¿Fascismo? ¿Comunismo? ¡Totalitarismo!

En este artículo no voy a entrar a analizar la totalidad de la ley de la memoria histórica de 26 de diciembre de 2007, aprobada durante la legislatura de Zapatero, ni su aplicación posterior, ni tampoco sus numerosos usos como arma arrojadiza partidista. Mi intención es intentar argumentar que muchos de los problemas políticos que hoy genera provienen de que se ha rehuido el término ‘totalitarismo’, de uso común en la historiografía y la filosofía política no marxista. Recordemos que actualmente las principales objeciones a la hora de aplicar esta legislación provienen de una acusación de parcialidad. Algunos partidos dicen: «Si borramos los símbolos del franquismo, ¿por qué no debemos erradicar igualmente los del comunismo?». Esta impugnación no es de ninguna manera absurda o gratuita, pero tiene poco que ver con la literalidad de la ley, que en su artículo 15 dice: «Las administraciones públicas, en el ejercicio de sus competencias, tomarán las medidas oportunas para la retirada de escudos, insignias, placas y otros objetos o menciones conmemorativas de exaltación, personal o colectiva, de la sublevación militar, de la Guerra Civil y de la represión de la Dictadura». Cuando el PP y compañía hacen esta enmienda a la totalidad ejercitan, pues, para variar, el viejo arte de la demagogia. Repito, sin embargo, que la objeción de fondo tiene sentido, al menos cuando la planteamos en términos abstractos.

Una de las formas más triviales, estériles y poco rigurosas de plantear la cuestión se basa en contraponer la maldad de Hitler con la de Stalin, junto con la de sus respectivos regímenes. Los muertos del uno y los del otro, el ‘lager’ y el ‘gulag’… Es un siniestro entretenimiento que no lleva a ninguna parte. En realidad, las afinidades estructurales entre un régimen y otro superan con creces las diferencias, aunque el barniz exterior pueda sugerir lo contrario. Incluso a nivel de personalidad, la de Hitler y la de Stalin contienen inquietantes elementos comunes, como lo mostró el historiador Alan Bullock en una obra excepcional: ‘Hitler y Stalin, vidas paralelas’ (aviso de que son dos volúmenes que suman 1.158 páginas documentadísima). ¿Por qué el término ‘totalitarismo’ permitiría aclarar el debate? Porque contiene la clave de bóveda de la mayoría de conflictos del siglo XX: la de la naturaleza y alcance del Estado.

El 28 de octubre de 1925 Benito Mussolini hizo un discurso en el que definió el totalitarismo fascista justamente en relación a la democracia liberal moderna que acabaría triunfando. La cosa tenía que ver con el papel y, sobre todo, el alcance del Estado en relación a la sociedad civil y a la iniciativa privada, y no sólo en un sentido económico. La fórmula exacta de Mussolini fue: «Tutto nello Stato, niente al di fuori dello Stato, nulla contro lo Stato» («Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado»). El término italiano ‘totalitarismo’ proviene del «tutto» de esta fórmula, que Mussolini empleaba desde 1922; la palabra en cuestión la acuñó Giovanni Amendola. La expresión hizo fortuna porque resumía las expectativas de muchos europeos desmoralizados y arruinados tras la Primera Guerra Mundial. ¿Cómo salir de aquel pedregal sin precedentes? Con un estado fuerte que corrigiera, si era necesario con severidad, las debilidades de la condición humana. Porque resulta que el totalitarismo era, quizás antes que cualquier otra cosa, una hipótesis antropológica. Tanto el fascismo como el comunismo hacían referencia al «hombre nuevo» que surgiría de sus respectivos regímenes. El resto era percibido como un puro detritus del siglo XIX: la decadencia del liberalismo que había protagonizado la Revolución Industrial, la de la familia burguesa que había que sustituir por otras estructuras regidas por el Estado, la de las ideas emparentadas con el humanismo.

Hoy quedan pocos regímenes totalitarios, y no por falta de ganas sino por la imposibilidad de implantar un monoteísmo estatista como el que todavía gobierna en Corea del Norte. El populismo y el autoritarismo -o la habitual combinación de ambos- constituyen una amenaza real. El totalitarismo entendido en un sentido canónico, en cambio, sirve más para explicar el pasado que por hacer especulaciones serias sobre el futuro. En cualquier caso, la cuestión de cuál debe ser la naturaleza y, de manera muy especial, el alcance del Estado del siglo XXI, sigue teniendo un sentido. Se puede hablar tranquilamente, sin sobreactuar ni utilizar pinceles demasiado gruesos.

ARA