El emir de Kuwait y los autobuses

Estoy en la primera fila de asientos de este autobús de dos pisos pintado de rojo, como los de Londres o Bagdad, que recorre calles de Kuwait, la primera ciudad-Estado del Golfo antes de la floración de Dubái, Abu Dabi o Qatar. El conserje de mi hotel y un funcionario local me desaconsejaron viajar en autobús y se extrañaron de mi deseo cuando les pregunté cuál era el número de la mejor ruta para dar una vuelta por esta capital . El empleado del hotel me entregó incluso una tarjeta con su número de teléfono móvil en caso de necesidad. Me advirtió que a veces el comportamiento del conductor o el olor del vehículo podrían ser desagradables. En la popular plaza de Kibla hay profusión de autobuses de todos los tamaños y colores, rojos, amarillos, verdes, blancos. Son varias las compañías públicas y privadas, como City Bus, que atraviesan barrios de la ciudad y alcanzan los suburbios habitados por la mayoría de población que en los demás principados petrolíferos del Golfo son extranjeros. El autobús número 12 con dirección a Salmiya, va atestado de indios, bengalíes, ceilandeses, filipinos, la mano de obra básica que con los egipcios y obreros y técnicos de otras nacionalidades constituyen el 75% de la población de Kuwait. Pocos kuwaitíes utilizan estos autobuses que día y noche recorren la capital del Estado de Kuwait, independiente desde 1961 y con el Parlamento más antiguo de los modernos países árabes. Los pasajeros hablan en sus lenguas maternas, ensimismados y fatigados, y apenas oigo alguna que otra palabra en árabe.

Después de la ocupación iraquí del verano de 1991, todos los extranjeros tuvieron que salir del país antes de la liberación de Kuwait por el ejército norteamericano y regresaron tras el restablecimiento de la autoridad del emir, que sigue gobernando el Estado, el jeque Sabah el Ahmad al Sabah . Los kuwaitíes, que continúan recibiendo sus generosos subsidios del Estado en sanidad, educación, trabajo, ocupan los puestos de la administración y están exentos de impuestos, necesitan todavía esta numerosa mano de obra para mantener su país, rico en petróleo y gas. Sus proyectos de reducir el número de trabajadores extranjeros no se cumplieron. A consecuencia de la guerra de Irak, el Gobierno kuwaití expulsó a miles de palestinos y yemeníes porque sus gobernantes se habían alineado con el rais Sadam Husein, y que habían sido desde la independencia de Kuwait muy útiles en su desarrollo.

La ciudad de Kuwait, con sus zocos, como el de Mubarakia, sus barrios residenciales de villas con jardín y rascacielos, la zona de las avenidas con el gran y lujoso mall, sus suburbios de obreros extranjeros, sigue extendiéndose. Hay nuevo aeropuerto y flamantes edificios oficiales, de ministerios, del Fondo Económico Árabe, que es como un museo moderno del arte de los países del Machrek y del Magreb. Por el paseo marítimo, con las tres torres símbolo del Kuwait de la década de los setenta, no cruzan los autobuses.

En el moderno edificio vecino del Parlamento, ante sus escaños ocupados por los diputados impecablemente vestidos con sus blancas dishdashas y sus kefias, entre los que destacan unas mujeres elegidas en las últimas elecciones, el viejo emir presidió el comienzo de la nueva legislatura. Las relaciones entre la familia reinante y los elegidos del pueblo han sido abruptas. Varias veces fue suspendido el Parlamento, en 1970, en 1986 y en el 2006. El emir hizo énfasis en este sistema parlamentario del que carecen los demás estados del Golfo, habló de su seguridad y estabilidad, pero no disimuló la corrupción ni las violaciones de derechos en “cincuenta años de democracia”. Su Gobierno, que mantiene muy estrechas relaciones con EE.UU., cultiva un difícil equilibrio diplomático, mediando en el conflicto entre la poderosa Arabia Saudí y Qatar, y conviviendo con la República Islámica de Irán. En Kuwait es muy viva la cultura del diwan, lugares de reunión y conversaciones, de discusiones sobre todo lo divino y lo humano. En esta ciudad-Estado se percibe cierta nostalgia de los setenta, cuando Kuwait era un centro político e intelectual, la ciudad más cosmopolita del Golfo. A diferencia de Dubái o Qatar, los extranjeros se sienten aquí más en su casa.

LA VANGUARDIA