La irrenunciable investidura del presidente Puigdemont

«Las urnas decidieron que Carles Puigdemont es el legítimo presidente de Cataluña, y todo intento español de cambiarlo por otro constituye un ataque dictatorial»

Las personas que amablemente me leen saben que siempre he defendido que Carles Puigdemont es el legítimo presidente de Cataluña elegido en las urnas, y que toda operación para impedirlo, por parte del Estado español, o de sustituirlo, por parte catalana, sería lamentable no sólo por principios democráticos y razones de dignidad, sino también por sentido común. Ya han transcurrido más de cien días, desde las elecciones, y sigo pensando exactamente lo mismo. Por eso me parece tristísimo que una parte del independentismo parlamentario se empeñe en hacer seguidismo de los Comunes poniendo otra persona vulnerando el veredicto de las urnas. Y aún más después de haber derrochado tanta energía en reproches internos. El reproche interno, entre los oprimidos, siempre favorece al opresor. ‘Divide et impera’, decía Luis XI, rey de Francia, en el siglo XV. Y esto es precisamente lo que intenta hacer el Estado español en Cataluña, o, más en concreto, el Partido Socialista a través de sus boletines diarios llamados El País y El Periódico, pidiendo un tripartito ERC-PSC-Comunes-, a fin de separar a Esquerra de Juntos por Cataluña y la CUP. Sólo les falta pedir el regreso de José Montilla.

En todo caso, ‘divide y mandaràs’ es, ciertamente, el principio más elemental que sigue todo estratega a la hora de romper la cohesión de sus adversarios. Todo el mundo sabe que la vitalidad y la inmensa fuerza del independentismo catalán radican justamente en su transversalidad, en su carácter interclasista, y es este el motivo por el que el Estado español se esfuerza por sembrar cizaña en el seno del movimiento con el fin de debilitarlo primero y aplastarlo después. La aviación, en términos bélicos, hace lo mismo cuando ‘ablanda’ el camino que a continuación será pisado por la infantería. Los prisioneros inteligentes que de verdad quieren liberarse no caen en el egocentrismo ni en la trampa de intercambiar reproches con sus compañeros de viaje mientras construyen el túnel que los hará libres. Los prisioneros inteligentes cierran filas y no se confunden de enemigo. Los reproches se guardan para la salida del túnel y en libertad. Saben que si no lo hacen así, el túnel será más largo que su vida.

He dicho que las razones para la investidura del presidente Puigdemont no son sólo de dignidad, son también de sentido común. Son de dignidad, porque España no es nadie, absolutamente nadie, para decir quién debe gobernar Cataluña, como tampoco son nadie, absolutamente nadie, cierto grupo de individuos, con toga o sin toga, sentados en un despacho de Madrid, para decidir qué puede ser y qué no puede ser Cataluña. Y menos puede decidirlo un simple juez prevaricador con ínfulas imperiales que día tras día viola impunemente los derechos humanos y que ahora mismo debería estar sentado ante un tribunal penal internacional.

Las urnas decidieron que Carles Puigdemont es el legítimo presidente de Cataluña, y todo intento español de cambiarlo por otro constituye un ataque dictatorial de naturaleza fascista inaceptable por completo. Aceptar que el Estado español, con el apoyo de los Comunes, viole los derechos democráticos fundamentales del presidente Puigdemont constituye una claudicación nacional en toda regla, dado que un pueblo que se humilla hasta el extremo de decir que no es nadie para decidir sobre su propia vida, y que acata sumiso la voluntad de quien lo quisiera muerto, es un pueblo que ha vendido su alma y que ha perdido el respeto por sí mismo.

La investidura de Carles Puigdemont es igualmente una cuestión de sentido común por dos razones: en primer lugar, porque su sustituto, se llame como se llame, ya sea para complacer España como los Comunes, se convertirá en un reflejo histórico de la claudicación catalana; y en segundo lugar, porque cuanto más claudique Cataluña, cuanto más obedezca, cuanto más se arrodille, más fuertes serán los grilletes españoles que llevará. El autohumiliación del prisionero, por muy revestida de prudencia y de posibilismo que vaya acompañada, da alas al secuestrador y lo empuja a exacerbar aún más la opresión. O, dicho de otro modo, lo hace sentirse poderoso hasta el punto de encontrar una irrenunciable y adictiva fuente de reafirmación personal imparable y que lo hace cebarse morbosamente con la víctima hasta su extenuación .

Hace siglos que no hay nada que excite más la libido del Estado español que la humillación de Cataluña. Es el sueño más húmedo de su impotencia para doblegarla. Es, pues, por dignidad que Cataluña ha de investir telemáticamente al presidente Puigdemont. No hay moneda alguna, ni ninguna ley, ni ninguna norma catalanas que lo impida. Ninguna. Estamos en el siglo XXI, no en el siglo del Decreto de Nueva Planta, por más que éste no haya sido nunca derogado y que el 155 sea una versión actualizada del mismo. Ya no es por respeto a la inviolabilidad de las urnas, ya no es por respeto a la inviolabilidad del voto, es por respeto a nosotros mismos, como pueblo, por lo que hemos de investir a Carles Puigdemont como presidente de Cataluña.

EL MÓN