No terminar como Occitania

Ahora que Cataluña se ha convertido en un lodazal de proporciones cósmicas, me gusta escaparme a Occitania para encontrar el consuelo espurio de quien piensa que todo podría ser peor. El Estado francés, tan eficaz en sus genocidios culturales diversos, se hace presente en todos y cada uno de los pueblos y ciudades de este país donde hasta hace 250 años la lengua francesa era casi tan extraña como la turca o la china.

Podríamos decir que Francia no existe hasta que bretones, occitanos y norcatalanes no se encuentran en algún rincón de Europa recibiendo órdenes en un idioma que no entendían mucho y luchando por París, durante la guerra francoprusiana o la Primera Guerra Mundial. Hoy, cada municipio tiene su monumento a los héroes de la gran guerra, que hizo más por la vertebración del Estado nación que aquel repulsivo «Soyez propres, parlez français» («Sed limpios, hablad francés»).

El contraste entre los arcos de triunfo o las avenidas a imagen y semejanza de París, y las calles antiguas rebautizados con nombres de hombres de cultura -francesa- deja entrever un pasado hecho añicos por la potencia de un Estado que ha sabido imponerse por la fuerza y por las promesas de una república que hoy hace aguas por todas partes. Todas aquellas ciudades de pasado esplendoroso, engullidas por un jacobinismo que se lo ha chupado todo y sólo les ha dejado los huesos, son hoy la viva representación de una decadencia francesa que, dejando aparte a París, sólo podrán superar si son ellas mismas.

Sin la independencia -y si no fuera por la fuerza que tiene Barcelona- Cataluña podría acabar como Occitania dentro de unas cuantas generaciones. El Estado español siempre ha sido más torpe que el francés a la hora de eliminar sus minorías -y además no ha tenido nunca gran cosa para ofrecer a cambio-, pero todo esto puede cambiar ahora que los políticos independentistas han renunciado a todo y el Estado ya no tiene que disimular nada después de haber finiquitado esta excepción de falsas concesiones que ha sido la autonomía.

Con la Generalitat vacía de poder, los ayuntamientos serán las únicas instituciones desde donde se podrá hacer un mínimo de política. Barcelona puede liderar esta nueva etapa o puede convertirse en una ciudad de provincias dentro de un territorio abducido por los impulsos recentralizadores. Poner este debate en el centro de unas primarias abiertas en el independentismo es clave para esculpir un proyecto sólido que permita que Barcelona lidere esta transformación, más allá de los programas electorales que cada partido pueda elaborar desde la oscuridad de su despacho. Pero de esto de las primarias ya hablaremos otro día.

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