Cuando el Mundial de fútbol hacía callar las armas

Es bien sabido que en estos pueblos del Oriente Medio los veranos son propicios a guerras, y a graves conflictos políticos. Muchos de los acontecimientos más importantes de las últimas décadas han tenido lugar durante estos lentos y abrasadores veranos. La guerra de los Seis Días entre Israel y los países árabes, cuyas consecuencias están todavía patentes en los territorios palestinos, se libró en el mes de junio de 1967. La invasión del ejército judío del mes de junio de 1982 sorprendió a los libaneses. Fue otro día de agosto de 1990 que las tropas iraquíes se hicieron en unas horas con el emirato de Kuwait provocando posteriores calamidades e intervenciones armadas extranjeras. En el verano del 2006 este pequeño país levantino volvió a sufrir la guerra cuando soldados israelíes y milicianos del Hezbollah se enfrentaron en otra guerra estival. Los golpes de estado que más conmovieron a estos países se perpetraron también en esta estación del año, como el dirigido por Gamal Abdel Nasser contra el rey Faruk del mes de junio de 1958. Es tan patente éste fenómeno que ha sido estudiado con profundidad.

Como los Mundiales de fútbol se organizan en esta época coinciden con este tiempo de combates. El furor por el fútbol se extiende a todos los países árabes desde el Mgreb al Machrek, desde Marruecos al Sudán, Egipto, Irak, Siria, las monarquías petrolíferas del Golfo, donde sus televisiones pagan millones de dólares para los derechos de su transmisión. En el Líbano ésta alineación popular por el fútbol se alimenta además porque su gobierno ha prohibido al público asistir a los partidos de los diversos equipos locales como Ansar o Nehme, a fin de evitar que los campos de fútbol se conviertan en campos de Agramante, en dónde musulmanes y cristianos, sunníes y chiíes, sin olvidar a los drusos, se enfrenten a mano armada por un quítame éstas pajas. Hace unos años en el estadio municipal de Beirut, los aficionados de Ansar y de Nehme estuvieron a punto de provocar un zafarrancho de combate con disparos de fusiles, ametralladoras, y otras armas de fuego. Las a veces encarnizadas luchas confesionales de éste estado de 18 comunidades de diferente base religiosa, inflamaron a los enfebrecidos partidarios de uno y otro equipo exponiendo a arrastrar a la calle a vecinos del barrio suní de Tarek Jdide y chií, Barbur. Los enfrentamientos armados anteriores entre la organización chií del Hezbollah y los seguidores sunníes de Saad El Hariri, que estuvieron en trance de reavivar los rescoldos de la guerra civil, obligaron a reforzar esta tajante prohibición.

Hay una tal hambre de fútbol que la vida cotidiana gira estas semanas alrededor del Mundial. No solo son las grades pantallas de televisión instaladas en numerosos restaurantes y cafés, tanto en barrios populares como residenciales, sino la proliferación de banderas de muchos de los equipos internacionales con preferencia de las brasileñas y alemanas. A fin de impedir reyertas por mor de las banderas, el ministerio del Interior dio una inútil orden de no exhibirlas. Pero por lo menos las de Arabia saudí e Irán, dos estados muy influyentes en la política local a través de sus comunidades infeudadas, sunníes y chiíes, no se ven en los lugares públicos. En un suburbio de la capital un hombre apuñaló a un muchacho por una discusión en torno a un partido de fútbol. En las calles son frecuentes al anochecer, salvas de disparos de armas a raíz del anuncio de cada gol.

Las historias sobre las copas del Mundo de futbol en Beirut durante estos años son sorprendentes. Durante el Mundial de 1982, en España, en plena invasión israelí del Líbano, los combates disminuían de intensidad en el tiempo de las transmisiones de los partidos. Los bombardeos se interrumpían en el frente como si también los soldados israelíes quisiesen, en un intervalo, hacer callar sus armas. Cuatro años más tarde en el episodio fratricida de la lucha entre cristianos, entre el general Michel Aoun y el jefe de la milicia Samir Geagea, yo vi en algunas barricadas del oeste de la ciudad, cómo los combatientes contemplaban ensimismados las imágenes de los partidos del Mundial en frágiles aparatos de televisión que hacían funcionar con baterías, en pausas de su lucha. Al final del partido en el que Francia salió ganadora, combatientes de uno y otro bando, rompieron su breve tregua, con salvas al cielo, aclamando al equipo francés.

“Cómo nos gustaría ­­–Escribió entonces un periodista libanés – que las guerras se hiciesen con goles y no con cañonazos. ¿Cuándo llegará el tiempo del final de estos “matches” sangrientos que padecemos desde hace quince años?’’

La guerra libanesa de mil rostros se arrastró desde 1975 a 1990.

LA VANGUARDIA