¿Decirnos la verdad?

Escucho y leo con insistencia que es necesario que nos digamos la verdad. Dicho así, ¡quién puede estar en contra! Es cierto: conviene que los que queremos la independencia nos hablemos sin subterfugios ni condescendencias, con toda crudeza. Pero, ¿podemos envolver la «verdad» en esto?

Más allá de los hechos contrastables, la interpretación de la realidad factual es diversa -legítimamente diversa porque forma parte del combate político, y no es nada fácil saber dónde está ‘la’ verdad. Si ya es difícil conocer los hechos -todos los hechos-, y aún más contrastarlos, su interpretación no establece ninguna verdad definitiva sino que pone en evidencia la perspectiva, el interés, la intencionalidad de quien la hace. Para el que nos ocupa hoy, desde la sucesión de acontecimientos ocurridos desde septiembre del año pasado hasta ahora, la densidad de hechos -conocidos y aún por conocer, junto con la mucha desinformación que circula, y contando todas las lecturas bien y mal intencionadas que se hacen, decirse la verdad se convierte en un objetivo, más que titánico, imposible.

Y no sólo eso, sino que las mismas llamadas a decir la verdad suelen formar parte del sesgo interpretativo del combate. A menudo se trata de un recurso retórico para sugerir que quien no comparte la misma perspectiva, no es que discrepe, es que miente o se autoengaña. Estos días asistimos a una guerra de interpretaciones sobre los hechos del pasado otoño, donde más que argumentos a favor de la propia perspectiva, se da a entender que los discrepantes, en el fondo, mienten, que engañaron entonces y que lo hacen ahora, que en aquel momento fueron unos cobardes -o unos insensatos, según el caso-, todo para poder decir que ahora todavía son más. A veces, la acusación es refinada y metafórica. Por ejemplo, en el relato discrepante se le acusa de «globo» o «burbuja» que hay que pinchar, o de «independentismo mágico». A veces, de manera más directa, se trata la mirada discrepante de ingenua o estúpida. Términos muy duros para justificar cambios estratégicos sin tener que reconocer explícitamente, o para avalar los cabildeos políticos y mediáticos en que, voluntariamente o no, se participa. Y, desde luego, si te avala la verdad, para mostrar superioridad intelectual y moral. Para ser más claro: puestos en esta lógica retórica, ¿no se podría considerar «independentismo mágico» creer posible un referéndum de autodeterminación pactado con España?, ¿no sería un globo a pinchar creer que con muertos en la calle el Estado se habría retirado? Y, por cierto, el independentismo, ¿cuántos muertos habría soportado sin abandonar un proyecto que en su mayoría, diría, se ha imaginado sin violencia?

El combate entre la independencia y la dependencia, si se quiere pacífico y democrático, fundamentalmente es y será una lucha de relatos, eso sí, desigual en el tipo de fuerzas y en las consecuencias. En un lado, movilizaciones; en el otro cárceles y exilio. A un lado, la internacionalización del debate por los derechos sociales y políticos de los pueblos; en la otra, la respuesta autoritaria de un Estado en descomposición. Y la confrontación de relatos, además, no es dicotómica: dentro de cada opción están los propios combates que corresponden a las diversas tácticas de control del Proceso y las estrategias que se consideran vencedoras. En ambos lados hay momentos de concertación y periodos de divergencia. En diciembre pasado había concertación PP, Cs y PSOE sobre el 155; ahora, en cambio, hay divergencia sobre volverlo a aplicar. Y aquí, sobre si es necesario forzar la confrontación con el Estado o esperar a un acuerdo, exactamente igual.

Es por todo ello que no creo que la apelación partidaria a una supuesta y única verdad sea ni honesta ni útil. Que cada uno explique dónde está y qué piensa qué hay que hacer. Que abunde la crítica por dura que sea. Y si puede ser, sin señalar supuestos mentirosos, cobardes o traidores.

ARA