Barcelona abierta (I)

Ahora, como hace doscientos años, la disrupción causada por los cambios tan intensos de las últimas décadas ha generado la reacción de los que salen perdiendo, y de los que, sin ser el caso, creen inaceptable la reducción del control institucional —del estado, de los gobiernos— sobre las consecuencias cotidianas que comportan esos cambios. La alteración de las formas en que nos relacionamos, producimos, consumimos… ha reavivado la desconfianza y el rechazo a cambios que van desde los transgénicos al wifi —un nuevo ludismo, parecido al del siglo XIX—. Miedo al cambio, miedo al futuro.

Para el caso, no importa si estas posiciones son mayoritarias o minoritarias, sino lo que evocan y manifiestan. La forma en que el ludismo se manifiesta hoy es en la defensa de más proteccionismo comercial, de una mayor endogamia económica, y en el intento de prohibir innovaciones que no se ha demostrado que hacen daño a las personas. Se pretende cerrar un poco (o mucho) las puertas a nuestro entorno, porque tanta apertura habría ido demasiado lejos y habría llevado las cosas fuera de control. Las instituciones, se sigue, tendrían que recuperar el control y reglamentarlo todo con detalle, incluso exhaustivamente, para evitar que las cosas vayan a su aire (o evitar la «globalización neoliberal», como lo dicen los más ideologizados).

Esta dinámica, presente en los grandes debates por todo el mundo desarrollado, se dan también en Catalunya, especialmente en Barcelona, que es el lugar donde se expresan con más intensidad los conflictos y contradicciones de estos tiempos de cambio acelerado.

Hay que reconocer, de forma ponderada, que la ciudad ha sido un modelo de éxito. Aquella ciudad gris que se llegó a calificar de «Titanic» a principios de los ochenta, ha experimentado un cambio profundo. Ahora está regularmente dentro de las cinco ciudades europeas más atractivas para profesionales y emprendedores. Tiene un papel crucial en el hecho de que Catalunya esté en el top europeo, con Londres y París, en la atracción de inversión directa. Es el principal hub de investigación del sur de Europa y la ciudad europea donde se instalan más start-ups tecnológicas. El nivel de bienestar general y de cohesión social ha experimentado una mejora espectacular, así como el desarrollo y dignificación urbana. El modelo Barcelona ha conseguido que la ciudad evitara el declive que ha afectado a ciudades que eran comparables, como Marsella y Génova.

Sin embargo, se ha extendido en los últimos años la opinión de que el modelo Barcelona ha fracasado. De hecho, parece que se ha quedado sin defensores, cosa paradójica en una ciudad que mantiene un nivel de satisfacción de sus residentes muy alto, y muy por encima de las ciudades comparables a nuestro entorno.

No hay nada perfecto; tampoco el éxito de Barcelona. Si hay un sector que simboliza el descontento con el éxito de la ciudad es, sin duda, el turismo. Como todas las ciudades con éxito, buena calidad de vida y atractivos culturales y arquitectónicos, Barcelona se ha convertido en una de las principales villas turísticas europeas. El turismo representa un 12% de la economía de la ciudad, que no es poco pero tampoco hace de la ciudad un monocultivo turístico. Vaya, que Barcelona se parece más a Amsterdam que a Las Vegas.

La gran afluencia de turistas a las zonas centrales de Barcelona crea, como en todas las ciudades parecidas, competencia por el espacio público y presión sobre los servicios públicos. Eso ha generado una especie de «turismofobia», que deforma las consecuencias indeseadas del turismo: muchos barceloneses lo responsabilizan de cualquier problema, de los salarios bajos al aumento de los alquileres.

En realidad no es así. De acuerdo con datos de la Agència de l’Habitatge, la tasa de aumento de los precios de alquiler de pisos entre 2014 y 2016 fue casi la misma en todos los distritos de la ciudad. Este hecho no liga con la culpabilización del turismo. Es significativo también que el precio de venta haya aumentado más que el de alquiler justamente en el distrito con mayor presión turística, Ciutat Vella.

Por el contrario, estas cifras son consistentes con la explicación más plausible del fuerte aumento de precios. Primero, su natural recuperación después del estallido de la burbuja del 2008 (en el 2016 se recuperó el nivel de precios de alquiler de aquel año). Segundo, la presión sobre la demanda de alquiler y de compra causada por tantas personas que, como no se han enterado del fracaso del modelo de Barcelona, siguen llegando, atraídos por las oportunidades profesionales y el hechizo de la ciudad. Igual que lo hacía gente como yo hace 35 años, pero entonces sólo desde Catalunya y poco más allá.

Que el aumento de precios inmobiliarios genera problemas es obvio; como lo es que la política tiene que compensar a los más vulnerables perjudicados por los cambios. El problema para la política pública no son los precios del alquiler en sí; si así fuera, la única solución sería hacer la ciudad fea, sacarle atractivo. El resto es palabrería populista. El problema real es la dificultad de acceder a la vivienda digna que afecta a familias con pocos recursos. Por eso, los gobiernos tienen que activar mecanismos de respuesta, especialmente por el lado de la oferta de alquiler social. Ahora bien, medidas como la hiper-regulación de precios, no funcionarán. Tampoco las moratorias hoteleras sin distinción de cualidades y perfil de los proyectos demandantes, que sólo ayudarán a hacer que los hoteles y alojamientos ya existentes aumenten precios y mejoren sus tasas de beneficio, a la vez que pierden incentivos para renovarse y mejorar.

La respuesta, pues, no es el nativismo de «los del barrio primero» o la «turismofobia», que expresan ahora en Barcelona el deseo de cierre, de repliegue interior, de defenderse de los cambios para parar el futuro. Como el ludismo de hace doscientos años, será inútil. Al contrario, perjudicará a las personas aún más que los pretendidos males de los que se las quiere proteger.

ElNacional.cat