuyo argumento serviría de base a la película Blow Up, dirigida por Michelangelo Antonioni); “Cartas de mamá”, cuento sumamente lingüístico-psicoanalítico, del que Manuel Antín hizo la buena película “La cifra impar”; el que daba título al libro: “Las armas secretas”, y una nouvelle, “El perseguidor”, a la que el mismo autor y muchos críticos acordaron el papel de representar el cierre de una etapa en su trabajo literario y la apertura de otra nueva.

A una primera mirada, se destaca en ella la reivindicación romántica de los derechos del artista, una visión del mundo que escapa a las ataduras de la sociedad, económicas y aún sentimentales, y se ponen en cuestión no sólo los condicionamientos de la vida artística sino los de la vida burguesa en su conjunto. El saxofonista Johnny es un marginal que vive por y para la música, y que en el resto de su existencia escapa a toda norma social. Las dos caras, la del artista y la del crítico (“un crítico, ese hombre que sólo puede vivir de prestado, de las novedades y las decisiones ajenas”) se encuentran reunidas en una verdadera lucha de facetas que Cortázar practicó con no poco conocimiento, y hay un combate permanente en ese juego de satélite en que se coloca a Bruno, amigo, confidente, admirador, pero también distante y cínico respecto del genio creador, a quien él ve alto y bajo, sublime y obsceno, egoísta, incomprendido.

Está dedicada a “In memoriam Ch. P.” (Charlie Parker), de cuya vida han sido tomados numerosos elementos: sus desplantes, sus escándalos, sus amoríos, su afección al alcohol y a las drogas, la muerte de su hijita. Pero otros han sido cambiados (fechas, viajes, la estadía en París) o simplemente inventados. Desbordado, arbitrario, tiránico, a veces tierno y angelical, Johnny se destruye con fruición y, al cabo, como aquél, muere saturado de droga. Johnny Carter, el protagonista del cuento (quien en su apelación reúne el nombre y el apellido de otros dos saxos importantes de la época: Johnny Hodges y Benny Carter), un músico intuitivo, ilógico y genial, se enfrenta a Bruno, narrador del cuento y crítico musical, especializado en Johnny, y su biógrafo, y de ese encuentro y a la vez enfrentamiento entre las dos actitudes, las dos mentalidades (la artístico intuitiva y la crítico racional), surge el choque y, sobre todo, la iluminación de las nuevas perspectivas ideológicas y espirituales que, por la época, comenzaban a tomar cuerpo en las ideas de Cortázar.

Por algo, casi inmediatamente a su publicación, confesará: “¿Cómo es posible no darse cuenta de que después de “El perseguidor” ya no está uno para invenciones puramente estéticas? No me crea mordido por ningún bicho dialéctico-materialista –escribe a Ana María Barrenechea—. Nada de eso. Simplemente estoy más viejo, y descubro cosas que pasan en torno a mí y que cuentan más que las invenciones puras”. Si nos situamos en esa perspectiva de los cambios personales y políticos de Cortázar, hay asimismo un aspecto en este cuento que no deja de llamar la atención y que estaría indicando una búsqueda espiritual desconocida hasta entonces en el autor: las continuas alusiones a textos bíblicos, y en especial al Apocalipsis. No solamente en el epígrafe (“Sé fiel hasta la muerte”) sino también ocultas en las palabras de Johnny (a quien, para más, se le ha elegido el nombre de “Juan”), ese texto es abundantemente citado, con modificaciones o adaptaciones a la anécdota: “Y sus cuerpos serán echados en las plazas de la grande ciudad” /…/ “ella era como una piedrecita blanca en mi mano” (dice Johnny después de la muerte de su hijita) /…/ “Y yo no soy nada más que un pobre caballo amarillo, y nadie, nadie limpiará las lágrimas de mis ojos” /…/ “Bruno, toda mi vida he buscado en mi música que esa puerta se abriera al fin”, etc. Las resonancias religiosas no acaban ahí: se continúan igualmente en el hecho de que aparecen aludidos otros textos sagrados, como El libro de Job o los Salmos; que en forma permanente se compara al protagonista con un ángel y alguna vez con Cristo, o que aquél dice, en un momento de la noche, mirando el cielo “El nombre de la estrella es Ajenjo”. A todo ello habría que agregar el sugestivo sueño de Johnny con un campo de urnas, “montones de urnas invisibles, enterradas en un campo inmenso”, de un modo bastante parecido a como en Ezequiel se habla “de un campo lleno de huesos”.

En este sentido, el acercamiento de Cortázar al “prójimo”, mencionado en cartas y reportajes, hace pensar en una persecución de nuevo tipo, en la que habría estado interiormente situado al tiempo de escribir esta nouvelle: “…cuando escribí ‘El perseguidor’ había llegado un momento en que sentí que debía ocuparme de algo que estaba mucho más cerca de mí mismo En ese cuento dejé de sentirme seguro. Abordé un problema de tipo existencial, de tipo humano, que luego se amplificó en Los premios y sobre todo en Rayuela… En ‘El perseguidor’ quise renunciar a toda invención y ponerme dentro de mi propio terreno personal, es decir mirarme un poco a mi mismo. Y mirarme a mí mismo era mirar al hombre, mirar también a mi prójimo. Yo había mirado muy poco al género humano hasta que escribí ‘El perseguidor’”.

“En ese cuento dejé de sentirme seguro”. Extraña aseveración, y de múltiples proyecciones, en un escritor que, hasta el momento, parece muy firme, muy exitoso en lo que está haciendo… Bien pueden vincularse tales vacilaciones, tales búsquedas, con esta declaración que hará tiempo después, referida a aquella época: “Ese proceso que, en un plano más privado se había iniciado aquí en París conmigo en la época de ‘El perseguidor’ y de Rayuela, esa especie de descubrimiento del prójimo y, por extensión, descubrimiento de una humanidad humillada, ofendida, alienada, ese abrirme de pronto a una serie de cosas que para mí hasta entonces no habían pasado de ser simples telegramas de prensa: la guerra de Vietnam, el Tercer Mundo, y que me había conducido a una especie de indignación meramente intelectual, sin ninguna consecuencia práctica, desemboca en un momento dado en un decirme: ‘bueno, hay que hacer algo’, y tratar de hacerlo”.

PAGINA 12