La inversión de papeles entre la derecha y la izquierda en el tablero nacional

Tendemos a creer que la vida empieza y termina con uno mismo. En cierto modo es así. Cada persona, a lo largo de la vida, recorre en sucesión vertiginosa las fases que ha atravesado la humanidad en su conjunto. Desde el animismo y el pensamiento mítico hasta el racionalismo ilustrado, el historicismo, el pragmatismo y el posthumanismo de raíz tecnológica y alcance globalizador, hasta el regreso del pensamiento metafísico, la historia es la búsqueda del sentido de la vida humana. Aquí las palabras clave son ‘sentido de la vida humana’. Cuando se pierde este sentido, la vida avanza al azar, como una película de la ‘nouvelle vague’. O si tiene ningún guión, suele ser performativo: conquistar el poder sin más objetivo que ejercerlo, apilar riqueza a fin de acumular aún más, concentrar influencia para imponer la propia voluntad en todas partes, apropiarse el territorio ajeno por controlar sus recursos.

¿Y qué otro sentido tendría la historia que el logro de la libertad? Las revueltas, cuando les falta este sentido, suelen fracasar o son asimiladas. Tal vez conseguirán alguna victoria, pero no sabrán qué hacer y caerán en la nada. Los demagogos invocan un futuro estéril contra el pasado, pero no lo saben imaginar si no es como adición reiterativa del presente, y aún de un presente abstracto, irreal. El futuro sólo tiene sentido si lo recibe de la experiencia histórica, como la luna ilumina con la luz prestada del sol. Cuando falta el sentido histórico se formulan objetivos vacíos como ‘ensanchar la base’, ‘hacer políticas sociales’ y ‘mejorar el autogobierno’, cosas que ni expresan una realidad concreta ni aportan novedad alguna. Son fórmulas para el inmovilismo o, yendo muy bien, para canjear derechos eternos por beneficios provisionales.

Los españoles siempre han sabido aprovechar la trágica desunión de los catalanes para combatirlos en los raros momentos en que han logrado sobreponerse al Estado. Las circunstancias cambian, pero la maniobra siempre les rinde. En 1909, la propaganda de Lerroux culminó en los incendios de medio Barcelona y rompió la Solidaritat; en los años treinta, las expropiaciones y asesinatos de prohombres de la Lliga puso a la gente de orden contra la República; y hoy, mientras hay gente que ‘no puede votar a la derecha’, el Estado ha descubierto que el partido al que puede confiar la recuperación no es Juntos por Cataluña sino ERC. En Oriol Junqueras, el Estado ha visto el eslabón débil del independentismo y se aplica estudiosamente a limarlo. Desde los intentos de seducción de Soraya Sáenz de Santamaría hasta la visita de Pablo Iglesias el viernes para negociar el presupuesto del Estado y quizás algo más, pasando por las visitas de socialistas a las prisiones de Estremera y Lledoners y la de los presidentes de las primeras organizaciones económicas del Estado, la CEOE y UGT, la semana pasada, la estrategia del Estado es transparente. ERC acepta el envite, como lo indican las entrevistas frecuentes del vicepresidente Pere Aragonés con representantes del Gobierno español, mientras éste veta cualquier contacto con el presidente. Por si fueran necesarias más pruebas de la priorización del interés del partido en el gobierno, la entrevista del consejero de Exteriores en la BBC desautorizando el mensaje casi simultáneo del presidente Torra en Suiza sobre la necesidad de mediación internacional en el conflicto con España, demuestra el poco respeto del consejero no tan sólo por el presidente, sino por el pueblo que sufre la inhumanidad de un Estado que, sin intervención exterior, no enfriará su ardor represivo.

Por mucho menos que eso, otro Maragall, ocupando la presidencia, echó a todo un consejero de Gobernación que había criticado a Zapatero por la deslealtad hacia Maragall mismo. Joan Carretero era fulminado por haber dicho lo que saltaba a la vista y en este momento es verdad oficial: que Zapatero mentía cuando prometió apoyar el estatuto que aprobara el parlamento. Con mucha más razón que Pasqual Maragall, Quim Torra debería destituir a su consejero de Exteriores por haberle contraprogramado la estrategia internacional, absolutamente vital para el independentismo. Si el bloqueo de ERC a Carles Puigdemont ha sido nefasto desde el comienzo de la legislatura, la insubordinación de Ernest Maragall es una falta muy grave contra la confianza depositada en él por el presidente. No hacer nada lamina la autoridad de Torra, ya tocada por las impresentables explicaciones del consejero Buch raíz de la actuación de los Mossos el 29 de septiembre. La impasibilidad ante actos tan graves patentiza la impotencia del gobierno no sólo para revalidar la República sino incluso para ordenar una estructura de Estado tan básica como la policía propia.

La amenaza permanente de represión y la lucha por la hegemonía en el seno de un parlamento gravemente fracturado obligan al presidente a hacer equilibrios en el alambre, una cuerda que sus socios tienen suficiente cuidado de tensar. El compromiso de Torra es sincero y la simbología correcta, pero con su parálisis pierde autoridad a ojos vista. En estas condiciones no se entiende la reticencia a convocar elecciones. Después de todo, esta legislatura no se orientaba a resolver el pulso entre formaciones que se esperaba caminaran juntas hasta la independencia. Se trataba de derrotar el 155, es decir, a todos y cada uno de los partidos que lo impulsaron, desencadenando la violencia policial y judicial, las cárceles y los exilios.

Desde la maniobra del 30 de enero, ERC se prepara para gobernar el país con la conocida fórmula de Jordi Pujol de que las elecciones se ganan desde el centro. Actualmente, esto significa ablandar el independentismo, alejando su horizonte, que en la práctica significa alejarse del mismo. Con el discurso neoconvergente del realismo y reduciendo la reivindicación a pedir ‘gestos’, ERC aspira a instalarse en el inmovilismo hegemónico que fue la vida y milagros de CiU. Si esta formación vivió de las rentas de una soberanía dudosa teóricamente y en la práctica ininteligible, ERC quiere sacar rédito del espejismo de un referéndum a pactar sin plazo, pero avalado con prendas circunstanciales, reversibles y seguramente improrrogables. Por pactos que empezaron a tejerse con la investidura de Pedro Sánchez y que tienen como condición inexcusable mantenerlo en el poder.

El vuelco de papeles entre ‘la derecha’ y ‘la izquierda’ ha sido rápido y sorprendente. Naturalmente, todo el problema ideológico consiste en definir los términos. ¿Qué significa ‘izquierda’? ¿Qué quiere decir ‘derecha’? Si la izquierda ‘es rupturismo hacia las clases que instrumentalizan el Estado en beneficio propio, entonces el actual empeño pactista de ERC es poco izquierdista. Y a la inversa, la radicalización de las clases medias parcialmente representadas por la antigua CiU y por ERC acerca más la opción puigdemontista a aquella izquierda que hizo la revolución ilustrada del siglo XVIII que a las clases que hoy sostienen la monarquía española a lo largo de todo el abanico ideológico. Dicho gráficamente: hoy Puigdemont, exiliado en Bélgica y casi extraditado por Alemania (afortunadamente faltó la Gestapo, para desesperación de Llarena y de Ciudadanos) se encuentra figurativamente más cerca de Macià y de Companys que nadie de ERC.

ERC hace tiempo que tira cosas esenciales como si fueran lastre inútil. Primero canjea la nación efectiva por un inexistente Estado anacional (aquello de ‘yo no soy nacionalista, soy independentista’). A continuación renunció a la lengua como rasgo diferencial de la catalanidad, declarando el castellano lengua cooficial de la República Catalana. ¿Resultado? Unos cientos de votos ganados a costa de romper el vínculo con las generaciones pasadas y futuras. De renuncia en renuncia, ERC ha terminado renunciando a la identidad. ¿Pero de dónde beberían el sentido de la historia los republicanos, si tiraran la identidad al cajón de los trastos? Si la historia ya no cuenta, y el futuro empieza mañana, este futuro que todavía no es nada, ¿cómo podría movilizar un pueblo por la libertad? ¿Por qué cinco perras desafiaría los palos y los juicios, si todo lo que se le propone es ir tirando?

No fue un conjunto amorfo de ciudadanos el que el año pasado se enfrentó a la mayor operación represiva nunca practicada por un Estado europeo en democracia. Fue gente con identidad, esto es, con memoria histórica. El catalán se levantó de un silencio de décadas, consciente de que el voto sagrado lo depositaba, detrás de cada votante, una serie larga de antepasados. Con heroicidad y sacrificio o como la cosa más natural del mundo, catalanes que vivieron antes que nosotros nos transmitieron el ansia de libertad junto con las brasas de la catalanidad preservadas de las tormentas de la historia. Las unas son la condición de posibilidad de la otra.

La libertad siempre acaba devorando lo que la constriñe. Identidad no significa inmovilidad ni fijación; significa continuidad de conciencia. Es el puente que une todos los momentos vividos en un relato, personal o colectivo. Y relato implica transformación y superación, pero también retención y consumación en el cambio. Nada se mantiene igual sino lo eterno, como el deseo de libertad. Y porque es eterna, esta aspiración vence a las fuerzas que querrían ahogarla. Pero las formas que representan esta aspiración en cada momento de la historia fluctúan, se alteran, mudan y dejan paso a otras. El salto histórico del pueblo catalán para reclamar la libertad ha derrumbado a casi todos los partidos del régimen autonómico, ha originado fugas y refundaciones para adaptarlos al nuevo nivel de la historia. De los partidos llamados soberanistas, sólo ERC resiste hasta ahora la ley de gravedad histórica. La duda que se abre ante las elecciones cada día más inevitables es si será la excepción y se afianzará, deteniendo el sol tanto tiempo como sea necesario hasta conquistar la hegemonía por la que se afana. O bien si, llevada por la ola que ya ha disuelto otras siglas de la vieja política, se transfigurará en una voluntad más vibrante y más definida. Una parte podría buscar su destino en la ‘Crida’, o como llegue a llamar el frente de urgencia que se fragua para rehacer políticamente la lucha por la República que tan escandalosamente ha fallado en esta legislatura. Y otra parte, la que antepone las políticas sociales a la libertad, podría guarecerse en los comunes, con el desafío ‘de ensanchar la base’ desde dentro mismo de la cantera, en lugar de que sean los comunes quienes pongan a ERC en el trance de elegir entre estrellarse contra el cinismo del Estado o contra la resolución de la gente con su voto.

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