Las dos Catalunyas de Domènech

«No es la neutralización de los orígenes en una sociedad compartida lo que nos propone Domènech con su retórica de las dos naciones. Es la tiranía de los lazos étnicos con el Estado»

Hace mucho tiempo que el PSC se jactaba de que la gente les votaría aunque presentaran un sofá. Lo consideraban una prueba de salud política, pero ya era un síntoma de la esclerosis que les ha llevado a la insolvencia actual. Hoy arrastran el cuerpo decrépito de lo que había sido un gran movimiento europeo de lucha por las libertades. Un movimiento, no habría que olvidarlo, que se materializó en contextos nacionales y que, como vieron con claridad los principales teóricos del marxismo, pasaba por el triunfo de la revolución burguesa, impulsora de la democracia que el socialismo profundizaría y universalizaría. Allí donde la revolución fracasó, las clases revolucionarias se anestesiaron con el mito del progreso. Ya no había que luchar, la historia eran unas escaleras mecánicas de ascenso unidireccional. En España han fracasado todas las revoluciones, con el resultado de que no se ha podido superar nunca ni siquiera aquel primer escalón de la democracia que los marxistas llamaban democracia formal. Tras renunciar a cualquier ambición revolucionaria en 1974 en Suresnes, y de nuevo al ganar las elecciones en 1982, los socialistas españoles se aficionaron inmoderadamente al eslogan del ‘progreso’ como un narcótico para insensibilizar a las masas ante la práctica real de contemporizar con el fascismo arraigado en las instituciones y seguro de su hegemonía, digamos constitucional.

 

Agotada la capacidad retórica para mantener la ilusión e ideológicamente desorientados, los socialistas más se hunden más en las arenas movedizas reaccionarias cuanto más bracean para salir. Pedro Sánchez propone modificar la ley penal y el diccionario a fin de condenar por rebelión acciones neta y ordenadamente políticas. La propuesta, en caso de prosperar, sería un ejemplo palmario de confección de una ley a medida de la necesidad del momento. El pensamiento de Sánchez, inspirado por el escándalo cada vez mayor de unos políticos encarcelados en virtud de un fraude de ley, hace pensar en la diplomacia marxista, la de Groucho quiero decir. En la repulsa de la justicia europea ante la concusión de la ley por el Tribunal Supremo, Sánchez reacciona con un impertérrito ‘si no le gusta mi ley, le puedo ofrecer otra’.

 

Podemos dar la vuelta, sin cambiar el sentido, a aquella fanfarronada de cuando el PSC era hegemónico. Hoy el independentismo podría presentar un sofá y la reacción se abocaría a las porquerías de siempre. La única diferencia es que la sonrisa engreída de entonces se les ha convertido en mueca. Impotente ante el derrumbe de su crédito en Europa, el españolismo sube la violencia verbal hasta el paroxismo. En pocos años ha pasado del ‘insaciable’ Pujol al ‘supremacista’ Torra. Por cierto, este adjetivo, instalado en boca de todos, es de importación reciente; y es que la reacción española, vacía de ideas e incapaz incluso de creatividad ofensiva, se mimetiza en el ambiente. España se enfrenta a una nueva leyenda negra y sólo sabe oponer a la misma la cantinela de su ‘consolidada’ democracia. Contraposición lógica, por otra parte, porque el término ‘leyenda negra’ es relativamente reciente. Lo promovió un libro de Julián Juderías publicado en 1914 para combatir la mala impresión que producían en Europa los procesos de Montjuïc y los fusilamientos con que el gobierno Maura había saldado la Semana Trágica. Y es que España no triunfa con sus restauraciones y debe contraprogramar la reticencia europea un par de veces cada siglo. Pero lo que más llama la atención es que estas urgencias sean correlativas a la resolución de las crisis catalanas. Y que sean tan insoslayables como la necesidad, que ya se vuelve a escuchar, de bombardear Barcelona cada medio siglo.

 

He empezado hablando del Partido Socialista, pero la idea se puede extender a su palingenesia Podemos, y en la sucursal catalana de los comunes. Estos no pueden presentar sofás, todavía, pero ya vagan por los espacios de la revuelta abstracta. Xavier Domènech no pierde ni un minuto y ataca a Quim Torra antes de ser investido. ¿Cien días de gracia? ¿Respecto institucional? ¿Voto formal de confianza? ¿Dónde se ha visto? Y es que para la derecha es intolerable, y para la izquierda indigerible, que este presidente y este gobierno sean, aquí y ahora, la encarnación real y concreta del desafío al Estado. La antipolítica fabrica escándalos sin más fin que paralizar las instituciones, y los comunes, añadiéndose a la juerga, ponen en evidencia sus intimidades. Atrapada en este juego, Elisenda Alamany se encuentra con un ‘selfie’ no muy digno del nivel teórico del otro Marx y pide perdón por una frase pornográfica. No se da cuenta de que la pornografía radica en el trato que denuncia y no en la grosería de la expresión. ¿Qué revolucionario, o, sencillamente, qué demócrata se retira con el rabo entre las piernas porque los bramidos de la fiera tienen el tono que denunciaban los escritos de Quim Torra? Vivimos en un estado de derecho, dicen, y en tanto en cuanto la ley es igual para todos, los catalanes tienen el mismo derecho de disculparse por expresar la realidad que los demás de no disculparse por esconderla.

 

Xavier Domènech pregunta al presidente que explique qué piensa de los españoles a fin de saber su idea de Cataluña. Después dirán que la identidad no tiene nada que ver con el conflicto. ¿Y si empezáramos preguntando a Xavier Domènech qué idea tiene él de Cataluña? Entre otras cosas, porque sorprende que para un revolucionario la idea de un país sometido se deduzca de la del país opresor. Es que los comunes llevan su dependencia política incluso al terreno de la teoría.

 

Por suerte, Domènech nos lo aclara él mismo en un tuit del 15 de mayo: ‘Mi Cataluña es la del catalanismo popular y progresista. La Cataluña de Salvador Seguí, de Federica Montseny o de Companys. Es la Cataluña de las clases populares venidas de toda España’. Todo muy claro, porque con estos twits Domènech entierra la cuestión nacional. Cataluña es una parte de España y sus clases populares, españolas. Observen la contradicción, sin embargo. Las clases populares habrán venido de todas partes, pero Domènech elige los referentes de ‘su Cataluña’ entre políticos nacidos en el Principado. Disimular, pues. ¿Será que se doblega a la evidencia de que las causas populares tienen un componente nacional? De ninguna manera. Domènech invoca a Seguí pensando en el discurso que este hapronunció en el Ateneo de Madrid el 4 de octubre de 1919, donde el Noi del Sucre negó rotundamente la cuestión nacional:

 

‘No existe el problema de Cataluña, volvemos a insistir sobre ello y no será la última vez que lo hagamos; no existe ese problema, porque la gran masa del proletariado de Cataluña, porque incluso la clase media de Cataluña, incluso las clases directoras, las altas clases sociales de Cataluña no sienten ese problema, no quieren la resolución de ese problema’.

 

La indiferencia por la cuestión catalana era aún más profunda en Federica Montseny. Esta catalana hija de catalanes no ha dejado ni una sola línea escrita en la lengua materna. Hasta aquí todo cuadra, pero el modelo falla en el caso de Companys. Porque del Companys reticente con el catalanismo, que es lo que interesa a Domènech, la responsabilidad del cargo y la guerra convirtió en el patriota que se descalza para morir pisando tierra catalana. Por encima de este último y definitivo Companys, Domènech podría perfectamente darse la mano con Torra, a condición de descalzarse, también él, de sus prejuicios.

 

Lenin decía que los trabajadores sólo pueden alcanzar conciencia de clase desde fuera de la lucha económica. Esta inteligencia debían captarla de las relaciones entre todas las clases y el Estado. La Cataluña popular no tendrá conciencia de clase mientras gente como Domènech la limite a una visión económica que borra la cuestión nacional. Por su condición de pueblo sujeto, Cataluña alcanza su conciencia de clase cuando la opresión nacional de ‘todas’ las clases enciende la llama de la lucha democrática. La prueba es la fuerza que tienen entidades interclasistas como la ANC y Òmnium. No en vano sus presidentes han sido los primeros en ser encarcelados. Excluir este ‘afuera’ que sobrevuela lo que los comunes, con mirada extraordinariamente estrecha, llaman ‘políticas sociales’, les lleva a entender el país de manera dogmática e intolerante, como cuando Domènech declara (en El Periódico) que Torra es lo contrario de lo que es Cataluña.

 

Domènech pregona que la suya es la Cataluña híbrida, la del mestizaje, dejando entender que la otra, la del independentismo, es xenófoba y racial. Pero la realidad es un hueso duro de roer. El independentismo lucha por los derechos de todos, también los de sus opositores. En este punto hay que ser taxativo: a Torra lo acusan de escribir cosas que ni cree ni ha dicho. Y no lo atacan por lo que haya dicho, sino por lo que representa. Porque Torra personifica ahora mismo, al más alto nivel institucional, el máximo desafío al Estado desde la Guerra Civil. Por ello, en justa compensación dialéctica, el ataque llega a las cotas humanas más bajas. La hibridación demográfica de Cataluña es un hecho, moralmente indiferente, que nadie pone en duda. Pero también es un hecho que la parte más híbrida de la población, la más integrada, es la que ha despertado el sentimiento nacional como clase territorialmente castigada.

 

Abstraer el sentimiento nacional del carácter popular del catalanismo, como hacen los ideólogos de una conciencia inmanente de clase, no es superar la estrechez de miras del nacionalismo; es hacer nacionalismo inconsciente al servicio del Estado. Que es un Estado opresor de la diversidad nacional.

 

Después de todo, la hibridación que celebra Domènech no es sino la resistencia a sumarse a la conciencia de catalanidad. No es la neutralización de los orígenes en una sociedad compartida lo que nos propone Domènech con su retórica de las dos naciones. Es la tiranía de los lazos étnicos con el Estado, que permiten a algunos el preservar los privilegios del ocupante y a otros la ilusión de compartirlos por el hecho de menospreciar ‘la otra Cataluña’.

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