Catalanofobia

Se afirma que la catalanofobia no existe porque si existiera también actuaría en contra de los catalanes no independentistas. La reflexión es interesante. Desde este punto de vista, si realmente existiera la catalanofobia operaría también contra personajes como, por ejemplo, Xavier Sardà o Joan Manuel Serrat, que son tan catalanes como los demás. Contra Albert Rivera, también podríamos añadir, que es un político catalán que no ha sido víctima de la catalanofobia sino que más bien la ha fomentado. Inmediatamente alguien podría corregir la frase anterior y sostener que no, que en modo alguno se puede aceptar esto, que Rivera ha fomentado el antiindependentismo catalán, el anticatalanismo, pero no la catalanofobia. La distinción, sutil, parece más teórica que práctica. No, no se debe confundir el catalanismo político, en cualquiera de sus formas, con la identidad catalana. También podemos buscar otros ejemplos. Alejandro Lerroux, andaluz y catalán, también fue un histórico político republicano contrario al catalanismo y esto no le hace menos catalán. Quizá cuesta verlo como un político catalán pero, sí lo era, como lo es Inés Arrimadas, la hija del policía. Como el veterano Landelino Lavilla, nacido en Lleida en 1934 y que pocos lectores identificarán como una personalidad catalana. Pero lo es.

En este sentido los catalanes no solo no tenemos un Estado sino que el que nos gobierna lo tenemos en contra. La España actual intenta por enésima vez convertirse en un estado nación, en un único país para una única identidad nacional. Del mismo modo que la Francia republicana persiguió al capitán Alfred Dreyfus porque era judío y no lo consideraba un francés como los demás. O como el imperio otomano y la república turca de Atatürk, las cuales intentaron eliminar las minorías nacionales armenia, kurda y griega de manera criminal. Los métodos son diferentes pero la intención es la misma, asimilar las identidades discordantes, hacer una única nación identitaria destruyendo las identidades precedentes. Instalarse en el supremacismo más intolerante y confundir la normalidad cultural con la desaparición de las identidades minorizadas. Minorizadas y no minoritarias. Por este motivo M. Rajoy advertía hace poco, cuando todavía era presidente del Gobierno, contra las políticas de normalización lingüística de las Illes Balears y el País Valencià. El argumento era nítido: estas políticas creaban problemas, según él, donde no existían. Preservar el catalán no tiene sentido en una España uniforme aunque la ley, la Constitución, hable de la especial protección de las lenguas y culturas españolas no castellanas. La ley, como siempre, solo es estricta si lo es para preservar a la nación española. Solo es vigente si goza de una interpretación favorable.

Desde esta perspectiva las palabras pierden su significado. Del mismo modo que la presidenta de Andalucía, Susana Díaz, pide una ley de Memoria Histórica que “no mire atrás”, Ciudadanos propone una manera de entender la identidad catalana que sea completamente vacía, puramente administrativa. Ser catalán no significa, por tanto, tener ninguna lengua materna determinada ni tener ninguna cultura en concreto. Este radical despojamiento de sentido que llega hasta el absurdo también era denunciado ayer, en este mismo diario, por el antiguo portavoz de Ciudadanos en las Cortes Valencianas, Alexis Marí, marido de la famosa eurodiputada Carolina Punset. El político valenciano criticaba la ley de Señas de Identidad del antiguo Gobierno del PP en València: “Si comías paella, eras buen valenciano y si no, no lo eras”. Lo que, a decir verdad, parece poco para la potente personalidad cultural de nuestros primos del Sur. Con el miedo en el cuerpo a ser juzgado de totalitario y supremacista, la identidad catalana o valenciana queda atrapada en lo políticamente correcto, en las trampas que el asimilacionismo español ha tendido en el campo de la controversia.

Ser catalán no es un sentimiento sino un conocimiento. Nos sabemos catalanes como otros se saben españoles, rusos o mexicanos. Sentirse catalán es tan frágil como sentirse triste o contento, es lo mudable e inestable, lo discutible. Más bien nos sabemos catalanes porque la catalanidad es más bien una convicción intelectual que una experiencia emotiva. Ser catalanes es una parte destacada de la identidad de los ciudadanos y ciudadanas de nuestro país. Como lo puede ser la religión. Sabemos que somos cristianos o que no lo somos. Nos sabemos catalanes y nos sabemos hombres y mujeres. Es un conocimiento, una realidad que es mucho más que un sentimiento o una decisión. Porque, pongamos ahora un ejemplo, ¿qué pasaría si yo ahora declarara que me siento mujer y no hombre? ¿Y qué pasaría si yo no lo declarara como lo hacen, legítimamente, las personas transgenéricas para construir mi identidad sino exclusivamente para fastidiar a las mujeres, para deslegitimar el movimiento político feminista, para amputar sus derechos? ¿Sería aceptable? No todas las mujeres son feministas, claro que no. Pero también es igualmente cierto que quien se reclame mujer solo para ir en contra de los derechos políticos y civiles de las mujeres puede ser calificado, por lo menos, de bien extraña mujer. De mujer instrumental, como mínimo. Los catalanes que solo lo son para ir en contra de los derechos políticos y civiles de los catalanes, los catalanes puramente instrumentales, que solo son catalanes para mostrarse hostiles al hecho vivo de Catalunya —la expresión es de Francesc Cambó—, ¿pueden ser criticados sin que nadie nos acuse de supremacistas, de totalitarios? Me temo que no. Y, sin embargo, todos sabemos perfectamente quién es catalán y quién no lo es, más allá de tanta teoría y de tanta palabrería.

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