La historia oculta tras la caravana

CIUDAD DE MÉXICO

Hay dos formas de contar la historia de Karen Paz, madre soltera hondureña de 34 años, su hija Iliana Sarahy, de nueve, y su amiga Rosa Amanda Mateu, de 50. Las tres, migrantes del municipio de Ocotepeque, en la frontera de Honduras y El Salvador, llevaban dos días durmiendo en el suelo del estadio de futbol La Pililla en las afueras de Ciudad de México junto a 4.500 centroamericanos más. Son integrantes de la primera de tres caravanas de migrantes que van subiendo hacia Estados Unidos, aunque pocos lograrán cruzar la frontera.

La historia típica detallaría la situación desesperada de las tres, como millones de pobres en Centroamérica. Se contaría el suplicio del viaje de más de 1.500 kilómetros –en camión y a pie– desde Honduras hasta la capital mexicana, y se comentaría el deseo inapagable de alcanzar el sueño americano. Karen, madre soltera y vendedora ambulante de baleadas (un sándwich hondureño), amenazada y forzada a pagar un “impuesto de guerra” a los extorsionadores de la violenta pandilla Mara Salvatrucha, tomó la decisión de unirse a la caminata cuando esta pasaba cerca de su casa hace un mes. Una treintena de vecinos hicieron lo mismo, entre ellos Rosa Amanda, que ya es la abuela adoptada de la nueva familia.

Atravesaron Guatemala hasta Chiapas, en el sur pobre de México. “Nosotras, las mujeres, cruzamos el río en balsa, pero había chicos que por poco se ahogan”, recuerda Karen. Siguieron al norte por Veracruz. “A veces nos llevaron, pero muchos días caminamos 50 kilómetros”. Por el camino, Sarahy, que ayer sábado cumplió nueve años, tuvo fiebre, como muchos del millar de niños en la caravana, que padecen enfermedades respiratorias y gastrointestinales.

Finalmente llegaron a la megalópolis mexicana donde el Gobierno, la ONU y diversas oenegés han proporcionado servicios de ayuda médica, psicólogos y asesores legales. El viernes, un grupo de lucha libre entretuvo a los migrantes en un ring montado junto a la tienda de Karen y Sarahy.

Fue un respiro necesario porque el trecho que queda hasta Tijuana, en la frontera con EE.UU., es aún más largo: unos 2.800 kilómetros. Pero el descanso no duró nada. Tras celebrar una asamblea para decidir el calendario y la ruta hasta la frontera, la mitad de los migrantes se volvió a poner en marcha. La próxima parada será Querétaro, a 200 kilómetros. Las tres mujeres de Ocotepeque esperaron hasta la segunda salida, a las cinco de la mañana de ayer. El estadio se quedó casi vacío aunque se mantiene en estado de alerta para la llegada de la segunda y la tercera caravanas, con otros 4.000 migrantes.

En esta descripción de sufrimiento y ayuda humanitaria, se terminaría comentando lo poco preparadas que están Karen y Rosa Amanda para lidiar con la frontera militarizada en el norte tras la decisión de Donald Trump de mandar a 5.300 soldados y endurecer los requisitos para las solicitudes de asilo de refugiados. Entrarán por uno de los puentes oficiales y pedirán asilo. Karen enseñará la cicatriz de una quemadura en el hombro, prueba, dice, de que es víctima de la Mara.

Pero no saben que las nuevas restricciones han colapsado más el sistema de atención para los refugiados en los puestos fronterizos. Miles se verán forzados a acampar durante semanas o meses al lado del muro, una peligrosa tierra de nadie. Aun después de la espera, es poco probable que cumplan con las estrictas condiciones para decidir si una persona sufre un “temor creíble” por su vida, imprescindible para lograr el estatus de refugiado.

Es la historia, rebosante de empatía pero carente de contexto político, que se suele contar en los reportajes sobre la caravana. Pero Karen y Rosa Amanda insisten en añadir otro elemento. “Nosotras, como todos los hondureños en esta caminata, estamos aquí porque Juan Orlando Hernández nos ha dejado en la ruina”, sentencia Karen en referencia al presidente hondureño, aliado de la Administración Trump, que, según muchos analistas independientes, ganó de forma fraudulenta las elecciones de noviembre del 2017. “Privatizó nuestro centro de salud y la empresa eléctrica, que ha subido el precio de la luz”, dice Karen. “Juan Orlando es el niño bonito de Trump”, añade Rosa Amanda. Orlando ha tachado la caravana de “tráfico de personas” a manos de “grupos radicales”.

Otros lo corroboran: “Estados Unidos decide quién va a ser presidente en Honduras”, dice Juan Luis Santos, de 38 años, campesino. En esta versión de la historia de la caravana, es lógico concluir que, al comprobar que su voto no valía nada, miles de hondureños, el 80% de los integrantes de la primera caravana, hayan decidido votar con los pies.

Ni Orlando Hernández ni los policías hondureños entrenados por la patrulla fronteriza estadounidense (algunos hasta llevan el mismo escudo) han podido cumplir con su papel de primera línea de defensa. ¿Por qué no se intentó detener la caravana en Honduras? “Porque somos muchos; habría sido una guerra”, responde Santos.

Tampoco se han producido detenciones sistemáticas en México. Eso sí, un grupo de delincuentes enmascarados secuestraron un camión que llevaba un centenar de migrantes y no se sabe más de su paradero. Las organizaciones de derechos humanos advirtieron ayer que la travesía del norte desértico representará un grave peligro para las caravanas.

Pero nadie se deja amedrentar. Cientos han pedido la repatriación a sus países, pero no por miedo sino por agotamiento o enfermedad. Más que el sueño americano, este valor colectivo parece tener que ver con una fe mesiánica, la del evangelismo, paradójicamente exportado a Centroamérica desde EE.UU. durante las guerras contrainsurgentes como arma psicológica contra la teología de la liberación.

“Vamos a entrar en EE.UU. y que decida Dios”, decía Daniela Pinkton, de 27 años, de San Pedro Sula, mientras daba de mamar a su bebé de 18 meses, que tosía sin parar. Ella tampoco sabía que, según la nueva orden presidencial, quien entre ilegalmente en EE.UU. ya no tendrá derecho a pedir asilo. Serán mandados a las unidades de detención construidas en el desierto de California a Texas, y conocidas como “hieleras” por el extremo frío que se pasa. Luego serán deportados.

LA VANGUARDIA