El españolismo se cura viajando

Camilo José Cela Trulock fue un soberbio autor soberbio. Más allá de su brillante obra literaria, Cela -según acreditó el historiador Pere Ysàs- fue un firme defensor de la dictadura franquista, incluso espiando a otros intelectuales coetáneos y ejerciendo como censor del régimen nacionalista español. Cela fue quien popularizó la frase «el nacionalismo se cura viajando», habitualmente utilizada por otros «no-nacionalistas» ilustres, a menudo monolingües y firmemente anclados a la meseta castellana.

 

El nacionalismo español representado por Cela es un ejemplo paradigmático del llamado «nacionalismo banal», un concepto desarrollado por Michael Billig, Catedrático de Ciencias Sociales de la Universidad de Loughborough, en el Reino Unido. El nacionalismo banal es un nacionalismo implícito y rutinario propio de algunos mal llamados Estados-nación como el español. Los practicantes del nacionalismo banal -como el mismo Cela- son incapaces de darse cuenta de su propio nacionalismo, incluso confundiéndolo con un simple patriotismo.

 

A medida que he ido conociendo nuevos países me he dado cuenta de la profunda absurdidad de las palabras de Cela. Viajar e interactuar con gobiernos extranjeros permite poner en evidencia las múltiples carencias del disfuncional Estado español. Más aún, puedo afirmar con certeza que la mejor terapia para abandonar el españolismo y abrazar el independentismo consiste en efectuar, de primera mano, un análisis comparativo de los modelos de gobierno existentes en Europa occidental.

 

En términos de renta per cápita, una Cataluña independiente se encontraría dentro del grupo de cabeza en el ranking de países europeos, muy cerca de los Países Bajos. Menciono esta evidencia porque ayer volví a Ottawa después de una visita gubernamental en Oslo y La Haya, donde mantuve reuniones bilaterales con los gobiernos estatales respectivos.

 

Noruega y los Países Bajos son estados relativamente pequeños, comparables a una Cataluña soberana. Los ciudadanos noruegos y neerlandeses saben que tienen un Estado que defiende sus intereses económicos, su bienestar social y su lengua propia. La proximidad entre gobernantes y gobernados es un factor clave para entender la eficiencia en la actuación gubernamental y la complicidad que las respectivas poblaciones sienten por sus administraciones estatales; Oslo y La Haya son percibidas -merecidamente tal como vi- como centros políticos útiles y solventes, agentes clave para fomentar la competitividad económica nacional.

 

Los ciudadanos catalanes se han de plantear si las políticas estatales españolas decididas en Madrid contribuyen al bienestar catalán o, si por el contrario, el Estado español expolia fiscalmente la economía catalana, ignora las necesidades catalanas en materia de infraestructuras y demuestra una hostilidad manifiesta hacia la lengua propia de Cataluña. Invito a los lectores a hacer balance, examinar los modelos de gobernanza en Europa y decidir qué modelo de administración estatal -foránea o propia- conviene a los ciudadanos catalanes. El momento de decidir se acerca.

 

 

 

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