Meditación de Carlos. Agosto de 778

Iba Carlos, rey de francos y lombardos, a lomo de su caballo blanco, soportando penosamente su malla con restos de arenisca del desierto de Zaragoza y cenizas de Pamplona. Gruesas gotas de sudor chorreaban por su frente y decidió quitarse el yelmo, deteniendo la alocada huida emprendida en el límite de la hostil tierra vascona. Grande como era y recubierto de coraza, se sentía prisionero vil de su ambición. Le urgía hablar con el apóstol Santiago.

Acudió a Zaragoza, razonó antes de penetrar en el trámite contemplativo, al clamor de Sulayn al Arabi, rebelde contra Abderramán, pero la ciudad resultó invicta a su conquista, defendida por ocupantes árabes traicioneros y sus veinte mil hombres fueron derrotados en la encomienda, a más, acotados por el tiempo límite de retorno al lar natal a pasar el invierno, y traicionados por vascones, cuyo territorio trajinaron. Era difícil asumirlo. Su abuelo, Carlos Martel, detuvo el avance sarraceno en Potiers, gracias a la ayuda del Eudón, señor de Aquitania y del ducado de Vasconia. Le extrañaba que los vascones ahora le dejaran solo en su gestión de salvar a la cristiandad del enemigo musulmán. Le urgía hablar con Santiago.

Descendió de su montura, con el Garona delante de sus ojos. Observó la tierra lana, como la de Zaragoza, pero más fresca para su piel pálida de hombre norteño. Exigió hidromiel a sus hombres, que se la sirvieron prestamente, y sentado sobre la hierba, evocó a Roldán, su hermoso sobrino hijo, muerto en la emboscada vascona. No pudo reprimir un sollozo que abrió las compuertas de su corazón, recordándole en el día de su nacimiento sobre el pecho de su hermana amante, y en todas las demás etapas de su vida. Fue niño imperioso, adolescente implacable, joven cruel. Nadie como él para acabar con rebeliones, someter y matar enemigos, como lo hizo en la ariscada Bretaña. Muerto a la retaguardia de sus tropas, retirado de Pamplona a la que incendió, custodiando el ejército adentrado en el desfiladero boscoso, pendiente de alguna sublevación o ataque enemigo, que jamás descansaba en su vigilancia. Avisó con su olifante de marfil el peligro de la emboscada, tiró lejos de sí su espada sacrosanta para que no conociera mancilla al verse agredido, muriendo degradado, como sus doces pares, a manos de verdugos sin distinción militar. Fin indigno de soldados avezados en guerras contra los árabes, sajones, lombardos, aquitanos. Le urgía hablar con Santiago.

Se llevó las manos a las sienes palpitantes y reconoció que aún oyendo la llamada de reclamo de Roldán, él prosiguió su camino, diciéndose que no podía retroceder sobre el caos surgido en su ejército apelotonado en el desfiladero, con caballos y mulas enloquecidas, hombres desesperados, muertos los oficiales de manera indigna por azkonas y piedras enemigas lanzadas desde lo alto del desfiladero oprobioso. La sensación de culpa era inmensa, pero el alivio de estar vivo la superaba. Le urgía hablar con Santiago.

Pero… ¿Qué le podía decir al santo que vistió túnica de algodón y calzó sandalias, dejando su Galilea natal para impartir en tierras extrañas un mensaje evangélico de paz y amor fraternal? ¿Que quería instaurar una marca hispánica para detener el avance musulmán y a tal fin resucitó su cuerpo a la luz de las estrellas, como símbolo perpetuo del mensaje cristiano europeo? ¿Que para él y sus fines imperiales era la mejor de las excusas? Carlos no luchaba por defender el Evangelio, sino para instaurar un imperio en la frígida Europa, según lo diseñaron los Cesares romanos. Que él no quería ser Santiago, humilde y derrotado, sino Pompeyo, Julio César y Octavio, con avances marciales, directivas dictatoriales, organización piramidal. Se le antojaba ser emperador de un sacro imperio, que el Papa se arrodillara sumiso a sus pies con el hispo de los obispos rodeándole cual nube de incienso. Y no echaba de menos a Roldán. Era su sobrino hijo, pero también su futuro enemigo. Pero… ¿cómo hablar de estas cosas con Santiago?

En la corte carolingia murmuraban que los vascones no eran fiables. Que eran gente endemoniada, que adoraban a las diosas de la noche y aceptaban un señor del día, pero no eran cristianos en masa todavía, hablaban un lenguaje áspero distinto a todos, y más al latín con el que se comunicaban los demás pueblos de su futuro imperio. Los romanos les habían denominado señores del bosque, usando su propio vocabulario, basoko, y una y otra vez andaban en la idea de montar un ducado, señorío o reino, según leyes propias. Y daba igual hablar de los vascones de las montañas o de los que vivían frente al mar. Los Pirineos no eran frontera para ellos. ¡Oh! Que los aborrecía. Eran ágiles y astutos, hechos con raíces de robles y poderío de roca y movilidad de mar.

En su penitencial arrodillamiento ante el apóstol, que más era señuelo para que los suyos observaran su magnificencia, no podía exponerle tantos odios, miedos, miserias y ambiciones. Lo importante era hacer creer a los suyos que se comunicaba con el cielo. Que protegidos con la gracia de Dios, tendrían su imperio carolingio, pese a la rebeldía vascona, cada quien con su ganancia. Que al hablar con Santiago, en su ensoñación milagrosa, éste lo había bendecido y animado en sus propósitos. Pero la verdad era que el apóstol carecía de voz. Y de cuerpo. Y de potestad.

La autora es bibliotecaria y escritora

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