Lo que puede cambiar (y lo que no)

No, no se hagan muchas ilusiones: ni el problema estructural de la España radial ni el monstruoso lastre político derivado de las deudas históricas de la Transición desaparecerán con Pedro Sánchez ni con nadie, sea del partido que sea. La radialidad va mucho más allá del lugar por donde pasan las vías del tren. Por definición, esta manera de entender el territorio implica una España homogénea en todos los sentidos (económico, democrático, cultural, etc.) que, desde su centro geográfico, Madrid, se articula en torno a unos radios, como si una zona casi despoblada y sin actividad económica fuera lo mismo que otra de superpoblada y con una altísima producción. Este país imaginario no ha funcionado nunca, ni lo hará. Es imposible. Como mucho, y gracias al volumen del déficit fiscal y a la distribución irracional de las infraestructuras, puede llegar a generar la ilusión de un reequilibrio territorial que no se ha producido ni se llegará a producir. Tampoco variará nada de lo que el régimen del 78 asumió, en términos desacomplejadamente continuistas, del régimen del 39: ni la anomalía jurídica -y contraria al artículo 24 de la Constitución española- de la Audiencia Nacional ni otra cosa por el estilo.

Todo esto lo sabe Pedro Sánchez, lo sabe el PSOE, y, por supuesto, lo saben también todos y cada uno de los partidos que lo encaramaron hace unos días a la presidencia del gobierno español. Y así, pues, ¿por qué lo hicieron? Expulsar a un partido como el PP del poder y, de paso, hacer que Cs pasara a ser una formación sin ningún tipo de influencia real parece que les pareció una razón de peso. Sin embargo, ¿valía la pena? En clave catalana yo pienso que sí, siempre que de este movimiento no se derivaran expectativas absurdas de transformaciones imposibles como las que acabamos de detallar más arriba. Si alguien esperaba esto, creo que se ha equivocado muchísimo. Si lo que se buscaba era, sin embargo, un cambio de tono, de equilibrios y de remodelación de determinados contenciosos -no sólo los territoriales-, la apuesta no es absurda de ninguna manera. El gobierno de Pedro Sánchez, por fuerza, se verá obligado a tomar en consideración la existencia de un problema político, lo que Mariano Rajoy no hizo nunca. Para algunos, esto parecerá poco; para otros, demasiado. Sea como sea, el solo hecho de que se haya hecho efectivo un cambio de esta envergadura de una manera tan rápida y limpia ya es mucho. Por lo menos, permite considerar la posibilidad de hablar abiertamente de ciertas cosas. Resolverlas ya es harina de otro costal, evidentemente (pero de otro costal que antes ni siquiera estaba allí: esta es la diferencia interesante).

Este nuevo panorama, a mi modesto entender, invita a hacer política y también a abandonar ciertas gestualidades que no llevan a ninguna parte. Se trata de algo tan sencillo como ser discretos, eficientes y serios. Cualquier cosa que perturbe el objetivo prioritario nos devolverá a la casilla de salida, es decir, al pedregal generado por el espectáculo sonrojante del 27 de octubre. Insistir en esa especie de travesura inocua que destruyó completamente lo que se había alcanzado hacía sólo 26 días no tiene hoy ningún tipo de justificación. Tampoco creo que sea el momento de iniciar batallas simbólicas de cruces, lazos o toallas. No es una buena idea, en la medida en que la supuesta victoria se traduciría, en el mejor de los casos, en una tensión estéril (y, en el peor, en una confrontación). Tratar de desatascar la situación aportando elementos que la empeoren no parece, colectivamente, un gran negocio, aunque entiendo que pueda favorecer determinadas tácticas personales.

Si quieren, lo podemos mirar desde otro ángulo para constatar la dimensión de la estupidez que se podría llegar a cometer. Tanto ERC como el PDECat han apoyado al mismo Pedro Sánchez que ha dicho considerables tonterías sobre el presidente Torra y el independentismo en general. Todo el mundo ha entendido que este apoyo reportaría, sin embargo, beneficios diferidos. Lo que pretenden algunos, sin embargo, es haber comprado este costosísimo billete… con la intención de romperlo inmediatamente. Es decir, parece que el juego consistiría en apostar todo por el diálogo y, al mismo tiempo, hacer todo lo posible para que no pudiera llevarse a cabo debido a la manera maximalista como se plantea. Extraño juego… Esta absurdo, en todo caso, sería la continuación natural y perfecta del 27-O: cerraría el círculo de la inconsecuencia y la irresponsabilidad. Llegados a este punto, yo creo que los ciudadanos tienen el derecho a preguntarse a quién puede interesarle hoy permanecer ‘sine die’ en medio del pedregal.

ARA