Banderas y sentimientos

La escena transcurre a mediados de la década de 1920, durante una visita oficial del rey Alfonso XIII y el dictador Primo de Rivera en Barcelona. Las dos máximas autoridades del Estado circulan por la Diagonal a bordo de un automóvil descubierto, con el correspondiente cortejo; y, en un momento concreto, el general -que ha inaugurado su régimen con un ‘Real Decreto Ley para la Represión del Separatismo’- le dice al monarca, señalando con gesto satisfecho las fachadas de la avenida: «¿Ha visto Vuestra Majestad cuantas banderas españolas?» «Son muchas más las catalanas», responde el rey. Desconcertado, el marqués de Estella replica: «¿Catalanas, Señor? Yo no veo ninguna». «Fíjate bien, Miguel -remata el diálogo el Borbón-, en cada balcón cerrado y vacío hay una bandera catalana».

La anécdota es, muy probablemente, apócrifa porque, si fuera auténtica, Alfonso XIII habría mostrado una agudeza de análisis y una perspicacia política que le habrían evitado perder la corona el 14 de abril de 1931. En todo caso, me parece una buena parábola de aquel momento histórico, y me ha vuelto a la memoria al leer, el otro día, que Ciudadanos inicia una ofensiva política y jurídica para exigir que «la bandera de España esté presente en el exterior y en interior de todos los edificios y establecimientos públicos catalanes».

Los símbolos son la expresión de sentimientos colectivos, y la historia -tanto la nuestra como la de otras partes- demuestra sobradamente que estos sentimientos no se pueden imponer ni prohibir. Vaya, sí se puede, pero las medidas coercitivas en esta materia son ineficaces y, a la larga, contraproducentes. La dictadura del general Primo de Rivera prohibió la bandera cuatribarrada, sofocó la presencia pública de la lengua propia, desmanteló la Mancomunidad y persiguió a las entidades sospechosas de propagar el catalanismo. Los resultados fueron la extensión social y la radicalización política del movimiento nacionalista, que reemergió con una fuerza sin precedentes a partir de 1931.

La dictadura de Franco pretendió arrasar, destruir, cualquier expresión humana (desde Companys a Carles Rahola), organizativa o simbólica del catalanismo, e imponer sobre el país vencido una nueva cultura política hecha de banderas ‘rojigualdas’, de ‘nacionalsindicalismo’, de ‘yugos y flechas’, de camisas ‘azul mahón’ y de rótulos de ‘Todo por la Patria’. El fracaso fue absoluto. En el otro extremo del espectro ideológico, la brutal represión de Moscú intentó liquidar definitivamente los sentimientos nacionales de los pueblos bálticos e implantar un patriotismo gran-ruso disfrazado de soviético. Tras cinco décadas de asfixia identitaria, bastó que se aflojara un poco la mordaza para pasar, en tres años, de la opresión a la independencia.

Ciudadanos, pues, puede enzarzarse en una guerrilla de mociones municipales y de demandas judiciales reclamando la presencia de la bandera española en los ayuntamientos. Y hará ruido mediático. Y, contando con una judicatura amiga, conseguirá con el tiempo sentencias favorables a su propósito. Y, después de agotar los recursos y las argucias, quizás algunos alcaldes se verán forzados a colgar del balcón la bandera en cuestión. Ahora, ¿esto modificará los sentimientos de pertenencia del vecindario? ¿Algún independentista dejará de serlo al contemplar, conmovido, el ondeo de la bandera del Reino de España en la fachada de la Casa de la Villa?

Lo expresaré de otra manera: en relación a Cataluña, ¿cuál es el objetivo político de fondo de Ciudadanos, o del PP neoaznarista de Casado que pide otro 155, la intervención de TV3, y los Mossos, y… ? Si el objetivo es, simplemente, reprimir y aplastar el independentismo con medidas de fuerza policial y penal, deberían saber que esto resulta imposible, porque en 2018-19 no pueden hacer fusilar a unos cuantos cientos de alcaldes, diputados y otros dirigentes institucionales o sociales, ni empujar al exilio a todos los cuadros soberanistas, ni cerrar medios de comunicación, ni imponer la censura previa… la receta de 1939 no es, hoy, operativa, y los sucedáneos no hacen sino espolear a todos aquellos que han dejado de sentirse españoles.

Desde la perspectiva de un españolismo inteligente y democrático, la única fórmula para reconducir el problema catalán consistiría -como dijo la banquera Ana Patricia Botín hace unos meses- en convencer de nuevo a una parte sustancial de los dos millones largos de catalanes independentistas de las ventajas morales y materiales de permanecer dentro de España.

El pasado viernes, en la contraportada del ARA, Xavier Bosch explicaba que, en Quebec, ya nadie habla de la independencia. Yo creo que hay brasas bajo la ceniza pero, en todo caso, tiene sentido preguntarse por qué el tema se ha eclipsado. Pues porque, desde el año 1995, el sistema político canadiense ha sabido convencer a la mayoría de quebequenses que pueden seguir siendo una nación dentro de Canadá. Y que, si algún día desearan marcharse, existen los mecanismos legales -imperfectos, interpretables, como es propio de la política civilizada- para celebrar un tercer referéndum y, en caso de victoria, negociar después con Ottawa. Pero Rivera y Casado, cuando oyen mencionar Quebec, desenfundan la pistola (es una manera de hablar, naturalmente).

ARA