El ‘punching ball’

A lo largo de los últimos años, el rechazo granítico, inamovible, del ‘establishment’ español a la aspiración de una gran parte de la sociedad catalana a ejercer el derecho de autodeterminación ha suscitado especulaciones sobre cuál es la razón principal de tal actitud. ¿Por qué los poderes -formales e informales- del Estado no pueden sufrir ni la simple hipótesis de «perder» Cataluña? ¿Por qué, sin la contribución fiscal catalana, las cuentas públicas estatales estarían condenadas al déficit perpetuo o al recorte severo del sistema de bienestar? ¿Por qué, si le quitaban la potencia productiva y exportadora de Cataluña, España retrocedería muchos lugares en el ranking económico internacional? ¿Por una cuestión de honor calderoniano, ya que la independencia de Cataluña es vista como una dolorosa y humillante amputación…?

Cada uno de estos factores debe tener su peso. Pero, en mi opinión, la razón principal es otra, y es de tipo digamos cultural: si no pudieran hablar de Cataluña, el debate y la pelea político-periodística españoles se quedarían sin su tema fundamental. Porque -déjenmelo decir con cierta solemnidad-, desde hace ciento cincuenta años, siempre que ha regido en Madrid un sistema parlamentario, Cataluña ha sido el ‘punching ball’ (la ‘pelota de golpes’) de la política española.

A estas alturas, esto es de una evidencia escandalosa. Toda la disputa entre el Partido Popular y Ciudadanos por la hegemonía de la derecha hispana se dirime exclusivamente alrededor de la carpeta catalana: compiten sobre cuán dura y prolongada debería ser una nueva aplicación del artículo 155, rivalizan por cuántos decibelios alcanza la acusación de golpistas dirigida a los líderes del Proceso, compiten por hasta dónde se debe hacer llegar la grotesca campaña preventiva contra los «indultos» de unos presos políticos que aún no han sido ni juzgados, polemizan sobre cuál es el grado de alevosía de un Pedro Sánchez rehén de los separatistas…

La inquietante emergencia de Vox es, asimismo, indisociable del tema catalán. Si, después de unos años de vegetar en la marginalidad, los de Santiago Abascal pudieron llenar Vistalegre de simpatizantes exaltados y suben en las encuestas no es por el asunto de la inmigración -que estaba planteado en los mismos términos en 2013-, ni por la oposición al aborto o al matrimonio homosexual, sino por reacción airada al ‘desafío secesionista’. En fin, la actual campaña electoral andaluza ilustra hasta el paroxismo cómo la cruzada contra el soberanismo catalán ha colonizado incluso la agenda política de un territorio donde no faltan problemas específicos sobre los que discutir. En los mítines meridionales de los Rivera y Casado, los temas estelares no son el paro o la educación, sino «los que escupen a España», el presidente Torra -al que dirigen insultos- o los «privilegios» de los presos de Lledoners.

Tal vez alguien de buena fe pueda creer que estos son daños colaterales provocados por el Proceso: si la aspiración catalana a la independencia es la crisis más grave del sistema español desde 1978, resulta lógico que impregne toda polémica política, en Madrid, en Cádiz o en Almería. Pero no, porque el fenómeno es anterior en más de un siglo a la eclosión soberanista de 2012. Cataluña, las reales o pretendidas aspiraciones de los catalanes, ya fuera a la hegemonía o la separación, constituyen el chivo expiatorio del debate público español a partir de la segunda mitad del Ochocientos.

La antología sería interminable, desde el discurso parlamentario de Joan Prim en 1851 («Los catalanes, ¿son o no son españoles? ¿Son nuestros colonos, o son nuestros esclavos?»), pasando por la indignación de un periódico madrileño ante la abundancia de federalistas catalanes en el poder estatal en la primavera de 1873 («¡España parece un país gobernado por Cataluña!»), sin olvidar la ‘ley de jurisdicciones’ de 1906, o el ‘real decreto ley para la represión del separatismo’ de 1923, o la hostilidad contra la operación Roca de 1986, o aquella memorable portada del diario ‘Abc’ de 1993 destinada a desestabilizar el gobierno de Felipe González («igual que Franco pero al revés. Persecución del castellano en Cataluña»).

Aquellos que, por razones profesionales, hemos dedicado muchas horas a repasar la colección del ‘Diario de Sesiones’ del Congreso de los Diputados desde finales del siglo XIX hasta 1936, sabemos que los grandes debates parlamentarios, las discusiones más encendidas, tenían siempre como núcleo el «problema catalán», ya fuera a propósito de las Bases de Manresa, del estreno de la Lliga, de Solidaritat Catalana, de la campaña autonomista de 1918, del debate estatutario de 1932… Este era el catalizador de las posiciones de unos y otros, el tema de lucimiento de los grandes tenores políticos, se llamaran Moret o Maura, Canalejas o Lerroux, Alcalá-Zamora o Azaña.

Debemos ser comprensivos, pues. Es lógico que una casta político-periodística-funcionarial que acumula seis o siete generaciones explotando el rico filón catalán no lo quiera perder. Porque, ¿ustedes se imaginan una legislatura entera con los Casado, Rivera, Sánchez y compañía debatiendo sólo sobre fiscalidad, Unión Europea, políticas sociales, transición energética…, sin poder hablar de Cataluña? Sólo de pensarlo se les deben poner los pelos de punta.

ARA