La épica como decencia

No son sólo ellos los que faltan a la deontología más elemental cuando en lugar de argumentos profieren insultos. Cierto, los suyos son más disparatados, más primarios, más parecidos a puñetazos. No describen sino que tildan; no pretenden informar sino deformar; no formar sino destruir; no buscan convencer sino romper la cara a alguien. Pero también entre ‘nuestros’ columnistas algunos recurren esporádicamente al ultraje. Y aunque lo hagan de manera más contenida, la intención es la misma, como lo son las causas. Si la ironía es un signo de agilidad mental e incluso de elegancia, la ofensa y la mofa delatan una debilidad del razonamiento, una impaciencia argumental que cortocircuita el entendimiento y recurre al tópico para superar una dificultad discursiva. Al menos, para hacerlo ver, porque nunca un insulto ha conseguido liquidar una razón. Por ello, cuando los vituperios hacen acto de presencia, podemos estar seguros de que la razón se ha eclipsado.

La culpa no es sólo de los articulistas. Los opinantes se adaptan al medio en el que opinan, absorben las expresiones y el estilo del entorno y los devuelven reflejados. La relación es simbiótica. Un periodista mal educado tiene indefectiblemente lectores maleducados y alguno ocasionalmente grosero tiene lectores que aprecian la grosería puntual. Una de las rémoras para la independencia intelectual de este país es el tono torpe que ocasionalmente salpica los artículos de columnistas en general inteligentes. Se suele confundir ser crítico con ‘dar caña’, y está muy extendida la predilección por la acción verbal frente al lenguaje reflexivo. Llevada a un extremo, la espontaneidad tiende al exabrupto.

Hay carreras periodísticas construidas sobre la provocación y la injuria. Están muy a la vista. Pero si en la prensa catalana estos casos son raros, en cambio es frecuente el escarnio conceptualmente diluido. Al respecto planea un silencio concesivo, y este ‘laissez faire’ es un indicador fiable del nivel de civilidad proyectada sobre la ‘res publica’ que construimos cada día. La propensión a la invectiva no es sólo ni principalmente atribuible a una errónea estimación de la desenvoltura, ni demuestra viveza de espíritu. Al contrario, es un síntoma diáfano de impaciencia analítica. Es el fracaso del respeto, del ‘respicere’ o volverse a mirar, del tener consideración y preocuparse, o siquiera ocuparse, de la cosa vista. Es, en definitiva, una deficiencia y, por tanto, una simplificación.

De ello pongo un ejemplo relativamente anodino: el uso que columnistas de una cierta predisposición hacen del término ‘épica’ para combatir al independentismo valiente. En determinados espacios ideológicos esta palabra se aplica no en el sentido literal, sino para movilizar un puñado de connotaciones como quien construye castillos en el aire. Empleado de este modo, el término evoca, en primer lugar, la imagen de un ‘Miles gloriosus’, como si los independentistas coherentes fueran personajes de una comedia de Plauto. En segundo lugar, insinúa un gusto por la trifulca en un contexto donde la belicosidad no puede convertirse en física, porque la violencia es en todo momento unidireccional. Y en tercer lugar, sugiere una fantasmagoría de héroes buscada en los mitos fundacionales de los estados nación de la época romántica.

Pero aquí se cumple el dicho del cazador cazado. No es el independentismo congruente (con congruencia de fines y medios, de teoría y praxis) el que invoca la épica, sino el independentismo de los inseguros. Manejar la épica para definir una política de desobediencia civil es tan inapropiado como admitir a Homero en la República de Platón. Es hacer mitología. O poesía. Hablar figuradamente no es ilegítimo; el abuso radica en elevar la metáfora al cuadrado, en metaforizar la metáfora. Cuando un articulista habla con sorna de un independentismo aficionado a la épica no sólo traslada el significado originario de ‘epos’ (‘discurso’, ‘canto’) a la idea de combate, asociación justificada por la tradición poética, sino que fuerza este sentido figurado para acomodar en el mismo la oposición pacífica, el 1 de octubre, para entendernos. Y así, de metáfora en metáfora, se equipara la firmeza con la juerga. Es el mismo procedimiento del nacionalismo español cuando transmuta los pitidos en terrorismo y la crítica de su violencia en delito de odio.

Antes del 1 de octubre escribí que la independencia sólo llegaría si, una vez proclamada, cesaba la obediencia al Estado español. Como esto no ha ocurrido, a pesar de algunos casos de valor personal, es ocioso defender una república que, como la de Platón, nunca se implementó. Es todo un espectáculo ver que los que no tuvieron ninguna prisa en proclamar la independencia, ahora lo tienen para formar gobierno a pesar de los bloqueos, coacciones e ilegalidades de un tribunal español. Seguramente habrá que recuperar capacidad de gestión administrativa para hacer tolerable la vida del ciudadano, pero pretender que un gobierno patrocinado por 155 será una herramienta para construir la república es moverse en el terreno de la metáfora. Atado corto por el Tribunal Constitucional y vigilado de cerca por la fiscalía, el gobierno post-155 hará república del mismo modo que los gobiernos de Convergencia hacían país. Se pagarán las nóminas y veremos un sinfín de declaraciones simbólicas.

Hay que tenerlo claro: la República se ganó el 1 de octubre en las urnas y se perdió el 10 en los despachos. Ese día la atención mundial estaba puesta en una declaración que no se produjo. Lo vergonzante del día 27 es un triste referente, pero un referente sin embargo. Desde la detención de Puigdemont en Alemania, la atención que ha vuelto a recaer en la causa catalana ya no aconteció por iniciativa de un pueblo alzado en pie de democracia, sino por la acción torpe del Estado. Es España quien tiene la iniciativa, y eso es muy peligroso. En el momento en que el Estado acierte el camino de la moderación, sea por perspicacia propia o por presión exterior, el otoño catalán será historia. La lenta acumulación de voluntades y paciente tejer de complicidades que alguien bautizó como ‘el proceso’ no tenía otra finalidad que la ruptura con la legalidad española. Fracasado el mismo 27 de octubre y rematado el 30 de enero con la suspensión de la sesión de investidura, aquel objetivo se aleja cada vez más disolviéndose en un proyecto de restauración manejado por la clase política.

Comprometerse en una revolución de independencia con el horizonte de pactar un referéndum fue el delirio de Juntos por el Sí y su derrota, que también lo fue en pura lógica. Si ni siquiera la habían podido pactar con los comunes, ¿qué les hacía creer que desafiando un poder colonial éste les confiaría el instrumento de la independencia? Como todos los derechos, el de autodeterminación no se negocia; se ejerce o se pierde. Y ejercerlo contra un Estado que lo niega implica infringir su legalidad. Pero el derecho siempre es superior a la legalidad. La ley prescribe, pero hay derechos imprescriptibles. El de autodeterminación es uno de ellos. Así lo entendió el pueblo el 1 de octubre y así lo entiende el abogado que la semana pasada desobedeció a la juez que le conminaba a quitarse el lazo amarillo. Así también el mecánico de Reus, acusado de delito de odio por haberse negado a reparar el coche de una agente de la policía que había reprimido a la población, y las concejalas de la CUP que se negaron a comparecer ante un juez español. Y los maestros que se resisten a ocultar la verdad a los alumnos, y todos aquellos que salvaguardan la dignidad de todos rechazando las órdenes de un Estado injusto, pues esto es lo que significa desobediencia civil. Y esto es independencia, aunque algunos la tilden de épica.

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