Deshaciendo tópicos sobre cultura e historia vascas

Cuestiones paralelas a la cuestión nacional

El artículo adjunto se ha publicado en el nº 58 de marzo 2018 de la revista de pensamiento e historia Hermes. Tiene como propósito deshacer algunos tópicos tanto intelectuales como populares en torno a la historia y cultura vascas.

El primer tópico es la inapropiada adjudicación a la comunidad vasca del concepto de pueblo sin Historia cuando tiene una rica prehistoria e historia que se describe a grandes trazos y bastante distinta a la estándar de España; como pueblo se ha configurado como nación cultural y política a lo largo del siglo XX con el paréntesis franquista. El segundo tópico es que se trataría de una suma de culturas en plural y no habría una cultura vasca en singular. El tercer tópico es que siempre ha contado con una riquísima cultura popular de arquetipo rural pero no de una cultura culta sobre la que se hace un repaso indicativo. El cuarto tópico es que la pérdida paulatina del euskera en la historia se ha debido fundamentalmente a la presión en fronteras de las lenguas romances y a su economía abierta y no a prohibiciones o al hecho de depender política y económicamente de un Estado aun invertebrado con el que se han tenido conflictos violentos a lo largo de los siglos XIX y XX, a los que añadir los conflictos inducidos internos por pilotar el proyecto de país. A ello hay que añadir un intento de explicación del milagro de la preservación de una lengua preindoeuropea en esas condiciones desde algunas coordenadas (espacio doméstico, espacio público autoorganizado desde el vitalismo ciudadano con o sin acompañamiento institucional).

“Pero, a diferencia de las culturas satisfechas de los Estados nación, el doble déficit vasco acumulado históricamente (institucionalización dependiente y ausencia de política cultural y educativa hasta el último tercio del XX) ha sido tan inmenso, que explica que los movimientos de defensa cultural han buscado compensarlo con voluntarismos, y por fuerza se vincularon a movimientos políticos, y viceversa. Ello trajo consigo virtudes (situar la cultura y la lengua que se erosionan en el corazón de los programas políticos) y perversiones (riesgos de instrumentalización, de polarización y de desagregación cultural social según afinidades políticas)”.

Por último, el desarrollo desigual y combinado ya en el siglo XXI de una economía relativamente fuerte y de rasgos propios; una comunidad consciente de su cultura y empeñada en preservar especialmente la lengua a pesar de la diglosia; una sociedad compleja que ha recibido tres migraciones integradas o en proceso de integración y que configuran la también nueva realidad social y política vasca; y una institucionalización propia históricamente débil y dependiente del Estado a lo largo de toda la modernidad hasta 1978 -que es una etapa crucial para la configuración política y social de las naciones- suponen una compleja y desajustada estructura de país.

Para rearticularla se recomienda, por un lado, un salto en su soberanía para ampliar los espacios decisionales sin trabas y, por otro lado y en cualquier caso, políticas más solventes que las aplicadas en los últimos años por las instituciones vascas, situando en un nivel estratégico conjunto tanto el desarrollo cultural, las industrias culturales y creativas, el sistema mediático y la apuesta por el conocimiento.

DESHACIENDO TÓPICOS SOBRE CULTURA E HISTORIA VASCAS

Ramón Zallo Elgezabal

En un mundo global que no tiene más remedio que reconocer la diversidad, la diferencia cultural es una ventaja de visibilidad y no un obstáculo, siempre que se gestione con acierto. Es por ello que la diferencialidad vasca es un activo.

Pero hay dos versiones extremas sobre esa especificidad. Hay quienes mitifican el pasado, lo añoran como la Arcadia feliz que nunca fue y denuestan los mestizajes a lo largo de la historia y buscan la manera de volver atrás en lugar de mirar hacia adelante. Y hay quienes no reconocen la naturaleza integral de la cultura vasca como respuesta histórica a todos los retos de gestión de la socialidad y del entorno, y desprecian su aportación a la cultura universal, entendiéndola rica solo en cultura popular hasta el punto de ver al Pueblo Vasco como un “pueblo sin Historia”.

¿Pueblo sin Historia?

Ese enfoque es heredero de la concepción “cosmopolita” y reduccionista de la Ilustración. En cambio Johann G. Herder (1791, edición de 1959), o Goethe compatibilizaban la Ilustración y lo popular, a diferencia de la Ilustración francesa que dio alas a un Napoleón que arrasó Europa en nombre de los Universales. A lo largo del XIX y XX la Ilustración triunfante ignoró esa otra tradición ilustrada que compatibilizaba -desde un cosmopolitismo enraizado- derechos políticos y realidades culturales de los pueblos.

La historiografía occidental siempre se ha centrado en los países que se construyeron como Estados, y relegó al limbo de los “pueblos sin Historia” a los que, por cualquier motivo, no pudieron hacerlo. Sus historias particulares son consideradas como historias menores y como singularidades derivadas del propio Estado Nación único. Es el enfoque “estado-céntrico”, ajeno a la antropología y a la sociología de las comunidades.

Asimismo tiene poco que ver con el estudio de las culturas comunitarias reales y las ha hecho depender de la historia oficial del Estado nacional y de su imaginario lo que puede reputarse como poco. Claro que, a veces, la historia se rebela y emerge tumultuosa como ahora en Escocia, Catalunya o Euskal Herria.

En el caso vasco, no solo hay cultura vasca sino también historia y prehistoria propias, que no comienzan hace 2.000 años como se suele decir -quizás por el registro de Estrabón- sino mucho antes.

En lo que se refiere a la Prehistoria se trata de un pueblo con una lengua preindoeuropea que ya existía como protovasco en toda el área gascona (wascona) que echar para atrás las cifras en algún milenio hacia el neolítico aunque sería arbitrario remontarlo al Paleolítico Superior a pesar de los numerosas huellas de población (nada indica que hablaran el protovasco). Lo cierto es que hay en la zona atlántica vasca cultivos de cereales ya en el 2.500 a.C lo que no haría cierta la afirmación de que solo las comunidades indoeuropeas fueron agrícolas. Asimismo los análisis genéticos de ADNs mitocondriales de los restos de una de las capas últimas de la cueva de Santimamiñe, y que se datan en 4.000 años, son afines a los de actuales vecinos de Urdaibai y tienen cercanía con otra cata en el Baztán.

Habida cuenta que las migraciones indoeuropeas se producen entre 4.000- 1000 a.C, es de presumir que la población wascona estaba asentada con anterioridad a ellas. Y que no dejaron de utilizar el protovasco a pesar de los asentamientos celtas y celtíberos. Eso sí, el salto de la organización tribal a la configuración política se da mucho después, con el nacimiento del reino de Pamplona (siglo IX) y de Navarra después. La descomposición del Imperio Romano dio una oportunidad a que un pueblo apenas latinizado iniciara su camino como entidad política.

Igualmente el feudalismo y antiguo régimen –excepción hecha de algunas zonas del sur de Alava y Navarra- poco tiene que ver con el castellano. Tuvo sus elites feudales (los linajes banderizos) y sus jauntxos depredadores, pero está a años luz del modelo de señores feudales propietarios de casi todo, de Iglesia todopoderosa, de realeza omnipotente y de una inmensidad de siervos sin derechos.

Es decir, hubo un orden estamental oligárquico y agrario pero compensado por múltiples villas y una red institucional. Desde luego, fue muy ajeno al irrespirable cerrojo aristocrático castellano. Si a ello se añaden las instituciones del mayorazgo y troncalidad, que liberaban grandes energías para la pesca, la construcción naval, el comercio, la escribanía, clero, emigración, minas o manufactura de armas ya en el XVII… se facilitó el tránsito a una sociedad industrial.

Por definirlo de manera breve: pequeño país, tierras pobres y subsuelo rico en hierro que se agotó para principios del siglo XX; feudalismo débil de banderías (la comunidad de parientes con vínculos personales con los ahaide nagusiak, parientes mayores) con linajes que se dañaban entre sí y que dio lugar a partir del XV a la “comunidad de solares” (poder de la riqueza y sobre un territorio) como dice José Ángel Achon (2006: 221-247); villas tempranas que disputan poder y economía a los linajes desde el siglo XIII; Tierra Llana y villas sentadas en Juntas Generales de propietarios bastante repartidos en el Renacimiento y con posterioridad; obligado juramento de los Fueros por parte de señores y reyes; pase foral (pocas veces practicado pero que daba lugar a negociaciones arduas con los reyes); derechos aduaneros en puerto seco; vida comunitaria institucional intensa; hidalguía que, siendo objeto de burla en Castilla, arropaba por el ius sanguinis (derecho personal) incluso a los vascos residentes en Castilla (caso Sertutxa) como exentos de pechas, con habeas corpus y no obligación de guerrear salvo en suelo propio,..

Todo ello está en el aliento histórico de la comunidad con sus reglas de cooperación (auzolan) y con la obligada cercanía de los jauntxos, incluso con sus arrendatarios… Es normal que muchas gentes defendieran el antiguo régimen, reaccionario en muchos planos y que beneficiaba a los terratenientes, frente al cielo prometido por el Estado liberal o la monarquía isabelina. Y quizás, por ello, las creencias democráticas – herencia de representación social aunque no general ni mucho menos, en Juntas y Ayuntamientos– son más profundas que en España. Un indicio: el nacionalismo moderado también apostó por la República a la hora de la verdad a diferencia de las derechas españolas.

Así se entendería mejor el fenómeno de los Fueros que terminaron de proteger no solo a Villas sino también a la Tierra Llana, y consagró la reciprocidad del do ut des (doy para que me des) con la monarquía castellana. Los Fueros de las provincias vascas y Navarra no han sido una norma de carácter local (Carta Puebla), sino normativa de tipo general compuesta por un conjunto de normas, nacidas de la costumbre continuada de autogobierno de los territorios, tanto de Derecho público como de Derecho privado, que servía para regular la administración de los territorios vasco-navarros. Dice Miguel Artola (1988: 53 y ss) “El régimen foral tiene su origen en la construcción medieval de hermandades de concejos” que conformaron los territorios históricos.

Los Fueros no son una gratia (privilegio o gracia real), sino un ius (derecho), con reconocimiento real y con origen en un concepto de reciprocidad obligatoria, desigual obviamente (entre el Poder real y los poderes subalternos), pero en una posición negociadora no estrictamente piramidal a diferencia de las tierras hispanas. Costumbre hecha norma, autoridad real final, reconocimiento mutuo y voluntad de pacto eran sus componentes.

La incorporación de Bizkaia, Gipuzkoa y Araba a Castilla en el siglo XII y XIII se produjo en condiciones de conservación de sus instituciones tradicionales (Unanue 2014). De esta manera, los reyes o señores juraban acatamiento a los Fueros y reconocían a estas comunidades sus derechos de zona franca, exentas de impuestos a la Corona pero no de entregas dinerarias, su liberación del ejercicio de las armas –salvo en defensa de su territorio– y con respeto a su libre organización interna hasta 1821 y, definitivamente, hasta 1839. Se puede decir algo parecido de Navarra desde el siglo XVI hasta la llamada Ley Paccionada (1841).

Los Fueros no solo son anteriores a la Constitución de 1978 sino que ésta los ratificó incorporándolos al bloque de constitucionalidad. El hecho diferencial (territorios históricos, lengua, derecho civil foral, policía propia y sistema de concierto fiscal) pero, sobre todo, una voluntad masiva sistemáticamente reiterada, constituyen hoy a la Comunidad Autónoma de Euskadi y a Navarra como sujetos políticos de decisión dando pie, al menos, a un cierto nivel de organización política e institucional y de competencias.

De ahí que decir que el entramado institucional vasco se deriva y define desde la propia Constitución es una lectura formalista ya superada (como la que hizo Azaola), que contrasta con la sostenida por Herrero de Miñón y otros juristas cuando lo incorporan al propio Bloque de Constitucionalidad, y que no se agota en el Estatuto de Gernika (1979). No es detalle menor el hecho de que la Constitución no fuera mayoritaria en el voto de la CA de Euskadi (no se legitimó, por más que esté vigente y se hace cumplir) y que el desgaste del Estatuto sea grande. Si el hecho diferencial consagrado en la Disposición Adicional 1a de la Constitución permite pensar en desarrollos federales o confederales, el ser titular colectivo de un derecho de decisión como sujeto político permite ir más allá por ejercicio democrático.

En efecto, como fondo sustantivo en democracia, lo que corresponde va más allá: es el derecho de decisión propia de una sociedad moderna y madura autoconstituida como nación sin estado por voluntad mayoritaria democrática, repetida y persistente, a lo largo de los últimos decenios. El Estado español hoy no está a la altura de ese requerimiento ciudadano.

O sea, un pueblo con mucha historia propia -aunque dependiente desde la baja Edad Media y en el caso de Navarra Sur desde el Renacimiento- que se configura como sujeto político en el siglo XX por voluntad colectiva como Nación (sin Estado) con un derecho a decidir sobre si y que ostentando títulos históricos -otras comunidades también los tienen- éstos están reconocidos constitucionalmente por el Estado anfitrión.

¿Cultura vasca o culturas vascas?

Las diferencias internas dentro de la cultura vasca (entendida como internamente plural, pero con bases comunes en la historia, instituciones, relaciones comunitarias y percepción compartida) no justifican abandonar el singular. La cultura vasca es en singular y con expresiones plurales. Sus diferencias internas son menores –salvando la Ribera navarra- que las que pueda haber en la cultura española, y no se suele sustituir ésta por “las culturas españolas” a pesar de que sería, en todo caso, mucho más pertinente ya que la España-Estado sí es un mosaico forzoso de culturas.

La cultura vasca no tiene un perfil único, con centro en lo rural, sino que es consustancialmente plural. Cuando se la vincula en exclusiva a la cultura popular tradicional y rural el resultado es un arquetipo. Quedarían en penumbra la rica cultura marinera, el rol temprano de las villas, o la importancia de la manufactura, de la construcción naval y de las armas ya desde el siglo XVII, los puertos comerciales abiertos al libre comercio por el mar, o la producción industrial del XIX. No solo dejaron una impronta económica sino también social, de modelo humano y de sus valores, lo que explica que los económicamente exitosos siglos XX y XXI, y su cultura innovada, no sean obra de una trasformación inexplicable sino de una urdimbre histórica.

Todas las culturas son específicas (responden a la reproducción de la comunidad y son herramientas de respuesta a sus dilemas en todos los planos) y no tienen por qué ser muy diferenciales. Pero en nuestro caso, además, hay tantos rasgos diferenciales (el euskera, la historia institucional, cultura popular singular…) que han activado, y mucho, los mecanismos defensivos y de transmisión familiares e institucionales que explican el milagro de su preservación y adaptación a pesar de adversidades y represiones.

Se suele sostener que la cultura vasca es rica en cultura popular pero pobre en cultura culta a lo largo de la historia (Camus 2012) , por lo que se nos excluiría de los pueblos cultos hasta la segunda mitad del siglo XX.

Pero hay y hubo cultura culta.

son dignos representantes. En el XVII (Axular, Oihenart, escuela de Sara) y XVIII (Etxeberri, Larramendi o Peñaflorida) hay una digna representación, sin que la producción vasca en castellano o francés pueda decirse que fuera mucho más abundante y brillante en la época. La literatura oral, en cambio, era pujante (bertsolarismo). Incluso la indiscutible modernidad de Baroja y Unamuno en el tránsito del XIX al XX tuvieron su correspondencia, 50 años antes en el romántico Xaho o el promotor D’Abaddie, y de forma coetánea en Azkue, Luis de Eleizalde o en Campion. Hoy, en estos inicios del siglo XXI, cabe decir que la aportación literaria en euskera es más madura y pujante que la literatura vasca en castellano.

Ciertamente la literatura vasca con anterioridad al XIX, fue débil, pero no ausente, puesto que ya en el mal conocido siglo XVI, Lazarraga, Leizarraga y Etxepare son dignos representantes. En el XVII (Axular, Oihenart, escuela de Sara) y XVIII (Etxeberri, Larramendi o Peñaflorida) hay una digna representación, sin que la producción vasca en castellano o francés pueda decirse que fuera mucho más abundante y brillante en la época. La literatura oral, en cambio, era pujante (bertsolarismo). Incluso la indiscutible modernidad de Baroja y Unamuno en el tránsito del XIX al XX tuvieron su correspondencia, 50 años antes en el romántico Xaho o el promotor D’Abaddie, y de forma coetánea en Azkue, Luis de Eleizalde o en Campion. Hoy, en estos inicios del siglo XXI, cabe decir que la aportación literaria en euskera es más madura y pujante que la literatura vasca en castellano.

Pero, además de la literatura, hay otras formas de cultura culta que tuvieron gran peso en el medievo, renacimiento y antiguo régimen vasco como fue la rica historia arquitectónica religiosa y civil con un digno patrimonio. Asimismo, la riqueza de personajes históricos, ensayistas, eruditos o científicos, ya desde el siglo XVIII; la abundancia de palacios (Cendoya 1994: 257 y ss), y más aun con la riqueza que acompaña a la industrialización desde la mitad del XIX y la entrada en la modernidad; la música desde el medievo y el renacimiento (Anchieta); el importante audiovisual desde los años 70 del XX…. abonan la tesis contraria.

Cabe así negar la mayor: la cultura culta ha estado presente en villas, ciudades, Reino de Navarra y en el propio antiguo régimen institucional. Y, además, también son parte de nuestra cultura de nuestra cultura Ximénez de Rada (siglo XII-XII), Pero López de Ayala (XIV) o Loiola (siglo XV) o Blas de Otero (siglo XX) por más que su imaginario fuera castellano. Las propias aportaciones navarras ya desde el siglo XVI (Azpilicueta, Carlos de Viana, Agramont) y XVII (Moret, Huarte de San Juan) y tantos otros, no invitan ni a la reducción ruralista de lo vasco ni a una exclusión ideológicamente interesada desde un patrón que dictaría lo que es vasco o deja de serlo por prescripción de un sector de mirada agónica y purista. En esto se aliarían con quienes reducen lo vasco a lo arquetípico. Es más sensata una visión caleidoscópica de la presencia de vascos y vascas en la historia real.

Que no sea la cultura culta muy peculiar o brillante en una comparativa occidental con Estados no quiere decir gran cosa, puesto que la cultura no es una suma de singularidades sino un conjunto de recursos de gestión de la vida social. Si como consuelo se dice que la pequeñez del país y de población no daba para más, cabe decir lo contrario: lo que hay que explicar es por qué un país tan pequeño pudo dar más allá de su tamaño; y cómo ya desde finales del XIX la simbiosis creativa de tradición y modernidad en un país industrializado ha permitido remozar la cultura vasca. Esta hubiera fracasado si se hubiera refugiado en el ruralismo complaciente o en el espacio micro, local y familiar, para ser zarandeado por la globalización. Para la supervivencia de una cultura milenaria en un mundo abierto se requiere una cultura de espacio público que integrara tradiciones múltiples y miradas modernas.

Y ello no ha sido fruto de nuestras elites económicas (miraban por el esplendor de sus bienes raíces, industrias o bancos) y, en parte, tampoco de las elites intelectuales. De hecho la Ilustración vasca se quedó más con la idea del progreso material y se olvidó del progreso en humanidades y en ciencias sociales ya desde los “Caballeritos de Azkoitia” y el Real Seminario de Bergara. A pesar de todo hubo un elenco razonable de pensadores y científicos sociales (Foronda, Ibáñez de la Rentería, Arriquivar, Ustariz…).

Se puede concluir que ha sido el doble impulso -muchas veces chocando entre sí- de construir comunidad y de atreverse a apostar por una sociedad moderna, las que han tejido la parte más culta de la cultura vasca de hoy que, en mayor o menor medida, se entrelaza con la cultura popular -¿dónde empieza una y termina la otra?- e impregna a toda la sociedad.

El retroceso del euskera y las razones de Estado

Explicar el retroceso histórico del euskera, como se suele decir, sólo por la presión en fronteras de las lenguas romances, es muy parcial. Como también lo sería atribuirlo solo a su economía abierta y de libre comercio por mar con Europa cuando las fronteras eran de puerto seco. En esas versiones están ausentes las decisiones de los Estados español y francés para la imposición del castellano y el francés en los sistemas administrativos, políticos, económicos o educativos. De todos modos, la responsabilidad de las elites vascas del antiguo régimen fue también clara, al utilizar el castellano como lengua administrativa habitual, de distinción social y de segregación interna.

Hubo una explícita política aculturizante desde el poder central sobre Euskal Herria sur y desde todas las ideologías centrales ya desde el XVIII (la prohibición en 1766 del Conde de Aranda –etapa de Carlos IV- prohibiendo la edición de libros en euskera o, seis años después, prohibiendo su enseñanza) y con posterioridad (conservadores, liberales y franquistas). Incluso en democracia, y en ausencia de una represión cultural explícita, la institucionalización vasca ha debido forzar la marcha ante la presión de una diglosia galopante, facilitada por el modelo comunicativo radial (la RTV dominante es centralizada) y por el Estado unitario. Ya no digamos en Iparralde.

La historia política de represión y agravios, y una historia socioeconómica sin gestión política autocentrada e independiente, ayudan a explicar aquel retroceso. El éxito reactivo del carlismo en el XIX, o del fuerismo y de los nacionalismos después, lejos de ser desvaríos de gentes primitivas, fueron y son reacciones, acertadas o no, tanto ante un mundo que cambia como frente al modo de construcción centralista y borbónica

del Estado, a diferencia del modelo austracista basado en el pactismo (los Austrias eran más tolerantes que los Borbones con las comunidades cuyos regímenes jurídicos respetaban) (Lluch 1996). El paso de la monarquía autoritaria a la monarquía absolutista tan común en Europa vino de la mano de los Borbones. Dicho de otra manera, una cosa son las construcciones ideológicas de aquellas corrientes vascas, con bastantes tesis rebatibles y artificiosas, y otra el por qué de su éxito social como discursos defensivos.

Claro que los discursos ideológicos del Estado -encarnados por conservadores y liberales en el XIX, derechas y socialistas en el XX- fueron históricamente aún más dañinos y artificiosos. Su obsesión unificadora y de construcción del Estado bajo los parámetros de un concepto simplista de la modernidad (una nación única –legitimidad y poder centrales-, un mercado, una moneda y, también, una lengua) ha sido letal.

Afortunadamente la rareza histórica de una lengua pre-indoeuropea hoy viva y en

recuperación solo se explica por un sentido comunitario a prueba de asimilaciones.

La pervivencia de la cultura vasca no se puede explicar solo desde la autodefensa numantina en el reducto familiar. Siendo ésta imprescindible, hubiera abocado a lo que ahora está ocurriendo en Iparralde donde, a falta de institucionalización y con una sociedad civil limitada, la cultura vasco-euskaldun se erosiona de modo alarmante.

Fue el vitalismo ciudadano y la sociedad civil (los Juegos Florales de finales del XIX, o el renacimiento vasco del XX -Eusko Pizkundea- o el movimiento de ikastolas en el franquismo, por ejemplo) y las respuestas políticas, las que generaron la conciencia colectiva de identidad cultural y nacional, de comunidad con derecho a vivir como tal, y han salvado esa parte de la identidad cultural, más acentuadamente en la CA de Euskadi. El empuje de la comunidad y su sociedad civil organizada son los que han mantenido un nivel de movilización y voluntarismo cultural que, hoy, ha prendido en los actuales padres jóvenes para una transmisión familiar en contacto con la institucional.

Tampoco hay que olvidar en la pervivencia del euskera el papel de una parte de la Iglesia. El vacío de cultura literaria lo cubrió el euskera de una Iglesia cercana a las comunidades, lo que evitó que ejerciera de factor aculturizante, por un lado, y a que contribuyera al salto al euskera escrito, primero culto y conservador, luego literario y profano, por otro. La única elite vasca que se implicó con el euskera fue el clero, a pesar de sus vinculaciones con los jauntxos. Igualmente el comportamiento de una gran parte del clero vasco en la guerra civil o en la Transición nos remite a una iglesia popular ejerciendo el pase foral sobre su propia jerarquía.

El empeño colectivo en la supervivencia cultural y comunitaria puede adoptar formas míticas o brutales cuando asume un punto de vista agónico (el carlismo del XIX, el fuerismo mitificante, el primer Arana o ETA y su violencia). Pero malo será para entender la historia, sin justificarla, no apuntar los riesgos ciertos de disolución comunitaria en la España isabelina, en la Restauración, en el franquismo o en la democracia de la Transición. Es más, si no se analizan las estructuras políticas, elites y estrategias españolas tampoco se entenderán las reacciones. Con todo, habría que decir que si los vascos abandonaran ese triple estilo –comunidad, sociedad e institucionalización- y se quisiera jugar solo a lo institucional y sin dinamización popular cultural, podría aparecer su Talón de Aquiles en el futuro.

Lo que ha hecho superviviente a la comunidad de los vascos ante las adversidades de la historia han sido, sobre todo, el tejido social con sus vínculos, la conciencia comunitaria, la amplia sociedad civil, la voluntad política colectiva mayoritaria con instituciones cercanas, el impulso vital de esa Euskal Herria diversa y una conciencia práctica del trabajo y de la economía. Esa experiencia colectiva también está en la base del fuerte laicismo actual.

A diferencia de lo que se suele decir, no es la diferencia respecto al resto de entidades administrativas del reino de España la que genera nuestra identidad política, de tal modo que cercenando singularidades administrativas se acabaría el “privilegio” (sic) y el tema. Pero no se trata de un constructo desde arriba. La identidad se hace desde la construcción comunitaria y política misma con expresiones continuadas a lo largo de la historia ante las invasiones repetidas, mediante rechazo (celtas, godos..) o coexistencia (romanos, árabes…), rebeldía popular ante las elites internas en el XVII y XVIII mediante matxinadas, o la muy costosa implicación en guerras y guerrillas a lo largo de los convulsos siglos XIX y XX. La foralidad es en todo caso una expresión y una fijación garantista, no un invento.

Contradicciones vascas a superar

Una contradicción histórica vasca es que a lo largo del XIX y XX hasta 1975 hubo un desarrollo económico bastante superior al de España, y con ello una más temprana entrada en la modernidad, con todas las contradicciones del desarrollo desigual y por saltos. Numerosos núcleos urbanos, y por irradiación las anteiglesias, se sumergieron en los valores y activos de la Revolución Industrial y la modernidad (urbanismo, ferrocarriles, cultura de masas, partidos, sindicatos…). Gernika es un ejemplo paradigmático de esas simbiosis (Ander Delgado 2005). Eso sí, había más nivel cultural en España pero centrada en sus elites y pésimamente repartido.

En el caso vasco no acompañaron el desarrollo político y la política cultural y educativa, vetadas –prácticamente durante tres siglos- hasta 1979. Se careció así de esas herramientas centrales para articular una sociedad moderna autocentrada ya desde el siglo XIX.

Pero España, a pesar de que construyó un poderoso aparato político y un sistema cultural, tampoco es un caso secular de Estado Nacional. No lo fue ni con los Reyes Católicos ni hasta mucho después. Así Juan Pablo Fusi (2000), indicaba que el sentimiento nacional español surge en el XIX, y no antes, sin que ni siquiera entre 1808-1840 cabía hablar de Estado nacional. O sea de anteayer. De hecho las guerras carlistas y los levantamientos sobre el modo de configurar España dieron paso a la emergencia temprana de proyectos nacionales en competencia con el proyecto nacional español excluyente al final del XIX (los nacionalismos periféricos). Incluso Josep Colomer (2006: 173) decía –quizás exagerando- que España es un caso único en Europa de fracaso en la construcción de un gran Estado nacional que perdió su oportunidad en la segunda mitad de los años 70 del siglo XX. O sea en la Transición.

En el caso vasco, el desfase a lo largo del siglo XX y hasta 1979, entre economía fuerte, impulso cultural solo por la base durante el franquismo y construcción política e institucionalización cultural débiles fue un gran lastre cuando no una tragedia. En las sociedades modernas, la construcción cultural no suele ser ajena a la construcción política y a sus preferencias político-culturales y educativas. Al contrario, es sustancial.

Pero, a diferencia de las culturas satisfechas de los Estados nación, el doble déficit vasco acumulado históricamente (institucionalización dependiente y ausencia de política cultural y educativa hasta el último tercio del XX) ha sido tan inmenso, que explica que los movimientos de defensa cultural han buscado compensarlo con voluntarismos, y por fuerza se vincularon a movimientos políticos, y viceversa. Ello trajo consigo virtudes (situar la cultura y la lengua que se erosionan en el corazón de los programas políticos) y perversiones (riesgos de instrumentalización, de polarización y de desagregación cultural social según afinidades políticas).

Sin embargo, en lo que ha habido de excesos de una parte vasca ha habido de inmenso defecto, en forma de desidia, por la otra parte vasca. A diferencia de Catalunya, han sido las elites vascas de identidad subjetiva nacional española (de derecha e izquierda) las que perdieron y siguen perdiendo la oportunidad de dar ejemplo –con excepciones como las del socialismo eibarrés con Toribio Echevarria al frente- desde un vasquismo integrador, mientras siguen representando, sin más, el punto de vista del Estado en la comunidad de los vascos, subordinando el hecho comunitario al hecho y al proyecto político español.

La conservación y desarrollo de la cultura vasca en condiciones tan adversas y que “lo vasco” no sea un nombre sin sustancia (el euskera principalmente) solo se explica por el admirable sujeto comunitario –el pueblo organizado- y su empeño secular por defender cultura, lengua y modo de vida con sacrificios enormes y la capacidad de reinventarse con el apoyo de los vasquismos y nacionalismos del siglo XX.

De cara al futuro, la cultura vasca como fenómeno colectivo útil al desarrollo social no pervivirá si no se construye y reconstruye constantemente.

Hay quienes piensan que la cultura vasca del siglo XXI se encuentra sólidamente asentada en este mundo globalizado y deducen -desde un cierto liberalismo cultural- que no hacen falta políticas activas para desarrollarla. Y, al revés, hay quienes la ven en porque no se termina de superar la minorización del euskera (diglosia), por lo que son partidarios de una cierta política autoritaria de subordinación de las estrategias de “nation building” a la construcción previa de la “nación cultural” (así lo han detectado Zabalo et al, 2016: 109, en una parte de euskalgintza).

Sin embargo, aparte del empuje en sentido positivo o negativo de factores externos, se depende, sobre todo, del impulso interno por seguir casando lengua, tradición y modernidad con respeto social. No cabe minimizar las amenazas reales pero tampoco agonía el rol que la política cultural y lingüística, por un lado, y el empuje de la sociedad civil, por otro, están llamados a jugar para contrarrestar las tendencias que la globalización abre para las culturas tanto minoritarias como minorizadas.

Pero hay más. En la “sociedad del conocimiento”, la cultura es un recurso central del que, como sociedad culta y educada, estamos bien dotados por lo que no se entendería que como cultura minoritaria no apostemos por especializarnos en creación y producción cultural especialmente para recrear de forma potente nuestro imaginario (los nórdicos lo están haciendo) y como especialización económica que, de paso, haga viable nuestro desarrollo cultural específico, y dentro de él el euskera como factor motor y motivador. Es incomprensible que los nacionalismos vascos aun no hayan captado enteramente esta apuesta estratégica de país y sigan tratando la cultura como una asignatura maría y más simbólica que básica.

En suma, sin una potente institucionalización de la política cultural y comunicativa y, paralelamente, animando a una libre creatividad cultural e industrias culturales y creativas con peso interno y externo, estaremos muy a la intemperie y a la defensiva. De todos modos, incluso en el caso de una mayor institucionalización política o una extensión de la industria cultural, la sociedad vasca no debería bajar la guardia cultural comunitaria. Es su punto más fuerte.

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