El dilema del prisionero

«¿Hay algun modo de que gane todo el mundo? El dilema no se resuelve pidiendo confianza (una petición absurda) sino produciéndola a partir de los mismos intereses egoístas que motivan la deslealtad »

Durante la vigencia del 155, la prensa conservadora publicó artículos con el mensaje de ‘ahora es la hora de la política’. Como si el primero de octubre hubiera sido apolítico. Era una manera de decir a la gente, la protagonista del proceso, que la política mejor verla en diferido. Que volvía a ser la hora de los partidos, vamos. Había llegado la hora de quitar al pueblo lo que es del pueblo para dar al César lo que al César le conviene.

Desde aquel fatídico 30 de enero en que ERC bloqueó el mandato de las urnas hasta la última ruptura provocada por la suspensión arbitraria de los derechos políticos de los prisioneros y exiliados, el pueblo asiste incrédulo y cada vez más escandalizado a la descomposición de la mayoría parlamentaria y a la erosión de los objetivos de octubre. Los errores cometidos y las trifulcas dentro del espectro de intenciones han sido tan seguidos y tan mezquinos que sorprende que aún se pueda reaccionar mal a la autocrítica. Como si silenciar los errores sirviera para subsanarlos, y la censura no fuera la manera más segura de persistir en ellos.

El dilema en que se encuentran los partidos del gobierno se conoce en teoría de juegos como el dilema del prisionero. Si dos prisioneros bajo interrogatorio colaboran y no se denuncian entre ellos, no les condenarán. Pero el policía, o el juez instructor, incentiva la delación recíproca, de tal manera que quien primero traicione al otro obtendrá una reducción de pena. La reducción no es tan atractiva como la libertad que obtendría si se mantuviera firme en el pacto con el otro prisionero, pero es mejor que la pena que le caería si el otro rompiera el entendimiento. La única manera de esquivar la cárcel es mantener la confianza, a pesar de la sospecha de que el otro también está tentado de traicionarla. Ni que decir tiene que esto es psicológicamente muy difícil. Hay que vencer la suspicacia natural, y no ayudan ni la teoría moral del mal menor, ni la teoría económica del interés personal, ni el cálculo racional que nos inclina a reducir los daños. El dilema del prisionero tiende a transformar la colaboración, que interesa a los dos participantes, en competición, que perjudica a los dos pero a uno mucho más que al otro. Si se prefiere, uno se beneficia a costa del otro, pero le aprovecha menos que si se hubiera mantenido fiel.

Así es la lucha por la hegemonía entre los dos partidos que oficialmente colaboran para alcanzar la República. No es que se haya roto la confianza precisamente ahora, como dijo extemporáneamente Sergi Sabrià a raíz de las explicaciones de Juntos por Cataluña por el desacuerdo en la mesa del parlamento sobre los diputados afectados por la suspensión decretada por Llarena. Dicho sea de paso, su desmentido de la existencia de algún pacto reduce el diagnóstico al absurdo. Si no había pacto, ¿cómo se podía romper la confianza? Y si no había ni pacto ni confianza, ¿cómo esperaba ERC que reaccionara Juntos por Cataluña a la propuesta de dejar sin efecto la figura que es, aparte de presidente legítimo por voluntad popular, la clave electoral y por ello existencial del socio de gobierno?

La confianza está rota como mínimo desde la proclamación de la República. No era cuando se rompió Juntos por el Sí para ir separados a unas elecciones en las que dignidad y pragmatismo recomendaban concurrir juntos. Poco importa quien rompió la colaboración, porque el dilema es estructural a la situación de los prisioneros, y cualquiera a quien se le presente la ventaja de jugar contra el otro, lo hará. Pero hay casos, y este es uno, en el que actuar por interés propio, perfectamente racional si hemos de creer a Adam Smith, tiene consecuencias de gran alcance, porque las opciones no afectan sólo a los partidos sino a la totalidad del país. Este gana si los partidos mantienen la confianza y pierde si la socavan.

Cuando el dilema del prisionero confronta jugadores sin experiencia, el resultado no tiene duda: ambos traicionan el pacto. ¿No hay, pues, ninguna salida al dilema? Hay alguna modo de que gane todo el mundo? El dilema no se resuelve pidiendo confianza (una petición absurda) sino produciéndola a partir de los mismos intereses egoístas que motivan la deslealtad. Cuando se juega una sola vez, la decisión no tiene duda: el jugador opta por el premio menor según el dicho que más vale pájaro en mano que ciento volando. Todo cambia, sin embargo, cuando el juego se repite y las decisiones se afinan de acuerdo con la reacción de los demás jugadores. En teoría de juegos, la estrategia ganadora se conoce como ‘el represaliador de Maynard Smith’, por el genetista que la concibió observando la conducta de ciertos animales. Consiste en castigar sistemáticamente las deslealtades del otro bando, retomando el juego de buen grado cada vez, pero manteniendo siempre claras las condiciones de la colaboración. Castigando cada intento de actuar deslealmente, el ‘represaliador’ finalmente disuade a su socio de hacer efectiva la traición y de esta manera asegura una colaboración estable de mutuo beneficio.

La política no es tan clara como un juego, y las deslealtades entre partidos no siempre reciben sanciones inmediatas ni transparentes. A veces hasta pueden ser contraproducentes. En la medida en que no se hagan efectivas en el curso de la partida, pueden generar rencor y profundizar el abismo entre colaboradores potenciales. El electorado, en cambio, posee un importante instrumento sancionador en el voto, y la reiteración periódica de las elecciones cumple el requisito de repetir el juego con más experiencia y mejor comprensión del carácter de los jugadores. Desgraciadamente, en este nivel de participación, la complejidad de los intereses y de los factores es tal que oscurece las condiciones globales del juego. Y el intervalo entre elecciones resta eficacia a la sanción, que para tener fuerza disuasoria debe ser inmediata.

Aquí es donde las asociaciones cívicas podrían ser útiles, a condición de que los miembros dejaran el carné del partido a la entrada y las sanciones fueran proporcionadas a la finalidad de disuadir a los partidos de traicionar los pactos, empezando por las promesas electorales. La sanción podría consistir en una denuncia con criterio político y con la fuerza moral que dimana de la neutralidad y la objetividad de una asociación sin rémoras partidistas.

Esto es difícil en un país donde la pasión de militancia incide en la diversidad, pues no sólo hay demasiados partidos para un país de dimensiones tan modestas, sino que constantemente se estrenan nuevos, con un afán de protagonismo y de publicidad extravagante para un espacio donde todo el mundo conoce a todo el mundo y donde el nombre no hace la cosa. Pero si es verdad que la gente, y no los partidos, ha sido el motor de la ruptura, entonces la inteligencia colaborativa, que cuando hace falta también exhiben los catalanes, debería enfocarse en un horizonte de recuperación comunitaria de la democracia. De construcción de la democracia participativa que al inicio del régimen que ahora caduca secuestraron los partidos.

Por último, y en esta misma línea de reflexión, adelanto que si la ‘Crida Nacional per la República’ no tiene otra finalidad que ser un partido más en el espejo roto de la política catalana, su entrada e  el paisaje electoral podría ser catastrófico para el sistema, ampliando el minifundio en que naufragan los intentos de oponerse a la gran mayoría española. Pero si tiene suficiente acierto para constituirse en un antipartido y devolver la iniciativa a la gente, como ya lo hace la CUP en su parte del espectro, entonces se abrirán posibilidades esperanzadoras de colaboración horizontal, entre iguales . Y quizá sea esta horizontalidad, ajena a las estructuras actuales de los partidos, lo que garantice la superación del dilema en beneficio de todos.