La humanidad y la gente

«Amo la humanidad, lo que no puedo soportar es la gente». Esta frase del monólogo cómico (Charles Schulz) se presta a algunas reflexiones sobre cómo somos y cómo pensamos los temas políticos y sociales. No es inhabitual equivocarse en ambas cosas.

Hablar de la humanidad es emplear un lenguaje abstracto de pretensiones universales. En cambio, hablar de la gente es hacerlo en unos términos más concretos, relacionados con un entorno social normalmente más inmediato al hablante. La noción de humanidad destaca aspectos morales compartidos por todos los ‘Homo sapiens’ (su dignidad, sus derechos humanos, etc.), mientras que la noción de gente se asocia más bien a las actitudes y los comportamientos que estos pretendidos ‘sapiens’ muestran la práctica.

Los análisis de las democracias incluyen ambos conceptos. Su legitimación gira alrededor de teorías políticas que emplean términos como ‘derechos’, ‘libertades’, ‘justicia’, ‘participación’, ‘estado de derecho’, etc. Se trata de teorías que actúan como la artillería: disparan por elevación. Sin embargo, el análisis del funcionamiento práctico de las democracias requiere también introducir análisis empíricos más de infantería, cuestiones más terrenales y de carácter local sobre cómo son efectivamente las cosas, digan lo que digan las teorías normativas.

Raymond Aron insistía hace más de seis décadas en que «en un futuro previsible es poco probable que las personas dejen de centrarse en sus intereses privados, que los individuos que ocupan la peor posición social encuentren que las cosas funcionan bien, o que aquellos que ocupan posiciones privilegiadas encuentren que son indignos de ocuparlas». Mantener que hay aspectos en el comportamiento humano que resultan poco modificables no es militar en el pesimismo. Es simplemente mostrar una antropología analíticamente informada y alejada de enfoques meramente ideológicos.

Una idea que recorre el liberalismo político clásico, predominantemente en el mundo anglosajón, es la de prestar atención a la experiencia práctica. No se debe rehuir, por ejemplo, que las personas actúan a menudo por el deseo de mejorar (ellos y sus familias) y a través del peso que las pasiones juegan en la vida colectiva. Lo que resulta políticamente más relevante, dicen muchos liberales, es que no se debe confiar nunca es en que las personas que ocupan el poder harán un buen uso del mismo. De hecho, esta es una tesis aristotélica que el liberalismo político recoge y plasma en las Constituciones contemporáneas a través de una serie de instituciones de ‘desconfianza’ (separación de poderes, representación, procedimientos participativos, elecciones competitivas, principio de legalidad y de seguridad jurídica, división territorial de poderes, etc.): es necesario que el poder político sea y esté siempre limitado y controlado.

Por otra parte, la experiencia empírica nos dice que tampoco se debe confiar demasiado en la capacidad de discernimiento de los ciudadanos sobre cuestiones políticas, a pesar de la vocación que muestran de hablar de ello constantemente. Esta es una reflexión descrita magníficamente por Tucídides en el seno de la democracia antigua (Pericles se quejaba y regañaba a la asamblea de los ciudadanos de Atenas por sus decisiones erráticas y arbitrarias)

Así, más que insistir en mejorar la calidad moral de los gobernantes o de los gobernados, la pieza clave sería establecer un buen entramado de instituciones que haga que el poder no lo ejerza nunca nadie en solitario o sin procedimientos de control, tanto si lo ostenta un individuo como un partido o una asamblea ‘democrática’.

Sin embargo, a pesar de todo y todos, hay progreso. A pesar de todo y todos, en términos prácticos las democracias liberales han supuesto los sistemas políticos más convenientes (o los más soportables) que la humanidad ha sido capaz de establecer de manera estable. Pero también resulta claro que muestran importantes márgenes de mejora.

Todas las democracias liberales incluyen un estado de derecho, pero no todos los estados de derecho son iguales en términos de calidad liberal, democrática, social y cultural. Hay claras deficiencias en la distribución del poder de decisión, en la redistribución socioeconómica o en la regulación de los derechos colectivos de las minorías nacionales, étnicas o culturales. Y, en los últimos tiempos, populismos demagógicos de signo diverso han colonizado parte de los discursos legitimadores (otro tema con resonancias de la democracia antigua). Por otra parte, el proyecto europeo hace tiempo que está herido y convaleciente, por no hablar de la pésima gestión que las democracias están haciendo del tema de los refugiados o de las migraciones transnacionales.

La yuxtaposición de argumentos éticos y funcionales, y de argumentos basados ??en la experiencia empírica de la política comparada, apunta a la conveniencia de que el diseño institucional combine la democracia representativa con elementos de democracia participativa y de democracia directa. Entre los objetivos genéricos destacan procurar un desarrollo económico compatible con objetivos ecológicos, un sistema de bienestar basado en los derechos socioeconómicos, el establecimiento de una igualdad efectiva de género, la acomodación de las minorías nacionales o la promoción de la cohesión social en una sociedad crecientemente multicultural. Algunas de estas mejoras están pendientes de establecerse en todas partes, pero otras se encuentran en medidas ya implementadas en Canadá, Suiza, Bélgica, Reino Unido, Holanda o en los países nórdicos.

El camino de mejora de las democracias no es precisamente un camino llano. El viaje de las democracias es siempre inacabado. Pero para mejorarlo hay que conectar las ideas legitimadoras con los conocimientos que tenemos sobre el comportamiento humano. Conectar «la humanidad» con «la gente». Y viceversa.

ARA