Como una cabaña

La cabaña está ideada expresamente para el refugio, sin ser casa, lugar donde habitualmente habitamos más o menos permanentemente, o bien usamos como domiciliación, o tal como es definida por el filósofo catalán Josep Maria Esquirol, resulte ser sencillamente “el lugar al que se vuelve”. Para el que esto escribe, en ello habría de consistir la solución dada al contencioso generado por el polémico concurso de ideas en torno al denominado Monumento a los Caídos (quedando claro en otro lugar que éste no era ni ha sido inicialmente su denominación, sino aquella más esclarecedora de Navarra a sus muertos en la Cruzada).

Cabañas en Thoreau, en Wittgenstein, en Jung, en Heidegger, facilitan las condiciones necesarias para el pensamiento mediante un procedimiento de suspensión del tiempo a través de la subliminal toma de conciencia de lo relativo que resulta ser en ella la separación entre la exterioridad y la interioridad de las construcciones de mayor rango arquitectónico. Algo que el mencionado monumento traslada, a pesar de su densa apariencia, desde el vacío interior, como nadedad, al exterior. Un monumento que en pleito judicial siempre habrá de ser de parte, obligando al silencio y ocultamiento de la otra, a su negación; y que, en todo caso, viene a recoger actualmente la ruina humana del encartonado sobrio y ebrio vagabundo instalado en su porche transicional entre una vida plena que algún día fuera y una muerte que a buen seguro habrá de serlo para todo humano. A pesar de la vegetación que le rodea, como si de una gran cementerio se tratara, éste de los Caídos traslada de su interior al exterior una metafórica congelación del tiempo, todo lo contrario de lo que debería suponer la proyectual encomienda arquitectónica.

Existe en la capital de nuestra vecina Francia, París, un monumento de parecidas características formales -aunque de mayor recorrido temporal-, sirviendo de marco para la despedida de destacadas personalidades con las que la nación ha contraído una deuda (recientemente, por ejemplo, la del cantante de raíces armenias Charles Aznavour), siendo que en origen fuera residencia de mutilados así como posterior mausoleo de napoleónicos emperadores. Este último con función transicional, entre uno y otro mundo, en cierto modo un no-lugar de la tradición (donde no se habita, o se hace a modo póstumo en forma de despojo), reconvertido en sede de y para la oferente memoria. Memoria de lo bueno y también de lo malo, homenaje que en el caso francés excluye la de aquellos hechos genocidas -pues el haber ejercido un omnímodo poder es lo que tiene- protagonizados por una breve dinastía de emperadores, envuelta su acción bajo el manto ideológico protector de la progresía del iluminismo revolucionario que a corto plazo no consiguiera otra cosa que la instauración de varios modelos basados en la reacción.

En este sentido el Monumento a los Caídos viene a ser algo así como otra cabaña más de ese supremacista poder. Si el mausoleo parisino cuenta con los restos de los Napoleones, padre e hijo (aunque este último nunca ejerciera como tal), el nuestro hasta hace poco contenía los de los generales Mola y Sanjurjo. Y como todo poder, más aún si es fundamentado en un origen netamente golpista y antidemocrático, constituye todo un modelo basado en la impostura. Aunque bien pudiera conducirnos, dada su ubicación en el entramado selvático de la urbe, tal y como reza el sugerente título de la obra de un desconocido autor, que en el siglo XVII desempeñara el cargo de subprior en la Colegiata de Roncesvalles, a una Silva de varia liccion… en la que, tal vez, lo único que mereciera ser conservado sea el caudal de crítico conocimiento emanado desde las fuentes de la tradición, de la historia, del arte y del progreso.

Ahora bien, si contrariamente, como al parecer es argumentado en su defensa por parte de la asociación que busca a cualquier coste su conservación basándose en la consideración de pertenencia al patrimonial y anacrónico orden político establecido por un uso religioso, amenazando por ende con emprender acciones legales, no nos debe extrañar el que con parecida contundencia se replique justificando su destrucción en línea de una furia iconoclasta propia de las educadas sociedades modernas surgida a partir de otras tantas experiencias revolucionarias alejada del modo llevado a término por los talibanes en la supresión de los Budas de Bâmiyân, pero no por ello con un resultado diferente. (No estaría de más, en este sentido, acometer con la lectura de una obra como la de Dario Gamboni, bajo título de La destrucción del arte. Iconoclasia y vandalismo desde la Revolución Francesa). Hablamos, por tanto, de una enconada polarización que lucha por encontrar su legitimación.

Un filósofo como Ferrater Mora, dentro de su obra Modos de hacer filosofía, comentaba el que en la propia definición de lo legítimo se dan dos interpretaciones harto diferentes: siendo la primera conforme a las leyes, mientras la segunda lo es conforme a lo cierto, lo genuino y verdadero. En el fondo, concluye, la pretensión de la filosofía es aquella de acercarse a la última. Comenta, asimismo, el también filósofo Gilles A. Tiberghien, en Notas sobre la cabaña, el que “es el futuro el que permite restituir el pasado y escapar de esa memoria anticuaria que conmemora enterrando; mencionando a continuación la siguiente reflexión de Nietzsche: “El saber histórico, cuando domina sin ningún límite y desarrolla todas sus consecuencias, quita las raíces al futuro, pues destruye las ilusiones y priva a las cosas existentes de la única atmósfera en que pueden vivir”.

Personalmente, al concurso internacional de ideas en torno a este conglomerado edilicio no le veo otra salida ni futuro que el ser objeto de la especulación (inmobiliaria, urbanística y hasta, si así se quiere, ontológica -en tanto, según Sartre-, ésta se constituye sobre la base de “la explicitación de las estructuras de ser del existente”). Pero lo que aquí y en este momento verdaderamente nos debe preocupar es esa confianza depositada en una segura involución, de los en su momento vencedores y de los que reivindican un anacrónico retorno de aquel triunfo a pesar de la temporaria evolución, del que las cosas sean lo que en un día fueren, facilitada, en todo caso, por el instrumental uso de un arma de doble filo: el de la aplicación de la ley basada en el determinismo historicista de lo ya sido como renovada fuente de la antigua religión. Para combatirlo, solo contamos con un recurso: el de la pedagógica y laica educación, teniendo en ello muy en cuenta el que, “en la medida -según Jean-Pierre Cometti- en que la arquitectura es un gesto, participa de manera substancial del conjunto de fuerzas, de prácticas, que pertenecen a la cultura”. En definitiva, el monumento como cabaña debiera servirnos a futuro, si es que lo tiene, de refugio a la verdad desde la perspectiva de un reflexionismo crítico, teniendo muy en cuenta que no descubrimos nada nuevo cuando equiparamos al templo con la misma tal y como es recogido por Tiberghien recordando los modelos propuestos por Vitrubio y los que Rykwert trae a colación a propósito de la Grecia descrita por Pausanias.

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