Conflictos locales, desafíos globales

Uno de los puntos fuertes del conflicto que ha provocado la aspiración a la independencia de Cataluña es que concentra y desarrolla los retos políticos más importantes que afectan a todo el mundo avanzado. Quiero decir que, afortunadamente, el nuestro no es un conflicto estrictamente local, en el sentido de que sólo se pueda interpretar en términos internos, por razones históricas particulares, abusos económicos o desprecios identitarios. Al contrario, nuestra confrontación contiene, y en un cierto sentido anticipa, conflictos que son globales.

De modo que tenemos a favor que nuestros desafíos pueden ser comprendidos con una relativa facilidad desde el exterior, siempre que los sepamos vincular con los que se viven fuera de nuestras fronteras. Pero, también, tenemos en contra que desde el exterior se pueden identificar las amenazas que hay implícitas para todos en nuestras reivindicaciones. No es extraño, pues, que no levantemos fáciles sentimientos de condescendencia fuera de aquí, como aquellos que se sienten ante los bichos amenazadas pero inofensivas. Y, al mismo tiempo, es significativo que obtengamos muestras de solidaridad de parte de personajes y organizaciones que combaten a favor de los derechos fundamentales universales.

Uno de los principales problemas que pone al descubierto nuestro conflicto es el de la crisis de la democracia tal como se ha articulado hasta ahora. ¿Qué pasa cuando el perfil de los estados se desdibuja? ¿Cuando se debilita su razón de ser -proteger mercados interiores- o cuando la sumisión a un poder central deja de ser garantía de la mejora del bienestar, no garantiza la seguridad de las personas ni es capaz de ofrecer un relato integrador? ¿Es que no es eso lo que explica que haya sido justo en este inicio de siglo XXI cuando los catalanes nos hemos visto capaces de plantear un desafío tan enorme al Estado español?

Paralela a esta pérdida de relevancia de los estados nación a favor de los mercados y de los conflictos internacionales, o los nuevos sistemas judiciales globales, está el grave derrumbe de los partidos tradicionales, incapaces ya no de controlar el espacio público externo, sino de poner orden en su interior. En Cataluña el mapa político ha implosionado y nadie reconoce a nadie: unos han desaparecido; otros han perdido su perfil histórico; los hay que viven grandes convulsiones internas, y otros han aparecido por razones oportunistas pero tendrán una duración brevísima. Quien lo interprete sólo en clave catalana no podrá ver los paralelismos con el resto de partidos europeos, con dificultades por todas partes para hacer gobierno a partir de espacios terriblemente fragmentados o como los gobiernos y gobernantes aparentemente fuertes pierden el control de la situación.

Y, sin ser exhaustivo, en nuestro conflicto también se manifiesta el gran debate sobre el papel de las emociones que se imponen sobre los criterios más racionales de la dinámica política. Cuestiones como la esperanza, el resentimiento o el miedo son muy relevantes en estos tiempos de indignación populista. Que la exasperación del odio contra los catalanes pueda hacer creíbles relatos tan falsos como los que quieren demonizar y dividir la sociedad catalana, o que las esperanzas en una futura República -que algunos consideran fruto de un engaño colectivo- puedan sacar a la calle de manera incansable tantas personas, no es muy diferente de lo que explica éxitos electorales repentinos como los de Trump o Macron, o referendos como el que ha llevado el Brexit a Europa.

No, los catalanes no somos gente rara. Como mucho, somos incómodos porque ponemos sobre la mesa de manera clara, y a veces anticipamos, desafíos globales que todos, tarde o temprano, tendrán que afrontar.

ARA