Insistiendo en la España de 1898

Hasta ahora, España ha sido casi el único Estado de Europa con una extrema derecha sin representación parlamentaria. Simultáneamente, también ha sido el único país europeo con una aberración memorialística como el Valle de los Caídos, donde se rinde culto a un golpista que durante la Segunda Guerra Mundial fue aliado de Hitler y Mussolini. La conjunción de estas dos cosas resulta muy extraña; de hecho, es una anomalía que llama la atención. Es muy probable, en todo caso, que en el seno de la España del «¡A por ellos!» el porcentaje de ultraderechistas con ideas parafascistas supere hoy el de cualquier otro país de Europa. ‘Vox’ normalizará esta situación, pero sólo parcialmente. Sin emplear algún estudiado eufemismo, el discurso de Pablo Casado es más o menos el mismo que el de cualquier otro partido de extrema derecha. Este hecho evitará, probablemente, que los votos del «¡A por ellos!» se concentren en el partido que lidera Santiago Abascal. El PP y Vox luchan por la bolsa de votantes que siempre ha sido mayoritaria en ciertas provincias de Castilla y del norte de España. Son las mismas provincias que apoyaron con entusiasmo al golpe de estado del 1936, que luego siempre votaron PP y que ahora -no me cabe duda- también comenzarán a apostar por Vox. Esta continuidad en el tiempo y en el espacio se ha de subrayar de vez en cuando, por aquello de no chuparnos el dedito.

El producto que ofrece el PP de Casado y lo que ha puesto en el mercado Vox son realmente muy similares. No se trata exactamente de un producto ideológico, ni tampoco de un ejemplo paradigmático de lenguaje populista. Ciertamente, ambos están ubicados en la esfera de la derecha dura y envuelven su discurso con componentes populistas, pero esto no es lo que los define mejor. Para entender el fenómeno yo creo que hay que recurrir a otra clave: la del revisionismo histórico a gran escala, entendido como una especie de redención ante el mundo y ante sí mismos. «La hispanidad es la etapa más brillante de la historia del hombre junto con el Imperio Romano» -deliraba el otro día Pablo Casado-. «¿Qué otro país puede decir que un nuevo mundo fue descubierto por ellos, que tres embarcaciones salieron precisamente de Huelva también con capital privado y consiguieron cambiar la historia del mundo para siempre?». Esto del «capital privado», por cierto, constituye un anacronismo tan ridículo que resulta casi aceptable como gran broma. Todo eso es tan precario, tan risible, que ni siquiera llega a la categoría de nacionalismo.

La incapacidad de superar el trauma de la descomposición de los restos del Imperio Español en 1898 resulta desconcertante, insólita. Las palabras de Pablo Casado son exactamente las mismas que hace apenas 120 años se repetían un día sí otro también en todos los diarios españoles, y las mismas que regurgitaba Franco cada año al llegar el Día de la Raza. A diferencia del Imperio Británico, que desembocó en la bien articulada y muy rentable Commonwealth, o de la misma Francofonía, el máximo fruto que ha dado la supuesta «etapa más brillante de la historia del hombre» ha sido el festival de la OTI y un programa muy ‘kitsch’ que se llamaba ‘300 millones’. Estamos hablando, pues, de un enorme fracaso que, además, contiene puntos muy oscuros: la Leyenda Negra no es precisamente una leyenda. En el mitin de Vistalegre, donde se constató que, tarde o temprano, Vox acabaría obteniendo representación parlamentaria, Abascal apeló a la batalla de Lepanto. No sé si me explico…

América, Lepanto… Ahí es nada. Al final, sin embargo, la realidad es que cuando Francisco Pérez de los Cobos se presentó, auspiciado por el gobierno del PP, para presidir el Tribunal Europeo de Derechos Humanos obtuvo cero votos, cero, porque no sabía nada en absoluto de inglés ni de francés. Landismo con toga. Siempre lo mismo. Han pasado 120 años, y con la excepción de los Juegos Olímpicos de Barcelona, ​​se continúa lanzando la cabra desde lo alto del campanario. En 1898 esto era culpa de los americanos, el 1936 de la conjura ‘rojo-judeo-masónica’, y hoy es culpa de los catalanes. Siempre es culpa de otro, todo. Santiago Abascal, Pablo Casado y -con otro registro- Albert Rivera han transformado la política en un mecanismo catártico de exculpación y de redención en el que las moscas tristes de los toros y los pañuelos con cuatro nudos se convierten en épica imperial. América, Lepanto, incluso la conquista de la Luna en aquella entrañable película de Tony Leblanc… En el fondo de todo, el oprobio, el acomplejamiento, el tremendismo nihilista, la incapacidad de proponer nada. En 2098 celebrarán, supongo, el segundo centenario del trauma, y ​​en 2198 el tercero.

ARA