La nación vecina

Supremacismo. Racismo cultural. Conceptos tan duros y escabrosos han asomado estos últimos tiempos en el debate sobre las relaciones entre Cataluña y España. Ha bastado que los catalanes quisieran decidir sobre su futuro dentro del Estado español y de repente han salido los fantasmas más apestosos; el catalanismo ha levantado la cabeza y ha empezado a tratar de normalizar la situación en primer lugar con un referéndum, que es la manera en que las democracias sanas deciden sus más espinosos asuntos de futuro. Porque si Cataluña es verdaderamente una nación, tiene derecho a decidir, y tiene derecho a hacerlo sin ni siquiera tener que pedir permiso a la nación vecina. Debería bastar que donde reside la soberanía del pueblo catalán -el Parlamento- lo manifestara y el referéndum se debería poder celebrar sin violencias ni chanchullos dramáticos, porque este es el primer paso de asumir que somos un país diferente y que, como tal, no necesita tutelas. Lo escribió Sagarra en 1934: «El Parlamento tiene un alma dentro, que representa la ambición política del país». Por consiguiente, no podemos continuar diciendo que «el Parlamento es soberano» y a la vez tener a la presidenta que posibilitó un debate y unas leyes en prisión, porque entonces tenemos que admitir que la soberanía la tiene otro, porque soberanía es poder. Poder de dominio y coerción.

El supremacismo comienza aquí, ya desde el principio de jerarquía normativa: toda ley catalana está sometida a la Constitución española, una Constitución que es irreformable desde Cataluña. Todo lo que no sea tratar el problema desde esta raíz normativa sólo será una manera de marear la perdiz, el autoengaño que nos permite soñar a la vez que agachemos la cabeza o partamos al exilio. Supremacismo es considerar que los otros son inferiores, que se gobiernan con instituciones subordinadas, que tienen una cultura pequeña y sin luz, y que incluso moralmente no son lo que deberían ser.

En España, el supremacismo se esconde tras un discurso legalista, constitucional, que bajo la capa de la ciudadanía o diciendo que «la Generalitat es Estado» nivela lo que en ningún caso puede ponerse en clave de igualdad. Porque basta con escuchar los discursos de fondo: no estamos hablando de política sino de cultura. De una cultura política de Estado que intenta hacer valer una identidad sobre otra, una lengua, un talante colectivo, una uniformidad de país, que el catalanismo siempre ha luchado por contrarrestar, hasta que el soberanismo ha querido cerrar el debate de una vez por todas con una república, institución que salvaguarda los rasgos más definitorias de nuestro país. Sobre todo es eso lo que la cultura política del opositor se niega a admitir. Más que una república, lo que irrita es el daño que se hace a una identidad cuando te niegas a querer formar parte de la misma de una manera pura. De ahí que las acusaciones de racismo cultural también se asomen, como si no queriendo formar parte del club te sintieras superior, o menospreciases los que sí quieren continuar en la bella España.

«A por ellos» era el grito de guerra de los cuerpos policiales y de sus aclamadores de barrio, pero es a la vez el subtexto de la cultura política que tumbó el Estatuto o se niega a dejar hablar el catalán en el Senado o se ha propuesto cerrar o rehacer la televisión catalana, al considerar que en la catalanidad ya está la semilla del plante independentista. Ya sabemos que se estudia más catalán en las universidades alemanas o inglesas que en el resto de España: es el «A por ellos» académico -la ignorancia como estrategia, como plan-, también el del silencio de los catedráticos de derecho constitucional o penal de todo el Estado ante los abusos y manipulaciones que el estado de derecho se ha visto en la obligación de perpetrar para castigar a los políticos catalanes díscolos.

El fascismo ha vuelto a enseñar los dientes, por todas partes en calles y plazas, con sus múltiples brazos políticos que les dan empuje y cobertura retórica. Pero quien ha recibido los golpes han sido los representantes catalanes, que montaron un plebiscito sin permiso del dueño, y todo ante un progresismo que ha decidido mirar a otro lado o echarle la culpa al demócrata, por haber roto «el huevo de la serpiente» del fascismo.

No tan en el fondo, esta es una batalla cultural. La catalanidad necesita un Estado propio para poder sobrevivir. España podría garantizar la supervivencia de la lengua, la cultura, la identidad catalana, pero no quiere. El borrador sí es estructura de Estado español. Incluso nuestras escuelas son puestas en cuestión, cíclicamente; ni los pilares más básicos de la convivencia son inmunes a la voluntad de empequeñecer el país. Todo lo que no sea partir de estas constataciones básicas será un relampagueo efímero.

EL PUNT-AVUI