El realismo bárbaro: Caravaggio

Cuenta Louis Hourticq, prestigioso historiador y crítico de arte, que, hacia el segundo tercio del siglo XVI, agotado el primer Renacimiento y habiendo comenzado a florecer nuevas escuelas que ya no tenían como límite el taller ni por programa el desarrollo de un oficio sino la correspondencia con un pensamiento, unas costumbres y, en ciertas oportunidades, algunas instituciones políticas de los surgentes Estados, el arte todo se preparaba para que en el siglo XVII vieran la luz auténticas escuelas nacionales. En esa silenciosa competencia, seguía siendo Italia la que iba a imponerse, y sus grupos a constituir el origen de las grandes líneas de la pintura europea: Flandes, España y Francia. Entre los maestros, se destacaba uno, copista vigoroso de sus modelos, impetuoso realista, descarnado y popular hasta la exageración y la invención. El pintor, sorprendentemente joven, se nombraba Michelangelo Merisi, llamado Il Caravaggio y, aludiendo a él, parece irritarse Hourticq: “La iconografía fue trastornada por esa intrusión de la humanidad vulgar en el mundo del Evangelio”.

Nacido casi seguramente en Milán en 1571, y llamado Caravaggio porque de ese lugar eran sus padres, Fermo y Lucia Aratori (y parece que él sólo vivió allí algunos años de adolescente, para resguardarse de una epidemia de peste), aprendió el oficio desde pequeño en el taller de Simone Peterzano, un maestro con vínculos pictóricos en la Lombardía oriental (Brescia, Bergamo, Cremona). No llegado todavía a la veintena, se va a Roma, casi sin etapas ciertas y conocidas (salvo, quizás, Parma, para ver algún Caracci, y Florencia, para apreciar cómo Masaccio “solamente allumava, ed ombrava le figure senza contorno”: Giovanni Paolo Lomazzo, Trattato…). Al principio, padeció escasez económica, privaciones desacostumbradas, alguna enfermedad seria; sobrellevó todo con intenso trabajo y ciertos auxilios amistosos, aparte de “le teste fatte tre al giorno” para un maestro siciliano que, dicen, lo explotaba así. Lo más destacable de esta etapa inicial es que empieza a combinar la clásica pintura con la de los objetos, flora y fauna, y a distinguirse entre los primeros que se interesará por lo que después llamarían “naturaleza muerta”.

Esta es quizás una de las ideas centrales que cruza la obra del Caravaggio: según criterios más o menos oficiales de la época, según la estética tradicional y la moral corriente sobre la jerarquía de los géneros, pintar lo inanimado, la naturaleza “inferior”, era practicar un arte de segundo orden; el ser humano y sus acciones representaban el verdadero fin de la pintura. Mientras que lo que parece buscar él es algo que estaría en la bisagra: los vínculos, las relaciones entre las figuras y lo inanimado. El Marqués Vincenzo Giustiniani, su amigo personal, escribe poco después de su muerte: “Il Caravaggio decía que esa manufactura le permitía hacer un cuadro bueno, tanto de flores como de figuras”. Uno de sus mayores y mejores estudiosos actuales, Ferdinando Bologna, sostiene: “La historiografía ha puesto a tiempo dos pareceres en el centro de la controversia: si el M. (Merisi) practicó o no la naturaleza muerta como género autónomo, y si él debe ser considerado o no, también el descubridor de la autonomía de tal género”.

No está tan alejado el tema del que parece consagrarlo ante la historia, por haber sido, entre otras grandes realizaciones, indiscutido fundador del llamado “Tenebrismo”. Surgido en pleno Barroco, y fruto como él de las adaptaciones y críticas de la Reforma, de los desbordes permisivos de una Contrarreforma que, es probable, no los quisiera tantos y, plenamente, de la voraz, reivindicativa y necesaria presencia de la imagen y de los sentidos contra los que luteranos y calvinistas habían arremetido sin descanso. El cuerpo empieza a aparecer, cierto, con Il Caravaggio, con rasgos que sus contemporáneos, y algunos posteriores muy pacatos, dirán bárbaros, marcadamente naturales y reales, sus pies toscos y sus manos de dedos laboriosos y retorcidos, en una obra provocativa, avanzada, arrolladora. Sin que se le descubran hasta ahora demasiados antecedentes, aunque sí la mar de seguidores: entre los prominentes, Lo Spagnoletto, Jusepe (José) de Ribera (1591-1652) y la grandísima Artemisia Gentileschi (1593-1654), reivindicada hoy por todo feminismo.

Il Caravaggio, a quien muchas veces la maliciosa crítica supuso rebajar a la categoría de “naturalista”, ignorando su luz incomparable y la composición renovadora, llegó a contarse, siempre peyorativamente, que detenía a sus modelos por la calle para hacerlos posar, y que no ocultaba ni corregía sus defectos. Por ello, quedan esa suerte de revuelta plebeya y esas formas vitales (en no mucho más, al fin, de unas cuarenta pinturas), que no por casualidad los franceses del siglo XIX, Théodore Géricault, pintor romántico de la vida cotidiana, y Gustave Courbet, el que sale del taller hacia el sol y el aire, rescataron de los depósitos de los museos, y que para Renato Guttuso constituyen “una pintura nueva, compleja, irreducible a esquemas y a escuelas, solitaria grandeza de una poesía aún más solitaria”. De él escribe André Malraux en Le Musée imaginaire (1947): “El Caravaggio volvió profanos a sus personajes, sin duda deliberadamente. Si fracasó cuando dio sus caras de viejos artesanos al que sostiene a Cristo en su Descendimiento (y) al San Pedro de La Crucifixión, fue porque no luchaba contra una abstracción patética, como el arte gótico contra la abstracción romana, sino contra una idealización a la que no podía vencer contentándose con individualizarlos”.

Su vida se apresura: paradójicamente (no es el único asombro que produce este artista), abandona casi toda su pintura profana. Introducido casi abruptamente en la pintura religiosa por su relación con el cardenal Francesco María del Monte (músico, alquimista, astrólogo, científico y promotor de las artes), quien lo acoge en su palacio, transforma los personajes y las figuras de tales escenas en hombres pobres, miserables, de la calle y los caminos; aplica un desnudo y hasta un sórdido naturalismo, del cual, por cierto, sus contemporáneos lo acusan, como si fuera un adalid, rechazado, de nuevos horizontes. Los últimos años de su vida son tormentosos. Crece el conocimiento y la celebridad, pero hay también incidentes diversos, peleas con colegas y con amigos, escándalos, daños y roturas, y hasta un crimen, sucedido a raíz de un partido de tenis (denominado en aquella época pallacorda) que degenera en reyerta, del cual se lo culpa, y debe salir precipitadamente de Roma. A este respecto, como a muchos otros, pocos artistas hoy contemporáneos despiertan tantas afinidades con Il Caravaggio como su compatriota Pier Paolo Pasolini, y sobre todo, aunque menos épatant, en el estudio de las caras y los cuerpos de la gente del pueblo, en el encuentro, el descubrimiento y la muestra de esos ragazzi di vita. Vuélvase a ver, si hay dudas, los impactantes San Mateo de uno y otro… Desechada la posibilidad temporal, humana (e irreverentemente fantástica) de que El Caravaggio haya conocido, gustado y absorbido la obra de Pasolini, queda como verosímil, aparte de otras semejanzas evidentes, la pedagógica alternativa inversa.

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