El daño y la celda

No me puedo ni llegar a imaginar qué será estar encarcelado… Cuando estudiaba Derecho teníamos un profesor que nos enseñaba ‘Derecho Penitenciario’; una disciplina triste que consiste en explicar el régimen de encarcelamiento, toda la regulación normativa de la situación de las personas que están privadas de libertad antes o después de un proceso penal. Aquel profesor, que últimamente he vuelto a encontrar formando parte de mesas redondas que intentan arrojar luz sobre la situación de los políticos presos en Cataluña, era sumamente crítico con la solución que, desde la Ilustración, se ha dado en las sociedades democráticas para «castigar» la desviación respecto a las conocidas como «normas de convivencia».

Contrariamente a lo que podríamos llegar a pensar, el castigo con penas de prisión fue un invento moral controvertido; los legisladores hace dos siglos no veían claro que tanto a un evasor fiscal como a un asesino les cayera encima lo mismo: estar encerrado durante años en una celda enrejada. La privación de libertad no es ninguna bicoca; los problemas que se pueden derivar de todo esto no son precisamente pequeños.

No se trata sólo de quitar a una persona su libertad ambulatoria: también se le priva de comunicación y de amor -de contacto familiar-, de reconocimiento, de sexualidad normal, de poder desarrollar las múltiples habilidades que conforman su talante -acceso a información, libros, cultura, espiritualidad… -, de ser quien es plenamente, en definitiva.

Una persona encerrada en una prisión, por muy bien equipada que la institución esté de piscinas y patios y gimnasios, por mucho que a la persona se le alimente bien y que no pase frío ni calor, es un hombre o una mujer que vive lejos de cualquier ideal, privado de un acceso más o menos cercano a lo que puedan ser sus más íntimas aspiraciones humanas.

En el caso de los presos políticos catalanes, la cosa es aún más sangrante porque se hace evidente la arbitrariedad final del asunto: si hubieran elegido irse de España, ningún país europeo los habría extraditado -esto ya lo sabemos sin ninguna duda-; todos los países ‘normales’ se dan cuenta de la injusticia de este pleito, de la arbitrariedad asquerosa que supone tener que encerrar a alguien en prisión simplemente porque, en democracia, ha montado un plebiscito, sin ni siquiera tener nada verosímilmente preparado para dar consistencia real a la voluntad republicana que se derivó del triunfo del ‘sí’ bajo las porras.

La sedición, si la hubiera habido -o la rebelión-, deberían haberse producido, si acaso, después, si frente a la monarquía parlamentaria armada se hubiera motivado un levantamiento popular o institucional que tuviese por objetivo crear otro Estado. Pero eso ni siquiera se planteó.

Las banderas de España ni se arriaron; al día siguiente de la proclamación de la república, Puigdemont se paseaba por Girona, donde eran las ferias de otoño. En el fondo parece que están cerrados por sobrepasarse de demócratas, es decir, por haber sido tan democráticos que pusieron a una débil democracia, la española, en peligro, o al menos la dejaron en evidencia ante el mundo.

Debe de ser muy duro estar cerrado. En estos días, todos nosotros solemos pasar muchas horas en familia. Reímos y cantamos, explicamos recuerdos y proyectamos la vida futura; nos enfadamos con los parientes que se pasan de listos, discutimos de política y de dietética o hablamos de dinero, de series de televisión o de novelas con premio. Debe ser muy duro prescindir de todo esto…; dejar de ver cómo crecen los propios hijos, y no poder disfrutar de una comida con los padres o con los amigos más íntimos. Y todo sin haber hecho ningún daño a nadie; todo sin que parte alguna se vea ninguna herida o destrozo, muerte o descalabro causado por nuestras ‘fechorías’. Hay ‘delitos’ que no vienen acompañados de daño perceptible alguno. Y así van pasando los días, y los años, y el absurdo se hace tan visible y vergonzoso que ni el tiempo tendrá suficiente dimensión para taparlo.

ARA